Serie: ESCENAS DE CIUDAD
Ciudad Escenario: Buenos Aires, Argentina
Cada gran destino del mundo te plantea unas experiencias que tenés que vivir, revivir o por las que hasta te llegás a morir. Una trepada a la torre Eiffel o un beso furtivo en París. Porque si no te han besado en París, no te han besado. Los poetas nos regalaron esa frase maravillosa. Una selfie medio suicida en un rascacielos de Nueva York. Una exploración enigmática y mística de Jerusalén. Un paseo en góndola en Venecia. Una caminata por encima del mar en Hong Kong. Una pose ridícula para una foto frente a la torre de Pisa, frente a las pirámides y la esfinge en Egipto o el monumento de la mitad del mundo en Quito. Una conexión con la pacha mama en Machu Pichu. Un sentir la muerte en su más profundo homenaje en el Taj Mahal. Una noche de rumba en Medellín. Manejar por la famosa ruta 66. Contemplar un atardecer y un amanecer en las islas griegas. Sentirte enteramente libre en Ámsterdam. Vivir de cerca el Apartheid. Comer mariscos en Santiago. Vivir la movida madrileña. Asistir a muchos conciertos en Londres. Emborracharte de cerveza y de literatura en Dublín. Vivir una noche poética en Buenos Aires.
Todas las había vivido y revivido en ese déjà vu permanente del escritor que se pierde y se encuentra en cada lugar del mundo que lo acoge. Me faltaba la última. Ya había estado en el Tortoni y de invitado en un programa de radio dedicado a temas culturales y literarios, pero no había tenido la experiencia total. No me habían adoptado todavía los poetas vivos ni había levitado junto a los espíritus de Borges y Cortázar por esos espacios de poesía que quizás ellos en vida disfrutaron mucho antes de que yo lo hiciera. Esa noche tenía la expectativa del adolescente que invitan a su primera fiesta de grandes donde siente que lo gradúan de adulto.
Era mi primer Belisama. Una fiesta de poesía, literatura, bohemia y canto que pensé que soñaba o que despertaba sin querer porque las musas me sujetaban de los tobillos para que yo siguiera soñando. No era yo, era una ficción proyectada de mí mismo. Era yo, pero no era lo que fuera sino lo que sintiera. Los versos de Liliana, de Elisa, de Patricia, de Adrián y de Jorgito acompañados de sus abrazos que no solamente me daban abrigo al cuerpo sino al alma. El conocer en persona esa noche a poetas y escritores que tenía agregados en mi Facebook pero que nunca había visto en persona. El sentirte parte de una comunidad que te hamacaba el corazón con sus voces, con sus versos, con sus historias de esas vidas que sentías que espiabas dulcemente, como cuando espiás a la vecina coquetona, a tus hermanos en sus primeros noviazgos, al panadero que te ofreció la ñapa para que te cumpla su promesa sin trampas, al cura que confiesa a la señora piadosa sin que entendás por qué llora o arquea sus piernas, a tu madre cuando prepara tu comida favorita para descubrir cuál es ese ingrediente secreto que ella llama amor. Y es que a través de sus historias desgarrás sus entrañas y te volvés cómplice de sus pecados, de sus tristezas y de sus alegrías. El corazón de poeta, más que la letra de una canción melcochuda de otras épocas, se abre y se cierra todo el tiempo para que te asomés sin prevenciones. Diástole y sístole en una perfecta sinfonía de sentimientos. Un bombeo de emociones que irriga tu alma sedienta.
El amor de un poeta es el más peligroso de los amores. Porque te halaga, te corona, te despoja, te desnuda el cuerpo y el alma y te hace sentir inmortal. Y vos te sentís hasta capaz de retar al más fuerte del barrio. Porque la poesía te envalentona y te aguevona. Te hace campeón de mil batallas cuando ni siquiera sabés empuñar una espada. Te droga con palabras que suenan bonito y te empalaga con elogios y elegías que necesitabas para levantar el vuelo del fénix, para cabalgar el unicornio de ese vecino falopero que te asegura que existen y que comen orquídeas. Pero luego, cuando te deja de amar, caés en picada en el pavimento de la ignominia, en las uvas pisadas de la vendimia, en la calle de la amargura por la que solo pasa un bus que huele a diesel y para el que apenas tenés las monedas suficientes para pagar el viaje. Ya no volás en la carroza de las hadas. Te tenés que empezar a comer las habas.
