A los veinte años, Alfredo vaticinó su propia muerte. Desde aquel día fatídico, comenzó a dejar de vivir.

Las premoniciones de Alfredo habían comenzado mucho tiempo antes. La primera que Alfredo recordase ocurrió cuando tenía ocho años. Se despertó en medio de la noche, gritando muy fuerte. 
Su madre, Marcela, lo oyó y corrió al dormitorio del niño. 
–Fredi, ¿estás bien? 
–Mamá, mamá, ¡tu brazo! ¿Qué le pasó a tu brazo? 
La madre encendió la luz de la habitación, le mostró un brazo, y luego el otro. Aún viendo los dos brazos de su madre sanos y completos, Alfredo no se podía tranquilizar.
–Vamos, vamos, es sólo una pesadilla. Yo me quedo contigo, te leo tu cuento preferido, y vas a ver que enseguida te duermes. 
Marcela comenzó a leer el cuento a su hijito con voz suave, acariciándole cada tanto la frente. Luego de media hora, el niño por fin se durmió. Volvió a su dormitorio y le relató la pesadilla a su marido, que entre sueños no la escuchó, o la oyó y luego se olvidó del asunto.

Una semana más tarde la madre se cayó bajando de una escalera y se quebró el brazo derecho. La noche del accidente, al regresar a su hogar, el padre encontró a la madre y al niño abrazados y llorando.
–¿Qué pasa, mi amor, te duele mucho el brazo?
–No es por eso, es que Fredi tiene miedo por el sueño que tuvo hace una semana.
–¿Qué sueño? Marcela lo miró incrédula, sin poder creer que lo hubiera olvidado. Lo llevó a un costado y se lo recordó. El padre no se impresionó demasiado. Les dijo:
–Marcela, hijo; vamos, vamos, ¡tanta alharaca por un sueño! Es pura coincidencia. Dime, Fredi, ¿alguna otra vez te ha pasado que soñaras algo y luego ocurriera en la vida real?
El niño se puso a pensar, mirando hacia el techo, y finalmente repuso:
–Pues, no.
–Eso es lo que yo digo. Es sólo una coincidencia. Lo importante es que ha sido una desgracia con suerte, los médicos han dicho que mamá se recuperará pronto… y aquí no ha pasado nada. Y ahora, la verdad, tengo mucha hambre y además, más tarde televisan el Clásico. Tenemos que comer para tener fuerzas y alentar a nuestro equipo para que gane, ¿no es así, Fredi?
Y así terminó el episodio. Padre e hijo disfrutaron juntos el partido de fútbol mientras devoraban sus postres y olvidaron el sueño. En una esquina del salón, alejada de los dos, Marcela se mantenía muy callada y pensaba. Pensaba que Fredi se había equivocado al decir que era ésa su primera premonición. Recordaba algo ocurrido hacía cuatro años… y aunque hacía calor, sintió que le corría un frío por la espalda.

Su hijo al parecer lo había olvidado, o era muy pequeño para entender lo sucedido. Marcela estaba en su sexto mes de embarazo, cuando vino Fredi corriendo hacia ella y la abrazó, llorando:
–Mamá, mamá, ¡yo quiero mucho a la hermanita que llevas en tu panza!
–Eres tan dulce, yo también la quiero mucho. Pero, ¿por qué lloras?
–¡Porque mi hermanita no quiere venir!
–Pero mi amor, tienes que esperar un poco, tu hermanita ya va a venir en tres meses más…
Fredi comenzó a gritar, desesperado.
–¡Mi hermanita no quiere venir! ¡Mi hermanita no quiere venir! ¡Mamá, soñé que mi hermanita no quiere venir!

Una semana después, Marcela notó preocupada que el bebé no se movía en su vientre. Viajaron con urgencia al hospital… pero no hubo nada que hacer. Abortaron a su hija, ya muerta. En el medio del torbellino de tristeza y angustia que envolvía su cabeza, ella recordaba la frase de Fredi como un latiguillo. Su hermanita “no había querido venir”, tal como él lo había profetizado en su sueño. Jamás lo olvidó. Y ahora, este otro sueño... Ya eran al menos dos premoniciones exactas, y pensó, preocupada: “¿Qué clase de poderes tiene mi hijito?”

