Los lunes en el aeropuerto eran una forma fresca de empezar la semana. Tenía a todos mis alumnos juntos para la clase teórica, en la cual les explicaba la gramática, el vocabulario, las expresiones y la fonética del idioma. También desarrollaba en ellos habilidades auditivas a través de casuística de emergencias aéreas, para lo cual a veces nos desplazábamos a la torre de control, a la cual nos daba acceso “Juanito Alimaña”, un personaje experto en todo lo trucho, torcido y los esguinces a la ley y las normas en el aeropuerto. Nunca supe su nombre real, pero asumo era alguna combinación de Juan porque el apodo tenía que ver tanto con su nombre como con su personalidad truchera y su gusto por la música salsa.
Mientras los convocaba, o llegaba alguno de ellos que estuviese volando, íbamos a desayunar al restaurante de doña Zoila, una gorda adorable que incluso me daba crédito sin ser yo piloto ni trabajador del aeropuerto. Me decía que era el “duro” de ACES y de los idiomas, porque me había visto varias veces con los directivos de la aerolínea. Ella me puso el apodo que me marcaría en toda la ciudad. Me decía “teachercito”, en una graciosa combinación de inglés y español que ella se inventó para expresarme su cariño. Lo malo era que mis estudiantes y todos aquellos que me conocían empezaron a llamarme de la misma manera y Pacho, que era el más boleteador y montañero de todos, se deleitaba gritándome a voz en cuello: “TEACHERCITO, JAGUAR YÚ?”, ya fuera en un supermercado, un banco o en cualquier lugar que nos encontráramos. Qué papelón! Quería que la tierra me tragara!
Luego del desayuno, volvíamos al hangar para el ritual de todos los lunes: ver los videos que mis alumnos grababan de sus encuentros sexuales del fin de semana. Nada tenían que envidiarle a una película porno, incluso la superaban. En ellos veíamos un kamasutra completo y cómo sus amantes se desinhibían por completo. Recuerdo muy especialmente el de una Miss Antioquia a la que “coronaron” antes del reinado nacional de belleza. La reinita saboreó su “cetro” de carne hasta el cansancio y se dirigió a la nación con elocuencia, sujetando su “micrófono” como si se lo fuesen a robar. Yo aprovechaba aquellas mañanas voyeuristas para que mis alumnos aprendieran expresiones claves como “blowjob”, “back door” ó “quickie” y preposiciones tan importantes como “on top” ó “from behind”.
Los viernes en cambio, no había tiempo para la recreación, porque tan pronto terminaba mi clase en la aerolínea, recibía un mensaje en mi beeper (buscapersonas), anunciándome que en pocos minutos volaríamos a algún destino exótico. En aquel entonces no se habían popularizado todavía los celulares, pero el beeper era un medio de comunicación efectivísimo. Mantenía mi pasaporte en el morral, porque muchos viajes eran internacionales y a veces necesitaba una excusa palpable para mostrarle a mis profesores de la universidad cuando ocasionalmente tenía que pernoctar en el destino. Tuve que dejar las clases de los sábados en el instituto de idiomas donde trabajaba, porque mi jefe ya no me creía que viajara tanto y menos por motivos laborales. Afortunadamente ya estaba en el último semestre de mi carrera y la universidad ya no me demandaba tanto tiempo. Recuerdo el primer viaje que hicimos a Miami. Fue en un avión grande, de doce pasajeros, el más grande de los privados. Llevamos a un ejecutivo de una empresa importante de la ciudad, quien iba a cerrar un negocio y se devolvía el mismo día. El tipo resultó sencillo y amable y hasta intervino en la clase preguntando un par de cosas. También preguntaba todo sobre la ruta y las maniobras que ellos hacían. Volamos a 17.000 pies de altura hasta salir de la plataforma continental y ya una vez en el océano, el avión redujo altitud y uno podía ver su sombra proyectada en el mar todo el tiempo. Daba cierto susto pensar que semejante gigante nos tragara. En un avión pequeño los tramos sobre el mar se hacían eternos. Aparte que aterrizar en un aeropuerto tan congestionado nos hacía ver como un zancudo ante semejantes aviones tan gigantes que nos aterrizaban y despegaban casi al lado, haciendo que sintiéramos sus motores hasta en la planta de los pies. En Miami aprovechamos para dar el vueltón por South Beach y Juan Esteban hasta se levantó una dominicana maluca que se babeaba con su uniforme de piloto. La remontó a las nubes en uno de los baños del aeropuerto mientras los demás lo campaneábamos por si venía alguna autoridad del aeropuerto o algún cubano buchón. A los usuarios los ahuyentábamos diciéndoles que uno de los sanitarios se había taqueado y desbordado. El regreso fue un poco turbulento y como entramos a Medellín hacia las 6:15 de la tarde, tuvimos que aterrizar en el aeropuerto internacional.
En los vuelos a Panamá, Ecuador o Venezuela, ellos rara vez salían de los aeropuertos. Sólo lo hacían cuando aterrizábamos en Valencia, la ciudad más cachonda de Venezuela. Con tantos viajes me convencí por completo de lo buenos pilotos que eran. Hubo un par de incidentes que ellos sortearon de manera magistral. El que más me asustó fue cuando a uno de los bimotores se le trancó el tren de aterrizaje y tuvimos que hacer un “barrigazo” en el aeropuerto de Pereira. Aterrado veía las chispas que producía la fricción entre el fuselaje del avión y la pista. Nos sacaron de la aeronave los bomberos y los paramédicos y tuvimos que quedarnos dos días en Pereira hasta que repararon el avión.
