Aquellos eran los días del Medellín oscuro. El lugar no en el que vivíamos, sino en el que sobrevivíamos. No queríamos hablar de ello, ya teníamos suficiente con vivirlo. Tampoco queríamos verlo en los medios, porque todos se volvieron monotemáticos. Y hasta hubo una estúpida presentadora de noticias bogotana que se atrevió a llamarnos “Metrallín”. Y no era que estuviésemos pasando por una etapa de negación o que viviéramos en una burbuja. Pasaba simplemente que el mecánico no quiere volver a su casa y encontrarla llena de grasa.
Pablo Escobar estaba más activo que nunca y las balas nos rozaban tanto que volver cada día a casa y traspasar el umbral de la puerta era como pasar una línea de meta en la que mentalmente alzábamos nuestros brazos y gritábamos: sobreviví otro día! Y es que “El Patrón”, como la gente le decía al capo, tenía una red de crimen organizado tan grande que penetraba la ciudad entera, el departamento y por supuesto, este país de hipócritas donde la crisis de valores hizo metástasis hace tanto rato que olvidamos la fecha. Todo tenía origen en una clase alta de judíos, católicos ortodoxos, ateos social-bacanos y miembros del Opus Dei que se juntaron para crear el grupo industrial más poderoso del país: El Sindicato Antioqueño, hoy conocido como el GEA, Grupo Empresarial Antioqueño. 87 empresas de muchísima solidez y consolidación tanto nacional como internacional. El Sindicato siempre ha alardeado de que a sus empresas nunca las permeó la mafia. Y es cierto. Nunca pudieron los carteles penetrar sus bancos, compañías de producción o empresas de servicios por dos razones básicas: han tenido unos filtros efectivísimos y porque ellos en sí mismos son una mafia. Una mafia de familias de alta alcurnia que casan sus hijos entre sí, los ponen a gerenciar sus propias compañías y que en vez de asesinar gente, discriminan a medio Medellín. No sabría decir cuál crimen es peor. Porque en las empresas del Sindicato Antioqueño no admiten gente que viva en barrios muy pobres o alejados, madres solteras, gente de piel muy morena o negra, homosexuales obvios o gente que esté a favor del aborto, la eutanasia o cualquier ley polémica. Toda esa gente discriminada fue el caldo de cultivo para que en esta región se fortalecieran fenómenos como el narcotráfico y para que Pablo se volviera esa especie de Robin Hood criollo que les regalaba casas para vivir y les daba trabajo a sus hijos. En medio de todo ese caos la ciudad se volvió un lugar invivible donde los sicarios mataban policías y filmaban los asesinatos porque cada video se convertía en una cuenta de cobro para que El Patrón les pagara dos millones de pesos, que era el precio que les había puesto a cada uno de los agentes de policía cuando les declaró la guerra. Pero lo peor era ver como nuestros niños cambiaron sus juguetes para pasar a divertirse con los “muñecos” (cadáveres) de cada día y compararlos con los del día anterior.
Sólo existía un lugar en la ciudad libre de “muñecos”: el aeropuerto Olaya Herrera, el mismo donde murió Gardel, el mismo que unos años atrás había sido desplazado por nuestro aeropuerto internacional José María Córdoba, el peor error en la historia de esta región. Lo construyeron en una altiplanicie a más de dos mil metros sobre el nivel del mar para darle gusto a un grupo de políticos conservadores que tenían y aún tienen, sus fincas allí. El Olaya Herrera fue cerrado, re-abierto, convertido en aeroparque, restringido a la aviación privada y vuelto a convertir en aeropuerto doméstico y hoy, más de 30 años después de inaugurado el otro, tiene más movimiento e importancia regional y nacional. Los políticos no lograron su propósito del todo: sus fincas se valorizaron, pero el Olaya Herrera no se acabó, por el contrario, mejoró.