Pasaron los años. Fredi y su amigo íntimo Paco tenían ambos doce años. Ese sábado, los niños y sus padres iban a salir de paseo juntos, como casi todos los fines de semana. Ambas familias estaban muy unidas, porque tenían mucho en común. Para empezar, las dos eran familias con hijo único. Y los niños eran amigos del alma. El plan para el paseo era visitar una nueva gruta con estalactitas que había sido habilitada recientemente. 
A la mañana, antes de salir, Fredi y Paco, aburridos de esperar que sus padres terminaran de cargar las viandas y utensilios para el picnic, comenzaron a trepar a un árbol. Paco se subió a una rama alta, y Fredi, en el afán de alcanzar a su amigo, resbaló y se cayó, golpeándose la cabeza. No fue más que un susto, pero la partida se demoró.
Para cuando por fin llegaron a la gruta, descubrieron que permanecería abierta solamente una hora más. Decidieron postergar la visita para la semana siguiente.
La noche de ese mismo sábado, Fredi tuvo una de sus pesadillas premonitorias. Su amigo Paco saltaba, saltaba… él le suplicaba que no saltara más pero Paco continuaba saltando, y finalmente caía al vacío desde un acantilado. El domingo se lo contó a Marcela y los dos juntos intentaron convencer al padre para cancelar el viaje. El padre se opuso terminantemente:
–Ayer les arruinamos la visita a la gruta por tus tonterías, Fredi. Todos están muy entusiasmados con el paseo del sábado próximo. ¿Realmente quieres que vaya a decirles que debemos postergarlo, nuevamente, y esta vez por culpa de un sueño? Además, ya tengo compradas las entradas.

Pasó la semana y llegó el día del paseo. La visita a la gruta transcurrió sin mayor novedad. Tomaron fotos y se deleitaron durante más de tres horas observando las formas y los colores en las cavernas, imaginando figuras de fantasía en sus estalactitas y estalagmitas.
Salieron. El paisaje era estupendo. Paco y Fredi se subieron a unas rocas para verlo mejor. Paco le dijo a Fredi: 
–Te apuesto a que puedo saltar más alto que tú.
Y saltó. Fredi sintió pánico. Durante el paseo se había olvidado de su pesadilla. En ese momento parecía que alguien había cargado el “carrete” de su sueño en la realidad, y él se sentía como el espectador de una película de terror. Alcanzó a balbucear:
–Por favor, Paco, no saltes aquí. Es peligroso.
–Oye, ya te pareces a mi madre– repuso Paco. 
Y saltó otra vez. 
Su madre, Dora, lo vio y comenzó a gritar: 
–Paco, Paquito, ¿qué haces? ¡Detente inmediatamente y ven conmigo! Hijo, que es peligroso…– lo dijo todo de corrido, en variados tonos de miedo, orden y súplica.
Pero Paco saltó una vez más.
Y otra.
Y una más aún, cada vez más alto.
La última vez que saltó, riéndose, se dobló la pierna al aterrizar. Cayó hacia atrás, y en pocos segundos desapareció de la vista de todos.

Fredi miraba a todos, congelado en su sitio. Su vista se detuvo en Dora, que se tomaba la cabeza y gritaba como nunca había oído a nadie gritar. Hubiera dado cualquier cosa por poder levantarse de la butaca de esta película. Pero no estaban en ningún cine.
A los equipos de rescate les llevó horas encontrar el cuerpo del amiguito de Fredi. La cara estaba, increíblemente, poco dañada, pero el cuerpo, le advirtieron al padre, era un espectáculo que no debía ver ni mostrar a su esposa. Era un pobre cuerpecito destrozado con múltiples fracturas expuestas.
Marcela hubiera querido borrar ese día de su memoria, pero principalmente hubiera querido poder borrarlo de la memoria de su amiga. Regresó en el automóvil de los padres de Paquito, abrazando a la madre del niño, intentando decir o hacer lo imposible. Nada que hiciera o dijera podía consolar a Dora, a esa madre que en un instante lo había perdido todo, y sólo lloraba y lloraba. Marcela tenía miedo de mirar a su alrededor. Pensó que vería a los poderes de Fredi, sonriéndole burlones, con una sonrisa diabólica.

