Entre los jóvenes de la tribu, Pytá era el más valiente, el más fuerte, el más audaz. Y el más enamorado. Todo su coraje se rendía a los pies de la hermosa Morotí.
La muchacha estaba muy orgullosa del amor de Pytá y del poder que tenía sobre él. Se jactaba de la pasión que había inspirado, capaz de transformar al joven guerrero en juguete de sus caprichos.
Cierto día paseaba con sus amigas por las orillas del Paraná. Los vientos y las lluvias recientes habían provocado una peligrosa crecida y las aguas del río bajaban torrenciales. En ese momento Morotí vio que se acercaba su fiel Pytá y quiso demostrar ante las otras muchachas todo lo que el guerrero estaba dispuesto a hacer por ella. Sin pensarlo dos veces, Morotí se sacó el brazalete y lo arrojó a las aguas enfurecidas y turbias.
-¡Pytá, mi brazalete! -dijo.
Y fue suficiente para que el muchacho se lanzara al río detrás del objeto brillante. Pytá podría haber salido airoso de la prueba. Como cualquier guerrero guaraní, era un excelente nadador, conocía muy bien los riesgos y las jugarretas del Paraná y sus aguas traicioneras.
Pero “Ñandé Jara”, el Gran Espíritu, había dispuesto castigar la coquetería de Morotí.
Por un momento se vio asomar de las aguas la cabeza de Pytá y después, atrapado por un remolino, volvió a desaparecer. Esta vez, para siempre. Morotí y sus amigas no podían creer lo que habían visto con sus propios ojos.
Recorrieron la orilla río abajo y río arriba, convencidas de que Pytá les estaba haciendo una broma. Gritaron su nombre con todas sus fuerzas. Después gritaron con desesperación. Pero no era un juego.
Cayó la noche y Pytá no volvió a la tribu. Morotí estaba enloquecida de dolor. Por su capricho y su tonto orgullo, Pytá había muerto ahogado. Sin embargo, el chamán de la tribu consultó a los dioses y obtuvo otra respuesta. Pytá no estaba muerto.
“Kuñá Payé”, la hechicera de las aguas, lo retenía en su palacio del fondo del río, envuelto en sus redes de amor brujo.
Desesperada, arrepentida, Morotí se ató al cuello una enorme piedra y llevando esa carga se arrojó al río antes del amanecer, cuando nadie podía retenerla. Una de sus amigas la había seguido y alcanzó a verla hundiéndose en el agua revuelta del Paraná.
A gritos pidió ayuda. Los hombres y mujeres del pueblo guaraní vieron entonces salir de las aguas una enorme y extraña flor que jamás habían visto antes. Era hermosa y su perfume, delicioso. Los pétalos del centro eran blancos, como la pureza de la linda Morotí, y los del borde eran rojos, como la sangre bravía y enamorada de Pytá.
El Gran Padre “Tupá” había perdonado esa locura de los jóvenes y había unido para siempre el alma de los dos enamorados… ¡en la flor del Yrupé!