Justamente era el aeropuerto el único oasis de Medellín, el único lugar donde nunca se sentía el conflicto. Tal vez porque allí cohabitaban todas las fuerzas del bien y del mal: los empresarios honestos que utilizaban sus aviones privados para sus desplazamientos, las diferentes fuerzas de la policía y el ejército, los narcotraficantes, la DEA, los contrabandistas, el bloque de búsqueda y las aerolíneas, que sobrevivían en medio de la tormenta.
Había llegado yo allí por recomendación de mi primo, quien tenía un hangar con dos aviones pequeños que prestaban servicios de taxi aéreo y ambulancia. Su honestidad era incuestionable y su buen nombre lo dejaba operar sin problemas. No así a sus vecinos, a quienes les tocaba renovar el permiso otorgado por el comité de estupefacientes cada año. Las inspecciones las hacían dos efectivos del ejército, un miembro del comité y un oficial de la DEA, para quien el dueño del hangar debía contratar un intérprete y traductor que debía traducir hasta la última coma de las diligencias. El primero de mis clientes fue Gabrielito, un señor muy honesto y buena gente, pero excesivamente nervioso que andaba para todas partes con una recua de perros callejeros que lo adoraban. Gabrielito solo tenía tres aviones que no volaban tanto como los de los demás hangares. La diligencia era tensa y monótoma. El oficial de la DEA siempre miraba a los intérpretes como a poco menos que a un bicho y se refería al dueño del hangar en términos desobligantes. Yo no estaba allí para ser su amigo, sólo para hacer mi trabajo, así que lo ignoraba. Luego de Gabrielito vinieron Rodrigo y El “Pucho”, que aunque no tenían esos putos perros malolientes de Gabrielito, sí tenían un genio de lo peor y querían que les tradujera hasta el último suspiro del agente de la DEA y que además les interpretara su lenguaje corporal. A diferencia de Gabrielito y muchos otros propietarios sanos, éstos estaban medio untados y se rumoraba que le hacían vuelos a los contrabandistas. A mí no me constaba nada ni quería que me constara. Entre menos supiera más vivía, y más objetivamente haría mi trabajo.
Luego de las interpretaciones vinieron las clases, pues mis conocimientos de inglés aeronáutico me favorecieron para conseguir un contrato con ACES, la mejor aerolínea que jamás existió en este país. En la aerolínea tenía todo tipo de estudiantes y de todos ellos aprendía cosas. Aparte ya estaba enrutado en lo mío, en lo que quería hacer como carrera y combinaba mis progresos en la universidad con mis avances en la práctica docente. Todo eso dio origen a que estuviera en la mira de los pilotos del aeropuerto, quienes tenían en sus planes pasar los exigentes exámenes para ser admitidos en cualquiera de las tres aerolíneas grandes y los de certificación en países angloparlantes a los que había vuelos privados, donde la exigencia del inglés era muy alta. Un día me propusieron que les diera clases teórico-prácticas y no me pude negar, porque como era algo que nunca había hecho, me resultaba fascinante.
Las clases prácticas eran los lunes por la mañana y las teóricas los viernes, el único día que estaban todos juntos. Eran cinco pilotos jóvenes, pero increíblemente experimentados. Todos tenían su fama bien ganada dentro del aeropuerto y los conocían más por sus apodos que por sus nombres de pila. El más conocido era Mario Londoño, o “Mario Piruetas” como todos le decían por su manía de hacer acrobacias con la avioneta. Al otro profesor de inglés que habían tenido antes, a quien yo conocía someramente, lo puso a prueba en una clase práctica y el pobre regresó todo meado y temblando del susto. Aquello le quitó credibilidad como profesor ante Mario. Conmigo no pudo porque yo ya me había trepado en todo tipo de aviones y viajado por medio mundo, por lo que esas cosas no me asustaban. Mario era un tipo buenagente, bastante loco y dicharachero. Físicamente apuesto, tenía un bigote frondoso, barriga decente y pinta de galán de pueblo. Juan Esteban en cambio, era muy distinto a él. Tenía mucho porte, era altísimo, con cuerpo de modelo, vientre plano, de cabellos castaños claros, ojos color avellana, dientes perfectos y facciones que hacían suspirar a todas las mujeres del aeropuerto. Un Adonis citadino. Fino y de gustos exquisitos, paralelamente estudiaba administración en una universidad elitista. Su apodo en cambio, no era nada fino y lo avergonzaba: “tres patas”. Le decían así por su enorme miembro viril ante el que todos los demás sentían complejo peneal o envidia de la más verde. Sus historias circulaban en los dos aeropuertos y las repetían hasta los pilotos de la fuerza aérea.
