CAPÍTULO 2 – ÁNGELES CAÍDOS
Pero lo mejor de Katiuska eran sus llegadas al aeropuerto cada mañana. Tenía horario de gringa, pues decía que el secreto de una mujer bella era dormir bien. Por eso nunca llegaba antes de las 9:00 y a las 5:00 en punto salía apresurada como si la estuvieran echando de su hangar. Sabíamos que eran las nueve en punto porque parqueaba su suntuoso BMW frente a su hangar y descendía de él como una gata amenazante. Primero bajaba una de sus larguísimas y espectaculares piernas y luego sacaba la otra con una sensualidad tan arrolladora que la Sharon Stone se le quedaba en palotes. Cerraba la portezuela del carro parando el culote y se echaba a andar como si hubiese cursado un doctorado en desplazamiento calienta-hombres. Cada paso parecía calculado. Daba la impresión de que se la había pasado toda la noche ensayando en casa. Sus pezones se sincronizaban con sus rodillas y su vientre plano parecía alineado con sus glúteos en un perfecto batir de chocolate. El aeropuerto entero se paralizaba ante tal sinfonía de carnes. El más paralizado de todos era el pobre Octavio, un administrador de hangar a quien todos apodaban “polvo ‘e gallo” por su fama de eyaculador precoz. Entraba corriendo al baño y salía pocos minutos después con cara de descremado y lo recibían todos los pilotos gritándole en coro: “kikirikí!”
El pobre no clasificaba para amante de Katiuska por obvias razones, pero tampoco clasificaban los hombres bajitos, culichupaos, muy estudiosos o chicaneros. Ningún amante le duraba más de una semana, pues ella era toda una depredadora sexual. El único que le había durado era “Tres Patas”, a quien exhibía como si fuera su trofeo. Él también chicaneaba de estarse tirando a la mujer más apetecida del aeropuerto y no se avergonzaba de admitir que lo tenía encoñado.
Las clases comenzaron y con ellas empecé a conocer a esos cinco pilotos extraordinarios que me dejaban boquiabierto en cada vuelo. Y aunque confieso que al principio no me caían muy bien por la forma en que utilizaban a las mujeres y las reducían a la categoría de objetos sexuales, al irlos conociendo cambié de opinión y entendí que lo que estaban era perdidos en sus propias soledades e inseguridades. Conocerlos era quererlos. Y era imposible no hacerlo, porque en el fondo eran como niños que cambiaban de juguetes. La increíble camaradería que me mostraban y esa admiración mutua que crecía entre nosotros eran suficientes para que me abrieran sus corazones y me contaran sus penas. Porque es en la adversidad donde más se revela un corazón. Compartíamos un mismo miedo: el ser reclutados por los carteles de Cali o Medellín. A mí por ser intérprete de varios idiomas, a ellos por ser pilotos tan jóvenes y experimentados. Para mí habría sido la última interpretación, porque era bien sabido que el cartel de Medellín mataba a todos los intérpretes luego de usarlos y el de Cali los ponía en la mira del de Medellín que no le perdonaba a ningún ciudadano de esta ciudad que terminara trabajando para el otro cartel. Los dos carteles eran muy distintos entre sí. El de Cali era político y se infiltraba con éxito en todas las instancias de los tres poderes. Rara vez mataban a alguien. El de Medellín en cambio, respondía con balas cuando no conseguía penetrar los altos círculos del poder. Cuando los dos carteles entraron en guerra, el de Cali hizo una alianza con la policía, el ejército y el gobierno para acabar con Pablo Escobar. Y lo lograron. Entretanto, los ciudadanos honestos nos volvimos un escudo humano de un sicópata que peleaba por igual con las fuerzas del orden, el cartel de Cali, la DEA, la guerrilla y los jueces sin rostro.