Los años pasaron. Fredi tenía dieciséis. Su padre había hecho carrera en la empresa en la que trabajaba. Lo habían nombrado Gerente de Ventas. Lo que implicaba, entre otras cosas, vuelos al extranjero todos los meses. 
Una semana antes de uno de los vuelos de su padre a Londres, Fredi soñó con un avión. Vio las filas de pasajeros como si él mismo fuera un azafata recorriendo el pasillo. Su padre estaba sentado en la Clase de Negocios, trabajando en su laptop, revisando la presentación que tenía que mostrar a sus clientes.
Los movimientos de los pasajeros se fueron haciendo cada vez más lentos. El dedo de su padre quedó detenido a pocos milímetros de la barra espaciadora. La imagen quedó congelada por un largo tiempo.Y luego desapareció.
Salió afuera del avión, vio sus luces recortadas contra las nubes negras de tormenta. En un momento el avión estaba allí, y en el momento siguiente no había nada.
Se despertó sudando y gritando. Le contó el sueño a Marcela. En vano intentaron convencer al padre durante toda la semana para que no viajara. “Es una visita muy importante”, les explicaba. “No puedo no ir por un sueño, o inventarme alguna excusa. Es un proyecto en que se juega el futuro de la empresa. Hemos estado trabajando meses para este viaje.”

La noche anterior al vuelo, después de que Alfredo se hubiera dormido, Marcela intentó, por última vez, hacer entrar en razón a su esposo.
–Mi amor, ¿no te das cuenta que Fredi ya ha predicho tres accidentes con exactitud?
–¿Tres? Recuerdo, es cierto, que algo había soñado con respecto a Paquito, ¿pero cuáles son los otros dos casos?
–Trata de recordarlo, aquella vez que me rompí el brazo y él también había predicho que...
–No recuerdo para nada que él haya predicho lo del brazo. Y aunque fuera así, fue hace mucho tiempo.
–Pero no es sólo el caso de Paquito. O del brazo. Unos años antes...
Su esposo la interrumpió nuevamente.
–Dime, ¿te crees que esto es un juego? Hace sólo seis meses que me dieron el ascenso. Todavía no entiendo cómo me lo dieron a mí y no a Ricardo, que tiene más antigüedad. Gracias a este ascenso hemos tomado el préstamo para cambiarnos a una casa más grande. Si me despiden, ¿quién pagará la hipoteca?
–Pero mi amor, escúchame sólo un poco más, por favor. Te quiero contar algo que nunca te dije, que es muy importante, sobre otro sueño de Fredi...
–¿Otro sueño más? ¿Pero Marcela, tú te escuchas a ti misma cuando hablas? ¿Tienes idea de lo que pasa en la oficina? Ésto es culpa mía, por no contarte, para no preocuparte. Ricardo está furioso conmigo, hace de todo, te repito, absolutamente de todo para recuperar lo que él considera que debería ser su puesto. Me han dicho, de fuente confiable, que fue a advertirle al Jefe que yo no tengo experiencia, que voy a arruinar el negocio en Londres.
Se detuvo un momento para tomar aliento y beber un poco de agua. Tenía la boca seca. No podía creer que estuviera perdiendo el tiempo en esta discusión alucinante, cuando debía estar descansando para poder estar en su mejor forma al día siguiente. Marcela lloraba, desconsolada, sin saber qué más decir para convencer a su terco esposo.
–¿Y tú quieres que yo haga exactamente lo que Ricardo querría, que la cague en este proyecto tan importante? Te lo pregunto nuevamente, que no me has contestado: ¿En serio quieres que corra el riesgo que me despidan? ¿Por un sueño que tuvo tu hijo?

Se fueron a dormir. Alfredo ni siquiera besó a su mujer, como hacía todas las noches. Marcela dejó de llorar sólo cuando su marido le gritó que necesitaba descansar. 
A las dos de la mañana, Marcela se levantó de la cama sin hacer el más mínimo ruido, desconectó el reloj despertador, apagó su teléfono celular y retiró el pasaporte de la valija de su esposo. Un poco más tranquila, volvió a dormirse.
Dos horas más tarde el padre de Fredi se despertó sobresaltado.
–Ha habido un corte de luz, ¡mira, las cifras del reloj sobre la mesa de luz están parpadeando! ¡Dios mío, no alcanzaré el vuelo!
Se vistió rápidamente, tomó su valija y su laptop y salió corriendo hacia el taxi que lo esperaba.
Cuando faltaban quince minutos para el despegue, Marcela encendió su aparato celular nuevamente. Lo había apagado adrede, por si él notaba la falta del pasaporte y la llamaba para que se lo llevara al aeropuerto. Llamó a su marido. No hubo respuesta. No lo podía creer. ¿Se las habría arreglado para tomar el vuelo, a pesar de todo?
Encendió el televisor para ver las noticias de la mañana. El vuelo de las 5:40AM a Londres había desaparecido. A las 6:30AM había realizado la última comunicación con la torre de control. Diez minutos más tarde se esfumó de las pantallas de radar.
Llamó desesperada a la compañía aérea pero las líneas estaban congestionadas. Probablemente docenas de personas intentaban comunicarse al mismo tiempo.
Fredi no fue a la escuela. Se quedó junto a su madre, sentados en la cocina en penumbra uno al lado del otro, llorando, rezando. Fredi miraba al techo, imáginándose el cielo sobre su cabeza, intentando, por un esfuerzo de voluntad, materializar el avión de su padre.