El tercero de ellos era “Pacho Pelotas”, apodado así porque se mantenía con las manos en los bolsillos, “jugando billar” con sus pelotas. El tipo no era feo, pero no tenía tanto éxito con las mujeres como los otros dos. No obstante, era del tipo de los que se acostaban con dos y alardeaban de que habían sido doce. Fernando en cambio, no tenía necesidad de alardear. Le llovían las mujeres y nunca tenía necesidad de seducir alguna. Lo conocían como “Buenavida” por su excesiva tranquilidad y actitud anti-estrés. Nada lo preocupaba, nada lo perturbaba. Era tan relajado que hasta cargaba una hamaca que instalaba en cualquier hangar donde le daban trabajo. Todos contaban un chiste de él que se volvió famoso. Decían que una vez habían corrido a despertarlo de una de sus siestas porque había temblor de tierra y se estaban cayendo algunas tejas del hangar. A lo que él respondió con la mayor tranquilidad: “Pues que se caiga el hangar, que yo no soy constructor ni bombero! Dejame dormir, guevón!”
Físicamente era todo un contraste. Muy alto, de piel muy blanca, cuerpo grueso. ojos verdes, con cabello rubio muy crespo. Parecía un blanco con pinta de negro. Y para completar era caleño, de nuestra costa Pacífica, famosa por estar habitada por gente relajada. Además de piloto era instructor de vuelo en una de las academias de aviación. Siempre vivía de buen humor y a veces hasta se ponía a bailar en cualquier parte cuando en la radio tocaban algún tema de salsa que le gustara. Todo un personaje. Sencillo y encantador. José Ignacio, más conocido como “Nachito”, era muy distinto a los otros cuatro. Era el único de ellos que además de piloto era propietario de avión. Un monomotor Cessna que había bautizado como “El turpial de Montelíbano” en honor a su pueblo natal, un lugar perdido en nuestra costa Atlántica donde explotaban el níquel y abundaban las grandes fincas ganaderas, como las de su familia. El tipo era bajito y flaquito, bien parecido y de ojos color miel, pero su menuda figura no correspondía al promedio de los pilotos, tampoco al prototipo de costeños altos y fornidos.
Los cinco pilotos llevaban una vida promiscua y desordenada. Mario era el único casado, pero su esposa se quejaba de que nunca lo veía más de dos noches a la semana. Tenían gustos caros y a veces estrambóticos, pues compraban cuanta insignia, chaqueta, gafas o accesorio les vendiera el almacén especializado en artículos para pilotos que había en Bogotá, nuestra horrible capital. Allí volaban con frecuencia. Aparte que se gastaban en mujeres, licor y fiestas buena parte de sus ingresos, que no eran nada despreciables. Eran como los mineros, gastaban todo lo que ganaban, nunca ahorraban un peso y ninguno de ellos tenía casa propia, ni siquiera Nachito, pese a ser un niño rico de la costa. Por sus vidas pasaban las mujeres más lindas de la ciudad. Desde promotoras descocadas hasta top models y dediparadas de la alta sociedad medellinense. Allí se cumplía aquel viejo dicho de que “la gasolina sube aviones y baja calzones!” y de qué manera. Eran mujeriegos consumados que usaban a las mujeres para explorar sus placeres y reafirmar su condición de machos cabríos y cachondos.
