CAPÍTULO 1
Comienzos del verano. Heathrow International Airport. Atrás quedaba Londres y una vida que había forjado allí con la ilusión de un mozuelo enamorado. Y es que estaba enamorado de esa ciudad. Tan enamorado que no le encontraba defectos ni cosas negativas. Había llegado allí cuatro meses antes llevado por aquel mito latino de que sólo en el país donde nació el idioma se podía aprender perfectamente el inglés. Ya para entonces lo hablaba, pero quería perfeccionarlo y hablarlo como todo un lord. Sacrifiqué entonces mis principios y negocié con mi abuelo materno que si me costeaba el curso de inglés en Londres, accedería a estudiar derecho en cualquier universidad colombiana o venezolana que él escogiera. El viejo aprobó de inmediato mi capricho porque de alguna manera veía en mí el canal para hacer realidad su sueño de juventud: ser abogado. Él no había podido serlo porque emigró muy joven a Venezuela para dedicarse a la naciente industria petrolera con la que se volvió rico en poco tiempo. Sus hijos tampoco le habían parado bolas a eso de estudiar derecho porque les parecía aburridísimo ser abogados. Y yo era el único nieto en edad de universidad que ya había pasado por una facultad de ingeniería y otra de periodismo, sin ubicarme en ninguna. Mi falta de vocación me hacía presa fácil de sus ambiciones. Era tan joven y aventurero en aquel entonces. Me sentía inmortal, indestructible, inquebrable. Y pensaba que esa energía y acorazamiento me iban a durar toda la vida. Cuán lejanos parecían aquellos primeros días de mi llegada a Londres, cuando me alojé en la sede de la YMCA (Young Men Christian Association), guiado por el consejo de un venezolano mochilero y loco que conocí en el vuelo de Caracas a Londres. Me dijo que los hoteles londinenses eran carísimos y que en la única parte donde me darían alojamiento gratuito con comida incluída era el YMCA. Y allá fui a parar. Lo que no me dijo era que lo “gratuito” lo tenía que pagar en especie cantando esas horribles alabanzas evangélicas, leyendo la biblia y bendiciendo los alimentos cada vez que comíamos. Un pecador como yo en semejante escenario tan religioso. “Brother Malcolm, share your sins with us”, me decían cada vez que sospechaban que estaba allí más colado que adolescente en discoteca de adultos. No me confesaba yo con los curas, mucho menos iba a compartir mis pecados con una partida de extraños “cristianos” fanáticos. Una semana después me aburrí de tanta paz, rezos y guevones que se creían santos. Busqué entonces una pensión en el West End, cerca del instituto donde estudiaba, aunque era tan cara la renta que me tocó compartir la habitación con un peruano sonámbulo que no me dejaba dormir. Cada noche se me escapaba del cuarto y empezaba a caminar por el enorme tejado victoriano con un sentido de equilibrio que parecía trapecista! Y yo detrás de él, llamándolo por cuanto nombre se me ocurría, tratando de hacerlo volver a la cama. Me habían dicho que si lo despertaba se podía caer y quién me iba a creer después que había sido un accidente y no que yo lo había empujado o algo. Cada noche era una aventura por los tejados y el frío londinense. También me cansé de eso y como conseguí trabajo en un bar super vanguardista, ya no tenía que depender de mis escasos fondos para costearme los gastos básicos. Me mudé a un flat diminuto con una pareja irlandesa que conocí en Trafalgar Square. Allí viví días felices y empecé a apropiarme de Londres olvidándome por completo de Caracas y Medellín. Lo curioso era que aprendía más inglés en el bar y con una extensa gama de amigos británicos que tenía, que en el instituto donde estudiaba. Allí conocí a Rashid, un árabe millonario pero sencillo que se había convertido en mi amigo incondicional y al que ayudaba con sus lecciones de inglés, sin esperar nada a cambio, por supuesto. Formamos un combo de parranderos con un ruso y un japonés que estudiaban con nosotros, y fue así como conocimos los sitios más hip de la escena londinense.
Llegó el receso de dos semanas que siempre daban en el verano, y mientras tomábamos té en un pub, Rashid se nos apareció con unos tiquetes aéreos y una invitación para ir a conocer su natal Arabia Saudita y otros cuatro países árabes. Nos quedamos en shock. Cómo carajos íbamos a devolver semejante atención? Vos sabés, cuando un amigo te invita a unas cervezas, vos devolvés la atención en cuanto podés, o si se trata de un regalo, tratás de compensarlo luego para que la amistad mantenga su balance de intercambios, pero un viaje, cómo devolvés semejante generosidad? Yo podía invitar a Rashid a la casa de mi abuelo en Caracas, pero no podía costear los tiquetes. Tal vez Shiru, nuestro amigo japonés, era el único que podía retribuir esa invitación. Me sentía algo incómodo, pero Rashid insistió y nos convenció de aceptar su invitación.
Y allí estábamos los cuatro, montados en un avión de una aerolínea árabe, con poco presupuesto pero con millones de ilusiones. Chequeé mi billetera y reconté las 450 libras que llevaba. Las había ahorrado de las propinas y los bonos que me había ganado en el bar. En Londres era una pequeña fortuna, pero lo sería en el país de los petrodólares? Me alcanzaría siquiera para invitarlos a almorzar? Estaba un poco preocupado, pero al mismo tiempo exaltado ante el inicio de una aventura nueva. Le pedí a Vladimir, el amigo ruso, que me pellizcara para comprobar que no estaba soñando. Pero el muy tonto confundió el verbo “pinch” con el verbo “punch” y lo que hizo fue darme un golpe seco en el costado que me convenció que en ningún sueño te pueden “pellizcar” así.
El avión empezó a carretear y el piloto anunció en un inglés machacado que despegábamos con destino a la ciudad de Riyadh, epicentro del mundo árabe y primera parada de nuestro periplo de aventureros. Volamos varias horas con dos escalas en el medio oriente, pero la atención a bordo era tan buena que no sentíamos cansancio por el viaje. Faltaban pocos minutos para aterrizar y los invitados nos preguntábamos si alguno de los mitos árabes sería verdad. Nos recibirían con una bailarina exótica que nos sorpendería con la danza de los siete velos? Nos ofrecerían parte del harén como en las películas? Tendríamos que ir en camello desde el aeropuerto hasta la casa de Rashid?
Continuará...
Comentario
Ja, ja. Te está afectando el invierno, querido Hugo Mario Bertoldi Illesca !
Un comienzo bueno y esperemos qie el desenlace sea mejor
Gracias
mary
Comienzo muy interesante y llamativo.
Aguardo la continuación...
Shalom viajero
Hmmm... Pensándolo bien, amigo Malcolm, la parte que más me interesaría de esta aventura por tierras árabes es la del harén... Abrazonrisas...
P.S.: agradezco compartir y aguardo futuros capítulos "con cauchitos" a mano por si acaso surge la necesidad de usarlos...
Mientras continúo leyendo, Malcolm, te dejo un regalo para tus oídos evocativos... Abrazonrisas...
https://youtu.be/_I1oiCUPNRwAgregado por Nilo 0 Comentarios 1 Me gusta
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