Unas horas después sonó el teléfono. Era el padre de Fredi.
–Mi amor, ¿cómo estás? ¡Hoy me ha pasado de todo!
–¿Dónde estás?– atinó solamente a contestar Marcela.
–Estoy en una estación de policía. Le pedí al taxista que me llevara rápido al aeropuerto. Chocamos. No fue nada terrible, pero el muy energúmeno comenzó a golpearse con el conductor del otro vehículo. Lo dejó tendido en el asfalto. Después se abalanzó sobre mí, comenzó a insultarme, a empujarme, a decir que era culpa mía porque le había pedido que se apure. Suerte que llegó la policía.
–¿Y cuándo vienes?
–Creo que ya terminamos con las declaraciones… ¿Sabes que es lo más gracioso? Me parece que me olvidé el pasaporte en casa.
–A ver, a ver, espera un momento– Marcela hizo como que buscaba. 
–Sí, mira, te lo dejaste aquí, sobre la mesa de luz. ¡Qué cabeza la tuya!
–¿Y por qué lloras ahora? Al final sucedió lo que tú tanto querías, deberías estar contenta, no viajé. ¿No estás feliz de que las cosas hayan salido como tú querías?
–¡Mira que eres tonto! ¿Estás sentado?
–Sí, ¿por qué?
–El avión que debías tomar ha desaparecido en pleno vuelo.
Del otro lado de la línea se hizo un silencio mortal. Cuando se recuperó, le dijo con voz entrecortada:
–Mira lo que son las cosas. El despertador, el pasaporte que faltaba… ¡El sueño de Fredi! Se ve que Alguien desde Arriba ha querido ayudarme.
Ella sonrió mirando a su Fredi.
–Sí, indudablemente, Alguien desde Arriba te ha ayudado.
Abrazó a su hijo y por primera vez en sus vidas ambos agradecieron profundamente el don que este último había recibido.

A sus veinte años, Fredi estaba en el Ejército. Estudiaba Ingeniería para ser luego Oficial, era uno de los alumnos sobresalientes de su curso y todos le auguraban una carrera meteórica. 
Hasta aquella noche aciaga en que soñó su propia muerte, y comenzó a dejar de vivir.
En el sueño él iba corriendo descalzo por la calle. Junto con él corrían varios de sus compañeros del Instituto Militar, en uniforme. Pero también corrían varios civiles. A sus espaldas percibían, más que ver, un intenso resplandor, como el de un flash, pero de color rojo. Por alguna razón, él se tropezaba, giraba y caía, veía la nube de humo y escombros que alguna vez había sido una cafetería… y luego ya no veía más nada. El mundo era algo negro y final, en el que sólo faltaba que apareciera en letras blancas las palabras: “The End”.
A los pocos días Fredi abandonó sus estudios en el Instituto Militar. Ante la consternación de sus compañeros y superiores, inventó una mentira. Dijo que tenía una novia activista y pacifista, que la quería mucho, que se iban a casar. Que ella le había exigido elegir, o ella, o la carrera. Por supuesto, no podía decir a sus oficiales o a sus amigos que lo hacía por un sueño.
Pasó una semana… y nada ocurrió. Pero volvió a tener un sueño. El mismo sueño, pero con más detalles. A su izquierda corrían sus compañeros del Instituto. A su derecha corría una hermosa muchacha. El sueño se repetía semana a semana, y cada vez aparecían detalles nuevos. 
Cuando descubrió que la muchacha del sueño fumaba, dejó de fumar, y de salir con mujeres que fumaban.
Y el sueño se seguía repitiendo, semana a semana.
Vio que la mujer era rubia. No volvió a salir nunca con rubias, y si veía alguna por la calle, se cruzaba de vereda.
En sus sueños se le fueron revelando también detalles sobre la cafetería que desapareció en la explosión. Era una cafetería decorada con grandes sillones, como si fueran butacas traseras de automóvil. De colores chillones, rojo y azul. Dejó de visitar las cafeterías con sillones, y por si acaso, dejó de visitar todo tipo de cafetería o restaurante.
Hasta que vió, en uno de sus sueños, que la calle por la que corrían con sus compañeros y la muchacha rubia, era la calle en la que estaba su propia casa. Desde ese día ya no salió nunca más.

