Todos los jueves ponen en mi casilla de correo dos diarios locales.
Muy de vez en cuando ponen otro más, ya que lo publican en forma muy irregular. Es el más modesto de los tres, impreso en papel muy barato. Se llama "3 plus", no tengo ni idea por qué. Supongo que porque supera las tres hojas. Pero no por mucho.
A pesar de todo, yo le tengo mucho cariño. En él encontramos el aviso que nos llevó a comprar lo que hoy es nuestro departamento, donde han crecido los chicos. Ya pensábamos que nunca conseguiríamos comprar uno con el escaso presupuesto que teníamos a nuestra disposición. Durante varios fines de semana habíamos recorrido las calles de nuestra ciudad, buscando y rebuscando, y siempre terminábamos igual. Comenzábamos la semana laboral cansados, desilusionados y sin ninguna oferta a nuestro alcance.
Me acuerdo como si fuera hoy, estábamos sentados en un umbral, revisando nuevamente las listas de viviendas. Las revisábamos sabiendo de antemano que ya las habíamos visto a todas, y que para ninguna nos alcanzaba el dinero. En ese momento fue que vi, asomándose en una casilla de correos, una copia del diario en cuestión, con sus pocas y ásperas hojas.
Le dije a mi esposa:
- ¿Y si buscamos en ése?
Mi esposa siguió la dirección de mi dedo y cuando lo vio, me dijo con desgano:
- ¿Ése? ¡En ése nunca sale nada!
Yo pensé que no teníamos nada que perder. Abrí el diario, y después de recorrer los avisos, le mostré a mi esposa uno de ellos, que incluía un precio accesible para nosotros. Llamamos... y bueno, el resto ya lo he relatado.
Hoy a la mañana me lo llevé para leerlo en algún momento libre. En realidad nunca encuentro algo interesante para leer en ese diario, pero no puedo evitarlo. Si está en la casilla de correos, lo tomo y me lo pongo abajo del brazo. ¿Ya dije que le tengo cariño?
Al mediodía fui a comer a un bar, y mientras con una mano sostenía una hamburguesa, con la otra recorrí el diario de punta a punta y como siempre, no tenía nada que valiera la pena. Estaba por dejarlo abandonado en la mesa para algún otro cliente, cuando en la sección de avisos de "profesionales", entre astrólogos, brujas que te leen el futuro, y otros personajes de ese estilo, me llamó la atención un anuncio que simplemente decía:
"Contesto su pregunta". Y un número de teléfono celular.
No sé por qué, pero llamé. Tomé turno y aquí estoy ahora, en un edificio viejo pero limpio. De pocos pisos, sin ascensor, pasillos silenciosos y un poco oscuros. A cada lado hay pequeñas oficinas con puertas de madera rematadas en la mitad superior con rectángulos de vidrio mate. Mientras recorro el pasillo veo despachos de abogados, agentes de seguros, un vendedor de filatelia que abrirá solo en horario vespertino.
Al final del pasillo por fin encuentro la oficina de Gabriel. Pensé que sería una oficina en penumbra, alumbrada sólo con velas, una esfera de vidrio sobre una mesa redonda con mantel de terciopelo y humo de incienso en el aire.
Golpeo sólo dos veces y al momento siento una voz amable que me invita a pasar.
Estaba del todo equivocado. La oficina es completamente normal, con un solo escritorio y paredes pintadas de blanco. Sobre el escritorio, una jarra de agua con hielo y dos vasos. Luces fluorescentes, un archivero. No parece la oficina de un adivino, sino una inmobiliaria.
Gabriel me tiende la mano. Es una mano firme y seca, pero que no parece la de un tipo sentado detrás de un escritorio. Tiene la piel áspera y curtida de un carpintero. Hasta tiene un dedo mocho.
No me ha gustado que me llamara por mi nombre, antes que yo se lo dijera. Seguro que lo averiguó a través de mi número de celular. Es un truco barato que a mí no me convence.
Le pregunto por la tarifa.
- La consulta es gratis. Pero si queda conforme con mi asesoramiento, le agradeceré que colabore en alguna de las alcancías a su derecha.
¿Quién trabaja gratis en estos tiempos? ¿Para qué vine? Ésto ya me está gustando cada vez menos
En un estante a mi derecha las veo. Varias alcancías. Para niños huérfanos, para ancianos sin recursos, para enfermos de cáncer.
Gabriel me invita a que me siente, y con voz tranquila y pausada, me pide que no me asuste. Me dice que tiene un poder especial. Ese poder le permite visualizar los lazos sentimentales entre las personas.
Mientras me habla, examino detenidamente cada uno de los rincones de la oficina.
¿Será uno de esos programas de televisión con cámara oculta?
Tengo la garganta seca. Tomo un sorbo de agua.