El cariño del poeta es mucho más sublime y duradero. Porque te abraza y te besa como si te extrañara. Te hace cosquillitas en el alma y te toca sin tocarte. Te regala sus versos porque sos siempre el ganador de su subasta, el primero en escuchar su producto intangible pero trascendente, el primer mordisco de un pan fresco. Y las personas pasan, las ciudades pasan, los amores pasan, pero los afectos en cambio, te traspasan. Y te regalan sus libros para que sus palabras se queden con vos y te acompañen más allá del papel. Y recorrés miles de kilómetros para volver a casa, pero no te lográs bajar de esa barcaza. Porque esa no la usás para cruzar hacia el más allá sino al más acá. Porque los poetas no mueren, son eternos en sus versos.
Esa velada viví la magia de la noche porteña sin querer mirar el reloj, embolatando la ida al baño porque una meada me dejaba sin saber dónde aterrizó el hada o quizás perdiéndome de un brindis, de un desenlace, de una mirada, de una lágrima congelada en el tiempo de un poema.
Cuando me invitaron al escenario para leer una de mis historias, me sentí en la gloria. Indigno de ellos, pero digno de los mortales. Mi voz temblaba, pero yo trataba de hacerla sonar fuerte, como de cuñado chaperón. El tiempo se detenía y yo estaba allí, en una paradoja en la que me rodeaban todos los relojes, pero ninguno me daba la hora. Y yo quería gustarles a todos, sonarles a todos, hacerles sentir mis palabras en sus corazones, pedirles perdón por no ser poeta sino aprendiz de escritor. Y sus aplausos me devolvieron a la realidad, al calor húmedo del verano porteño, a la solidaridad de las almas a la deriva. Prueba superada. Dignidad rescatada. Pelotas volviendo a su habitual morada.
Cuando terminó el evento, la seguimos en Las Violetas, una confitería mítica y elegante de Buenos Aires, donde los poetas mueren y nacen cada noche. El lugar era majestuoso y lujoso. Con esa sobriedad exquisita del siglo XIX y la distribución caprichosa de los espacios del siglo XX. Me sentaron al lado de Marta Beatle, una poetisa que hasta esa noche no me perdonaba el que no me gustaran los Beatles. Intentaba explicarle que yo ni siquiera había nacido cuando los Beatles fueron famosos y que su música no me sonaba. Era como insultarla, como quitarles los hijos a La Llorona. Yo pensaba que me iba a sacar la espada de Damocles y que tarde o temprano caería sobre mi cabeza por negarme a adorar a los cuatro de Liverpool. Liliana me tranquilizaba con su risa contagiosa. Yo miraba para los rincones de Las Violetas tratando de escapar de la mirada acusadora de Marta y buscando refugio en las historias de mis amigos. Yo era el único extranjero y por ende se esmeraban en empaparme de las historias del lugar. Las horas pasaron muy rápidamente. Y de pronto llegó el amanecer. Y ya los ojos se nos empiyamaban y llegaba la hora de despedirme de los inmortales. Besos y abrazos que me hacían empezar a extrañarlos. Risas y nostalgias que te hacen amarlos. Los sonidos de la gran urbe que despierta sobre vos y con vos. Un abrazo poético al amanecer que creés merecer.
© 2020, Malcolm Peñaranda.
Comentario
Malcolm. me pongo de pie para aplaudirte, todo me lo bebí en mi copa del alma, gracias:
Y es que a través de sus historias desgarrás sus entrañas y te volvés cómplice de sus pecados, de sus tristezas y de sus alegrías.
Amaralis
El amor de un poeta es el más peligroso de los amores. Porque te halaga, te corona, te despoja, te desnuda el cuerpo y el alma y te hace sentir inmortal.
Gracias por este delicioso relato
Ernesto Kahan
Muy buen relato, felicitaciones por la inspiración de tu musa, amigo Malcolm. Recibe en la distancia, afectos y saludos desde mi Caracas/Venezuela.
Excelente aporte.
Me ha encantado acariciar contigo cada uno de los instantes que nos narras .
Mensajes llenos de esa espiritualidad del poeta que entrega su alma a las musas para que ellas susurren sus azares y logren eclosionar en un romance, en una prosa poética o sencillamente en un verso desvelado.
Y es que los poetas y escritores soñamos despiertos, nos entregamos al amor de una manera especial, y vivimos la plenitud del instante entre oníricos anhelos que nos arrullan con recelo.
Gracias por participar con esta bella crónica donde cada pasaje ofrece sus bondades.
El amanecer te recibe con ese abrazo poético que mereces.
¡Muy buena crónica, Malcolm!
Agregado por Nilo 0 Comentarios 1 Me gusta
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