Marcela le suplicaba que hiciera algo con su vida. Hasta el riesgo de morir era preferible a esta vida que estaba haciendo. Estaba flaco, demasiado flaco, el pelo desordenado, la barba rala siempre descuidada, los ojos inyectados, vestía siempre el mismo pijama gastado, parecía un interno de un campo de concentración. Pero cada vez que intentaba hablar con su hijo, éste rehuía la charla, incluso corría a encerrarse en su cuarto.
Un día le preparó su comida preferida, y con alegría vio que por primera vez en mucho tiempo, comía con apetito. Decidió que con la barriga llena y estando de buen humor, quizá la escuchara.
–Fredi, hijo, ¿qué te pasa, porque te comportas así? Al principio pensé que realmente no querías una carrera en el ejército, y te apoyé.  ¿Pero ésto? Has dejado de salir, no te bañas, casi no comes, no estudias ni trabajas. Hijo, algún día tu padre y yo ya no estaremos aquí, ¿qué harás entonces? ¿Quién te dará techo y comida?
Fredi nunca le había contado el sueño de la bomba a su madre. Lo hizo en ese momento. Y luego le dijo:
–Mamá, desde que tengo ocho años, cada cuatro años, he tenido estos sueños proféticos. Y cada una de las veces, a la semana de tener el sueño, ha ocurrido lo que soñé.
Levantando uno a uno los dedos de su mano derecha, Fredi fue enumerando:
–Tu brazo quebrado, el accidente de Paquito, el avión de papá, y ahora, la bomba. Pero he comprendido algo, no es un destino inescapable. Por ejemplo, tuvimos suerte que papá chocó en el taxi y...
Marcela lo interrumpió.
–Te voy a contar algo que nunca le conté a nadie. ¡A nadie! Y cuidadito que se te ocurra contárselo a nadie más. Si tu padre se enterara... no sé cómo reaccionaría.Y Marcela le contó de cómo hizo todo lo posible para evitar que el padre de Fredi subiera al vuelo fatídico.
–Por supuesto mamita, jamás se lo contaré a nadie. Te lo juro. Qué bueno que me lo has contado, porque eso me reafirma en mi idea, de que los sueños son premonitorios, pero tenemos el poder de cambiarlos. Muchas veces me había preguntado cómo podía ser, si yo lo había visto a papi con su laptop, a bordo del avión... Indudablemente, le salvaste la vida.
–¡Hijo, tú le salvaste la vida a papá!
Fredi, con las mejillas encendidas, agregó:
–Y una cosa más. Todos los sueños, que comenzaron a mis ocho años...
Marcela lo interrumpió nuevamente y le contó por primera vez el sueño del embarazo perdido. Fredi, emocionado y excitado, le dijo:
–¡Dios mío, ese sueño también ocurrió una semana antes! Pero el sueño de la bomba ha ocurrido hace bastante... Lo que pasa es que cada vez que el sueño me da una pista, yo hago lo necesario para que esa condición no se cumpla. Cuando vi que en el sueño aparecían mis compañeros del Instituto, pues, lo abandoné...
Y Fredi fue relatando uno a uno los detalles del sueño recurrente a su madre, hasta llegar al último de ellos, donde había visto la escena en su propia calle, y había decidido no salir nunca más. Desde ese día los sueños habían cesado.