Sin decir nada, Gabriel me agarra las manos. Y enseguida lo veo. Un lazo, un cordón, que sale de él y lo enlaza con su esposa, a sólo dos cuadras de la oficina. Y después noto más lazos, de distintos grosores y colores. Un hijo, un amigo, la madre.
Ya no me gusta para nada.
¿Me habrá drogado?
Libero mi mano derecha, levanto el vaso y lo miro contra la luz. El agua es límpida como el agua de un manantial. Me lo acerco a la nariz, tomo un sorbo pequeño. No tiene olor ni sabor extraños.
Vuelvo mi vista a Gabriel, que en ese momento hace un gesto extraño y muy rápido. Siento que nos elevamos y atravesamos el techo de la oficina. No lo puedo creer, pero vamos atravesando piso a piso, hasta llegar a la azotea que también dejamos atrás, con velocidad creciente.
Miro alrededor y los veo. Cada persona es un círculo de luz, y de cada círculo parten lazos. Algunos tienen muy pocos. Otros, tantos que parecen el centro de un ovillo. Entre los círculos, a través de los lazos, se mueven pulsos de luz. Algunos entregan, otros reciben. La mayoría de los enlaces tienen flujo de pulsos en los dos sentidos.
Nos seguimos elevando, y veo los lazos a cientos, a miles. Puedo ver todos y cada uno de ellos.
Algunos son limpias y anchas cintas de plata que cruzan medio mundo. Otros, a pesar de ser muy cortos, son casi imperceptibles.
Lazos de todos los colores. Blanco, de un blanco más blanco que la nieve recién caída. Los hay verdes lozanos como plantas, y verdes asquerosos como mocos. Veo algunos lazos muy cortos, de un rojo muy fuerte. Un rojo cada vez más intenso, pulsando cada vez más rápido, hasta llegar a una explosión de colores.
Me da un poco de vergüenza mirarlos, pero Gabriel se sonríe a mi lado. No parece que los lazos rojos lo molesten.
Veo un grupo, cerrado como una red de pescador. En el centro, un círculo amarillo. Y alrededor, seis hijos, diecisiete nietos y hasta tres bisnietos. El círculo en el centro les da luz a todos en la red, pero nunca se vacía.
Gabriel me mira y me pregunta:
- ¿Te hubiera gustado tener una abuela así, no?
¿¡Este tipo me lee el pensamiento!?
Gabriel no aparta la mirada de mis ojos por un largo rato. Se sonríe y me dice:
- Quizá tu abuela también quería, pero no supo cómo, o no pudo, o no la dejaron.
No le puedo contestar. Porque veo que no sólo hay círculos brillantes, hay también círculos oscuros. Algunos son terribles, insidiosos, conectados a uno o más círculos blancos, chupándoles su luz sin cesar. Mientras nos elevamos, veo que hay algunos que opacan regiones enteras del planeta.
Son el centro de inmundas amebas grisáceas. En aquellas zonas en que dominan las amebas, los círculos blancos se tiñen de gris y hay lazos que se cortan.
Pero son pocos, y aún debajo de las amebas, los lazos se multiplican. A la altura que hemos alcanzado, forman un espectáculo indescriptible. Lazos que nacen, que crecen, que se multiplican y mueren. A esta altura los círculos negros han perdido toda su importancia.
Los lazos se mueven como un ser vivo. En un momento de efímera lucidez, veo que dibujan las respuestas a todas las preguntas del Universo, en todos los idiomas conocidos.
Yo, que no me puedo acercar a la baranda de un balcón, no he sentido en ningún momento miedo ni vértigo. Quiero quedarme a leer las respuestas, más es hora de volver. Mi teléfono celular está sonando. Es mi esposa. Salgo de mi ensoñación y la atiendo.
- Mi amor, ¿dónde estás? ¿Te olvidaste que hoy mis padres cuidan a los chicos, y tenemos la casa para nosotros solos?
Le miento:
- Por supuesto que no me olvidé. Y te compré un regalito.
Me doy vuelta, y me llevo un ramo de rosas del estante que estaba a mis espaldas.
Juraría que hasta hace dos segundos no estaban, ni el estante, ni las rosas
A pesar de las protestas de Gabriel, le dejo un billete de cien sobre el escritorio.
Con las rosas en una mano, y sosteniendo el teléfono contra mi oído con el hombro izquierdo, me levanto hacia el estante de las alcancías y meto billetes en cada una de ellas.
- Dale, vení, ¡te estoy esperando!, me dice con voz traviesa.
Me miro el pecho. Estoy a más de veinte cuadras de mi casa, y aún así el lazo con mi esposa es de un color rojo profundo.
- ¡Voy volando!
Corto la llamada y salgo corriendo a casa.
Claudio Avi Chami
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