Me había vuelto tan familiar con todos los temas aeronáuticos que la comunidad aeroportuaria me adoptó como un miembro más. Hasta me invitaban a los grados de los pilotos y a la celebración de la fiesta de Nuestra Señora de Loreto, virgen patrona de los pilotos. Los grados de los pilotos eran ceremonias asquerosamente divertidas. Para empezar, los llenaban de grasa y brea y luego les espolvoreaban plumas, recortes de papel o aserrín y así los perseguían por todo el aeropuerto. Luego los bañaban con champaña para la buena suerte y los semi-desnudaban para pegarles con pegaloca unas alas de yeso en la espalda. Nadie escapaba del pegajoso ritual. Quedaban vueltos mierda pero con una sonrisa de oreja a oreja por sentirse miembros de un mundo tan exclusivo y reducido. En la fiesta de Nuestra Señora de Loreto en cambio, todos los pilotos dejaban de volar a las 3:00 de la tarde y despegaban uno tras otro para hacer sobrevuelos al cerro de Loreto, donde está localizada la parroquia de esa virgen. Al final de la tarde había una misa en el aeropuerto y todos ellos se portaban divinamente ese día, nada de vulgaridades, nada de sexo.
Pasaron varios meses en los que el aeropuerto se volvió más tranquilo y hasta los traquetos dejaron de aparecerse por allí. La tranquilidad la rompió el terremoto que produjo el anuncio que hizo Nachito: se casaba con una dama de la alta sociedad medellinense que se había negado a darle la prueba de amor. Solamente hay un grupo de profesionales más arribistas que los médicos: los pilotos. Nadie le creía a Nachito su fascinación por aquella doncella de alcurnia. Todos estábamos convencidos que lo que a él verdaderamente le fascinaban eran los apellidos y la futura herencia de la muchacha. Él le contaba la buena noticia a todo el que lo quisiera escuchar, desde sus empleadores hasta el lustrabotas. Después de todo era un costeño de agua dulce que había conquistado cachaca bonita y con mucha plata.
Cuando me gradué de la universidad, mis muchachos me celebraron el grado casi como a los pilotos. Fue algo alucinante. Saliendo de la universidad me empaparon en champaña y me regaron una bolsa completa de leche en polvo mientras cantaban en coro: “para que te llenés de suerte y de buenos polvos”. con un tono de barítonos de feria de pueblo que me hacía reventar de la risa. No me importaba que me hubieran vuelto una miseria mi traje de grado. Me importaba que estuvieran allí para mí en un momento tan especial. La celebración duró tres días y nunca los había visto tan contentos por un triunfo que más que mío, era de ellos. En las semanas que siguieron le chicaneaban a todo el mundo que ya tenían profesor licenciado y graduado con honores. La gente me empezaba a mirar con cara de “y este güevón será que se cree el primero o el último que se gradúa?”.
Los diciembres en el aeropuerto eran más que especiales. La gente celebraba desde el primero hasta el 30, porque el 31 lo dejaban para sus familias. Había marranadas y hasta shows en vivo con las mejores orquestas de música tropical. Y luego llegaba enero con sus vacas flacas y los hangares solitarios. Fue un 6 de febrero cuando volvíamos de un vuelo a Panamá que les solté la bomba de la apuesta. Por aquellos días crecía el terror de la epidemia del Sida y mis alumnos no eran precisamente adictos al uso del condón. Los reté a que nos hiciésemos la prueba del VIH y que apostáramos $100.000 pesos cada uno, que ganarían quienes resultaran negativos. Retarlos era fácil y cada uno de ellos vivía convencido de que el Sida solamente les daba a los homosexuales y a los drogadictos. Tener en sus bolsillos medio millón de pesos ganado de manera tan fácil los tentaba sobremanera. Recogimos el dinero y se lo dimos a La Tato, quien sería la garante de nuestra apuesta. Adicionalmente firmamos un poder en el que la autorizábamos a ella para que fuera la única que reclamara los resultados y así evitar la injerencia de cualquiera de nosotros. El lunes siguiente madrugamos al laboratorio del seguro social, que era el único de la ciudad que hacía la prueba en aquellos días. Tardaba veinte días para dar el resultado. Esas tres semanas nos resultaron las más largas de nuestras vidas.
Continuará...
Comentario
Gracias por leerme, José García Álvarez ! Bendiciones para vos.
I totally agree, dear Mercedes Dembo Barcessat !
We all felt immortal at that age.
Gracias por leerme, Liliana MarIza Gonzalez
Los capítulos 4 y 5 los cargué ayer y antier aquí en mi blog.
MALCOLM PEÑARANDA
Muy buena narrativa
espero la continuación
Gracias
mary
Gracias por leerme, Aimée Granado Oreña !
Amigo mío me tienes cautivada con tus letras.
Agregado por Nilo 0 Comentarios 1 Me gusta
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