La charla fue interrumpida de improviso. Sonó el timbre. Era raro, ya casi no recibían visitas de nadie. Marcela abrió la puerta. Fredi alcanzó a ver que era Dora, y corrió a esconderse en su cuarto. 
Dora y Marcela se abrazaron, emocionadas.
–¡Dora, qué alegría, tantos años!
–¡Qué tontas hemos sido, de cortar así todo contacto!
–Es cierto Dora, y… ¡qué bien se te ve, mujer!
–Gracias, gracias. Es que mis cuatro hijos llenan mi vida de felicidad.
–¿¡Cuatro hijos?!
–Sí. Fueron años muy malos los que pasamos, luego que… murió Paquito. Nos aislamos de Ustedes que eran nuestros mejores amigos… de todo el mundo. Y un día, en el trabajo, una compañera me dijo así, sin preámbulos: "¿Por qué no adoptas?"
Y Dora adoptó a una niña. Y luego de un tiempo, un niño. Y sólo se detuvo cuando llegó a cuatro. Dos niñas y dos niños.
–Mira, traigo siempre fotos conmigo. Son hermosísimos.
Luego de ver juntas algunas fotos, Dora le susurró a Marcela: 
–Me encontré con tu marido por casualidad. Me contó sobre el estado de Fredi. ¿Dónde está él?
Marcela señaló hacia la puerta del cuarto del joven, sin decir nada.
Dora se levantó de su silla y fue a golpear a la puerta.
–Vamos, Fredi, ¿no vas a venir a saludarme? Soy yo, Dora. Quiero abrazarte y darte un beso, después de tanto tiempo sin vernos.
Cuando lo vio, Dora entendió que el estado de Fredi era peor aún de lo que se había imaginado. Pero no dijo nada. Lo abrazó, lo besó, le acarició el pelo como siempre lo hacía, aunque tuvo que levantar las manos para llegar a su cabeza. La última vez que había acariciado esa cabeza, estaba a la altura de su pecho.
–Fredi, ¡qué alegría verte! Ven a ver fotos de mis hijos.
Fredi se unió a las mujeres con desgano, comenzó a observar las fotos y se quedó congelado. La hija mayor de Dora, Verónica, era la rubia de sus pesadillas. 

Marcela y Dora notaron que algo le pasaba pero no hicieron a tiempo a preguntarle nada. De la calle venía mucho ruido. Escucharon varios camiones pesados, fueron a la ventana y los vieron. Una caravana de vehículos militares. Fredi fue a encender el receptor de televisión. Estaban pasando un informe especial:
–“… y esta es una noticia de último momento. Se ha informado de una amenaza creíble de atentados con bombas en el barrio 'Las Torcazas'. Se han desplegado fuerzas de policía y militares en la zona…”
Dora se quedó petrificada. Les dijo:
–Mis hijos están aquí abajo, en la cafetería de la esquina. No quise traerlos a todos de sorpresa antes de explicarles. Están en lo que era la Cafetería de Luciano, ¿recuerdan? Está completamente renovada. La han decorado a todo trapo, han puesto sillones del estilo de automóviles de los años cincuenta. Los colores, la verdad, son un poco chillones… rojo y azul, y...
Fredi se levantó de la silla de un salto. Fue hasta su ropero y se puso pantalones y camisa. Le quedaban enormes. Le gritó a Dora que tenían que sacar a sus hijos de la cafetería.
Dora se la quedó mirando a Marcela.
–Dora, por lo que más quieras, no tengo tiempo de explicarte, ¡corre con Fredi y saquen a tus hijos de esa cafetería! Yo ya los alcanzo...

En el apuro, Fredi salió descalzo. Entraron corriendo a la cafetería, donde todos estaban como hipnotizados, mirando las noticias. Fredi vio primero a Verónica, hermosa, con un cigarrillo en la mano. Ella lo miró a él e increíblemente le sonrió.
En cualquier otra situación, si un personaje descalzo, con cara de loco, con el cabello revuelto y vistiendo ropa muy holgada, hubiera exigido la evacuación de una cafetería, la gente se habría reído y permanecido en sus mesas. Pero todos habían visto las noticias, y Dora conminó a sus hijos a levantarse. Ellos fueron los primeros en evacuar el lugar, y luego se creó un efecto dominó. El resto de los clientes también salieron, incluyendo los compañeros del Instituto de Fredi que habían llegado para asegurar el orden en el barrio.
Se escaparon corriendo, tres de sus compañeros a la izquierda, Verónica a su derecha. A Fredi se le cayeron los pantalones, que en su apuro se había puesto sin ningún cinturón, y se enredaron en sus piernas. Cayó y dio un giro que lo dejó mirando hacia la cafetería. Escuchó y sintió en sus tripas un ruido de tono muy bajo, el más terrorífico que jamás hubiera escuchado. La realidad comenzó a aminorar su velocidad, como ocurre en los momentos de pánico. 
Vio una esquirla volando hacia él, negra, fea, roma y mortífera como la nariz de un tiburón. La esquirla penetró en su ojo izquierdo. 
Todo se volvió rojo.
Y después, negro.

