Un cuento
Cada amanecer corre por los pastales a buscar la Vaca, que su padre, por ser el más antiguo peón del fundo, tiene derecho a mantener en los potreros del patrón, claro que también debe arrear las vacas de la lechería para la saca de la mañana. El rocío de la primavera o la escarcha del invierno, también las cañas del rastrojo, le han curtido las piernas y han endurecido sus diminutos pies. Luego, de camino a la escuela, por el lodoso sendero y el camino empedrado, canta y corre, libre. Carga en una bolsa de jareta, cosida a mano por su abuela usando la tela de un saco de harina, un par de cuadernos y un trozo de lápiz. Dentro de la bolsita, en la que la anciana ha bordado, junto a unos girasoles, su nombre, lleva la merienda pobre que compartirá con su hermanito, cuando sea la hora de la “colación”. No lleva libros, esos se quedan cada tarde en el estante de la sala. Son sólo prestados. Ella no toma desayuno en casa. No. Prefiere beber la, extrañamente, sabrosa leche en el comedor de la escuela, mordisquea el pan de pueblo con queso amarillo y dulce de membrillo, lo que siempre le parece apetecible. Por el camino recita muy lentamente la lección del día, repasa las tablas de multiplicar y se prepara para acortar camino por la cortada del bajo. Su vida no es muy complicada, y su equipamiento tampoco: una batita de percala desteñida, media remendadas y, con suerte, su padre le labrará en un trozo de pino un par de zuecos de madera para cuando apriete el frío al congelarse el barro debido a las heladas del invierno. Lleva el pelo dentro de un gorro de lana rojo y se abriga con un chalequito de algodón. Sólo los domingos, para ir a misa, calzará esos zapatitos baratos, y que ya dejan asomar algunas magulladuras en el charol negro, que la madrina le regaló para su cumpleaños. Siempre está feliz y lo será por siempre, lo sabe, corriendo tras las gallinas o en seguimiento de los animales del patrón. Está segura que jamás se irá de su casa. Lo sabe. También lo saben los moscardones y las chicharras que se doran al sol de noviembre entre las ramas de los álamos. Y las flores de amapolas en los trigales. Y las piedras planas del estero, esas que dan botes en el agua al ser impulsadas por sus manos fuertes de niña sana.
Tras las vacaciones de verano, le ha dicho su papá, ese otoño deberá asistir a la escuela del pueblo. Nada más le enseñaran en la escuelita rural, sin casi recursos y muy limitada en cuanto a calidad educativa. Debe conocer los adelantos de la ciudad y estudiar para salir de esa pobreza enorme e injusta, en que vive. Y no sabe como dominar su enorme pena. Sin dejar su casita de campo, ya la añora. Ya extraña sus correrías por entre los árboles y sus saqueos a las nidadas de las gritonas perdices. Extraña el sabor de las frutas silvestres y la sensación que deja el barro al escurrirse por entre los dedos de los pies. Ya la hace falta el agua fresca y cantarina de la vertiente en donde lleva a beber a su Vaca y al Ternero.
No es fácil ser estudiante en el pueblo, allí es muy mal visto ir descalza a clases, menos sin delantal, uniforme o bolsón de cuero. Nada de eso tiene. Su padre hace lo posible por pagar, con dificultades, la pensión del internado, con lo poco que logra juntar con los caballitos que talla en madera y luego vende en las tiendas de recuerdos del pueblo. Los zapatos que le regaló su madrina ya están deformes, sin brillo, resquebrajados, y dejan asomar, casi sin disimulo, sus deditos, helados y rojizos, que son el hazme reír de sus compañeros de clases y motivos de crueles bromas y puyas de sus compañeritas. “La Patas con Tierra”, le dicen. Y nada gana con enfurecerse, primero, y en llorar, luego. Los crueles muchachos y niñas se empecinan en ponerle sobrenombres y en colgarle, a sus espaldas y en las mismas, letreros de papel con leyendas alusivas a sus zapatos rotos.
Abre la corredera del ropero, largas y ordenadas hileras de zapatos, zapatillas, botas y botines esperan ser los elegidos para ese día. Ha pasado ya mucha agua bajo las ramas de los añosos sauces del estero que riega las tierras del fundo en donde su padre fue peón, y ella no necesita buscar vacas de madrugada para sustentarse a sí misma y a sus hijas. Un automóvil del año, y con marcas oficiales la han acercado a su pasado. Sentada en el rústico escaño de la plaza de su pueblo, mientras mira la puntera de sus botas “GUCCI”, le parece escuchar voces gritando en la plaza: La Patas con tierra… La Patas con tierra…
Y le parecen tan lejanos esos días en que sólo tenía un par de zapatos de charol descascarado y rotos en la punta.
Frans Gris Abril 20, 2010
Comentario
Precioso cuento, muchas gracias por compartir. Un abrazo fraternal.
Gracias Bethzaida.
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