Empero, tenían su contraparte femenina en dos mujeres tan únicas como inverosímiles. La primera de ellas era “La Tato”, una lesbiana bacana de nombre Tatiana, a quien nadie se atrevía a llamarla por su nombre de pila porque de inmediato le gruñía. La Tato era una mujer bella, de cuerpo perfecto y bien educada, aunque excesivamente masculina. Vestía con ropas andróginas, se fajaba los senos y charlaba pesado con los hombres, quienes la consideraban “un amigo más”. Tenía unas cabañas en Capurganá, un lugar paradisíaco en la frontera con Panamá, y despachaba víveres a sus empleados casi todos los días. Era una de las mejores clientes de la aviación privada.
La otra era Katiuska, una mujer bellísima con nombre mezcla de inmigrante rusa y bailarina exótica, pero que no tenía ninguna de las dos condiciones. Era dueña de hangar y de dos aviones turbo commander, la versión económica de un jet privado. Katiuska era una cartagenera de piel trigueña, facciones de femme fatal, ojos color miel, labios carnosos más provocativos que los de Angelina Jolie, tetas sensacionales y unas piernas muy largas, atípicas en nuestras mujeres. Además era culiparada y le gustaba resaltarlo poniéndose jeans muy apretados o “culi-faldas” que nunca la dejaban pasar desapercibida. Recorrer su cuerpo con la mirada era una montaña rusa de piel y sensaciones. A diferencia de las demás mujeres del aeropuerto, a ella ninguno se la podía llevar a la cama, pues era ella quien se los llevaba. Escogía cuidadosamente a sus amantes y luego los echaba de su suntuosa casa con una frase que se hizo famosa en todo el aeropuerto: “Chao, pescao. Ahora tengo ganas de tiburón!”.
Continuará...
Comentario
Qué interesante! No sabía que hablaban ese dialecto en Marruecos, querida Mercedes Dembo Barcessat . Nunca lo escuché cuando estuve allá.
La verdad no entiendo por qué me atacás y gritas. Maria Beatriz Vicentelo Cayo . Nunca he escrito excelente con S, no sé de dónde sacás eso.
Wow! Nuevamente hacés un análisis de mi escrito que me deja como calzón de solterona, querido cuauhtémoc molina monroy!
No, gracias a Dios eso se acabó hace 25 años luego de que mataron a Pablo Escobar, querido José García Álvarez.
Tienes una magnífica forma ordenada para expresar tus ideas en forma escrita, yo diría que MAGNIFICA desde luego devenida de muchas lecturas, eso tácitamente salta a la vista.
Los países pasan por tiempos bueno y malos, las técticas gubernamentales muchas veces soninútiles, porque dependen de factores exógenos.
No obstante que escribe ESCELENTE te diré con sinceridad que tal vez ese sea el léxico que emplean en tu enorno, noooo no estoy criticando, cada cual tiene DERECHO a ser como quiere si? Bien como tú tienes tú DERECHO DE ESCRIBIR COMO QUIERAS, a mi me choca un poquito palabras que en mi país son TOSCAS denominadas IRRESPETUOSAS para una mujer; y como tú tienes tu derecho pues yo estoy también en MI DERECHO DE DECIR MI SENTIR!
Pero mira, aún asi RECONOZCO EL TALENTO DE POSEES para escribir. Es como cocinar un exquisito ADOBO DE CHANCHO cuando lamentablemente a mi no me cae mal la carne porcina. ¿Me explico? Nada tiene que ver el preparado con lo que a mi me haga daño o bien significando que a OTROS les pueda gustar
Muchas gracias y felicitaciones por esa virtud gramatical también que ostentas!!
Tremendo relato.
Y muy bien llevado, amigo.
Por lo visto eran tiempos tenebrosos.
¿Seguís viviendo de la misma manera o eso ya se acabó?
Agregado por Nilo 0 Comentarios 1 Me gusta
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