Alfredo se miró en el espejo mientras se arreglaba la barba. La llevaba profusa pero muy prolija. Desde el espejo le devolvió la mirada un ojo de vidrio, en su cuenco izquierdo. No le gustaba. Si bien no había muerto en el atentado, como había temido durante tanto tiempo, ese ojo inmóvil y muerto le recordaba aquellas semanas en que el pánico lo había reducido al estado de un muerto en vida. Pero, habiendo recordado sus premoniciones oníricas (que no habían regresado nunca más) pensó, con una sonrisa de satisfacción y no por primera vez, que finalmente se había casado con la rubia de sus sueños...
Para tapar ese ojo de vidrio que lo ponía de mal humor, muchas veces, sobre todo en su propia casa, usaba un parche sobre él. Luego, se ponía un sombrero grande y sonreía feliz cuando Verónica y su hijo Tomás le seguían el juego y lo llamaban “el Pirata Barbanegra”.
–¿Hoy festejamos tu segundo cumpleaños, papá?
–Sí. Hoy cumplo doce años según mi segundo nacimiento, que ocurrió cuando yo tenía veinte años.
–¿Y por qué dices que naciste de nuevo, papá? ¿Porque te salvaste del atentado con la bomba?
Alfredo se acercó y le susurró a su hijo Tomás en el oído:
–No se lo digas a nadie, pero ese día nací de nuevo porque la conocí a tu madre.
Alfredo comenzó a decirle a su hijo, en voz alta: 
–Antes de conocerla a tu madre, yo no valía nada. Era como un muer…
Verónica le pegó un tremendo codazo: 
–No es lenguaje para usar delante de tu… madre. Con los ojos, en cambio, señaló en la dirección de su hijito, que tenía cara preocupada.
Tomás miró a ambos y en su mente se presentaron dos futuros posibles. En uno de ellos, su padre contaba alguna de las historias deprimentes de antes de conocerla a su madre (Verónica, su madre, las llamaba un poco distintas: “depresivas”). En el otro, su padre le contaba una fantástica historia de piratas. No había que esforzarse mucho en elegir.
–Papá, ¿me cuentas la historia de cómo venciste al Pirata Morgan?
–Por supuesto:
–“El pirata Morgan había dado un buen golpe en Jamaica y se había hecho construir un temible bergantín, con veinte cañones por banda, y su tripulación estaba compuesta por los piratas más feroces de los Siete Mares.Morgan tenía la mitad del plano de un tesoro fabuloso. ¿A que no adivinas quién tenía la otra mitad?”
Tomás dijo rápidamente la respuesta que de él se esperaba, para que su padre siguiera relatando el cuento.
– “Para obtener la otra mitad del plano, ese pirata sucio, malo, avaro y traicionero, secuestró a mi amada, Verónica, la mujer más buena y hermosa del Caribe… o mejor dicho, del mundo entero”
.–Papá, ¿no es cierto que al final tú la salvas?
–No.
Tomás puso cara compungida, y Verónica hizo un gesto como de querer estrangular a su marido. Alfredo miró en la dirección donde su madre abrazaba a Verónica, a quien quería como si fuera la hija que nunca había tenido, y les sonrió a las dos, antes de decirle a Tomás:

–Al final, hijo, Verónica salva al Pirata Barbanegra.
Claudio Avi Chami

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Comentario

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PLUMA ÁUREA
Comentario de Benjamín Adolfo Araujo Mondragón el marzo 17, 2021 a las 9:46am

¡Excelente cuento, Claudio!


PLUMA MARFIL
Comentario de Claudio Avi Chami el febrero 15, 2021 a las 9:53am

¡Muchas gracias por tu comentario y por la distinción, Delia!


ADMINISTRADOR
Comentario de Delia Pilar el febrero 12, 2021 a las 7:38pm

Hermoso relato, Claudio. Evidentemente que hay personas que tienen ese don que, realmente, no sé si para bien o para complicarle la existencia; indudablemente que si ello permite cambiar el futuro como en el caso de algunas experiencias del personaje principal de tu obra  ¡bienvenido sea! 

¡Felicitaciones y gracias por compartir!

Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

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