Por eso el aeropuerto era un oasis donde bebíamos el agua que no estaba envenenada. Mis cinco angelitos caídos se volvieron como mis cinco mosqueteros que me advertían que no me apareciera por el aeropuerto cuando se “calentaba el parche” o los “traquetos” (mafiosos) andaban cerca. Luego las cosas volvían a la normalidad y las clases seguían con el entusiasmo de ambas partes. Los primeros vuelos que me tocaron fueron regionales y nacionales mientras yo aprendía las variantes de los GPS y las diferencias entre volar por visibilidad y volar por instrumentos. En algunos aeropuertos no había VOR y ellos se aproximaban simplemente por ayudas visuales y orientados por emisoras de radio que rápidamente cambiaban de una montaña a otra. Lo más difícil era aterrizar en Andes (un pueblo no muy lindo enclavado en la montaña), Santafé de Antioquia (donde los vientos del cañón del río Cauca eran peligrosísimos) y en Capurganá (en plena selva húmeda tropical y donde ellos apagaban el motor para aterrizar planeando con las alas, clavando el avión de nariz, como un pelícano en busca de comida). Pero aterrizar en Pasto, una ciudad cercana a la frontera con Ecuador, era una experiencia aterradora. El aeropuerto parecía un porta-aviones, con abismos a lado y lado. Uno no entendía cómo ellos lograban aterrizar y despegar de semejante aeropuerto. Las pelotas se me subían a la garganta como termómetro descompuesto. Y luego las mujeres dicen que a los hombres no nos afecta la gravedad!
El primer vuelo internacional fue a la isla de Curaҫao, lugar que yo conocía bastante bien. El vuelo lo hice con Mario y Pacho a bordo de un turbo-commander. Ellos eran los únicos dos que volaban juntos de los cinco, pues los demás piloteaban aviones diferentes. El vuelo duró casi tres horas, que era el doble de lo que demoraba un jet comercial. Entramos al espacio aéreo venezolano por Santa Bárbara del Zulia y salimos de él por Las Piedras, un aeropuerto pequeño al frente de Aruba. Al llegar a la isla de Curaҫao nos esperaba una ambulancia que recibió a nuestro pasajero, un ricachón al que le habían hecho un trasplante en un hospital de Medellín, y que viajaba acompañado solamente por su esposa. Sin apagar motores emprendimos el decolaje de regreso, que incluyó una escala en nuestra ciudad costeña de Barranquilla para tanquear el avión con combustible. De regreso a Medellín los sometí a un alto fogueo de casuística aérea que ellos respondieron con nivel sobresaliente. Los días en que volaba con elllos se pasaban rápido y eran infinitamente apasionantes, pues el simple hecho de que nunca sabía a dónde volaríamos y ni siquiera si regresaríamos, pues cada vuelo implicaba un riesgo potencial, aún volando con los mejores pilotos. Mientras esperábamos el plan de vuelo, Fernando y yo nos sentábamos en la parte externa del hangar a disfrutar el sol, pero no nos bronceábamos sino que lo recibíamos en nuestras espaldas, como en un ritual de energización vigorizante. Sentíamos el sol, no así sus efectos nocivos. En esos pocos minutos él me daba cátedra sobre aviónica, física o sobre su increíble ojo clínico para determinar condiciones atmosféricas. Eran días felices. Días de amistad sincera con cinco congéneres con los que tenía eso que llaman “male bonding” o sintonía y lazos de género. Es difícil lograr relaciones de amistad tan fuertes con tus alumnos, sobretodo porque para algunos jamás se rompe la brecha docente-discente. Pero ellos eran seres únicos e irrepetibles. Y yo tuve que echarlo todo a perder con aquella maldita apuesta!
Continuará...
Comentario
Exactamente, querido cuauhtémoc molina monroy!
Gracias a vos por leerme y destacar mi relato, Jesus Quintana Aguilarte!
Gracias por leerme y por tu amable comentario, José García Álvarez !
Tu relato sigue siendo interesante, amigo. Muestras una redacción de alta calidad. Te felicito, porque, como escritor bastante experimentado, puedo percibir el estilo literario y el tuyo me complace. Adelante con la historia, que ofrece buenos desarrollos verbales.
Agregado por Nilo 0 Comentarios 1 Me gusta
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