¿Cuánto tempo más duraría el dinero? No importaba de ningún modo. Había que vender la casa y darle a él estrictamente la mitad. Ni más ni menos. Todo debía ser repartido equitativamente o no… mejor no. Que él se quede con todos los muebles diseñados por él mismo y acaso también se quede con toda la casa, ya no importaba. Ella no quería estar un solo minuto más en esa casa diseñada a su gusto, pero a la medida de él. Su arte estaba en cada silla, cada mesa y cada pared de una casa agobiantemente perfecta y con ese delicado equilibrio entre lo vanguardista –él– y lo clásico –ella–, que había hecho que apareciese en varias revistas de arquitectura y diseño, cosa que a Francisca le molestaba, pero que debía tolerar ya que el diseño era el negocio de la pareja y la casa también había sido una forma de mercadeo.
Una obra de arte como esa valdría de seguro una pequeña fortuna. Francisca se paseó frente al ventanal que tenía vista a toda la ciudad y que de noche se veía magnífico y contempló por última vez desde el cerro una vista reconfortante que no quería volver a ver. Entonces encendió un cigarrillo con ansiedad y su encendedor cayó al suelo al mismo tiempo que sus rodillas en un grito desgarrador.
Esto no podía estar sucediendo de verdad.
La casa en la que se encontraba era la representación fidedigna de lo que habían sido ella y Martín alguna vez. Él había logrado complacerla absolutamente usando lo más selecto de su arte; había dibujado la casa cuando recién se habían ido a vivir juntos y ella le había ido haciendo comentarios con los que fue corrigiendo el dibujo hasta que al fin se había transformado en una creación perfecta para ambos, él un minimalista y ella que compraba cuanta cosa encontraba solo porque se veía bonita, sin pensar en el aporte o el daño que pudiera hacerle a una decoración general. El dibujo se guardó quién sabe dónde y para ella la memoria del proyecto soñado desapareció como desaparece la memoria de los sueños.
Así fue como, algunos años después, un día él decidió que salieran a revisar un proyecto y subió por la calle Larraín hasta llegar a las parcelas de La Reina, en el borde oriente de la capital. Entraron en una de ellas y Francisca encontró la casa extrañamente familiar, aunque tardó un poco en reconocer los dibujos de casi una década antes. Para cuando los vio desplegados en la mesa del comedor ya había reconocido la casa de los sueños que habían ideado juntos cuando jóvenes. Con todo y los muebles. El jardín aún requería trabajo en aquellos días y no era más que un montón de maleza mientras que ahora era una extraña mezcla de inspiración japonesa con rosales y flores que el oriente no conoce en su tradición, pero que se habían amoldado perfectamente al estilo.
–No te explico cómo estamos de endeudados ahora, Francisca…
La frase de cinco años antes era horrorosa, pero ella ya sabría cómo hacer cuadrar los números, después de todo ese era su trabajo.
–No tenemos ninguna deuda ahora –respondía Francisca cinco años después, de rodillas frente a la maravillosa vista del atardecer y las luces de la ciudad, mientras se apretaba el estómago con las dos manos.
El momento más feliz de sus vidas, sin embargo, había sido pocos meses antes cuando ella había recibido la confirmación de que estaba embarazada. Crearon una lengua que consistía en decirse nombres de hombre o de mujer y en ver y cotizar cunas y otras cosas todas las noches en la red. Poco después un malestar y un sangrado fuera de lugar anunciaron que la persona que habitaba el vientre de Francisca no tenía entre sus planes una estadía larga en el planeta y la criatura había abortado casi por propia voluntad. Acaso venía con una inteligencia superior a la que puede soportar el mundo.
Entonces fue que para Francisca todo empezó como un malestar vago. El médico, los médicos en realidad, pues ella consultó una segunda opinión, le habían dicho que eran cosas que sucedían y que, tomando algunas precauciones, podría llegar a evitarse cualquier complicación futura.
Francisca, sin embargo, se consideró estéril.
–Era una criatura sin uso de razón ni conciencia todavía, no sufrió nada, Francisca, todavía no sabía sufrir.
El comentario de Martín había sido solo un intento de consuelo, pero ¿cómo se atrevía? ¿Acaso sabía él lo que era llevar una vida en el vientre y esperarla llena de todas las ilusiones del mundo? ¡Quién mierda se creía él para saber!
La ira de Francisca se manifestó en base a pequeños comentarios ácidos que al principio hacían reír, pero que se fueron haciendo cada vez más molestos.
–Este hombre es todo un artista, pero no es capaz de sumar dos más dos si de calcular un presupuesto se refiere –había dicho Francisca frente a él y a gran parte del personal de la constructora.
–¿Qué es un arquitecto? Un tipo que no es lo suficientemente macho para ser ingeniero ni lo suficientemente marica como para ser decorador –el chiste había sido contado delante de algunos amigos en una reunión en la casa de alguien.
Nadie se rió, pues casi todos eran arquitectos.
Él por su parte había optado por hacerse el tonto, pero esa noche antes de dormir decidió aclarar las cosas. –¿Cuál es tu problema?
Francisca, que se había acurrucado como para dormir, se sentó en la cama con el rostro más inocente que pudo encontrar.
–¿Problema?
–Me pareció de mal gusto el chistecito que contaste esta noche.
–¡Qué sensible que estás!
–El otro día en la oficina también hiciste un comentario molesto sobre mí y lo hiciste delante de los empleados, debo darle órdenes a esa gente, Pancha. No puedes minar mi autoridad así. Y ahora el chistecito en casa de Germán ¿te diste cuenta de que nadie se rió?
–El tipo ese que se rió ¿cómo se llamaba?
–No sé cómo se llamaba. Habíamos tres arquitectos en esa casa, uno de ellos era yo. Me pareció de muy mal gusto.
–Estás exagerando.
–No es la primera vez, ha habido varias de esas salidas de madre y las he dejado pasar, ¿qué pasa contigo?
La furia se apoderó de Pancha. Hubiera querido golpear en ese mismo instante a Martín, ¿que qué pasaba con ella? ¿Cómo se atrevía a preguntar? ¿Cómo no se daba cuenta? Entonces trató de gritarle en la cara lo que pasaba con ella, sin embargo, no salió ninguna palabra de su boca porque tampoco sabía lo que le estaba pasando. Estaba furiosa con Martín, pero ya no recordaba por qué. El miedo suplantó al enojo y un pequeño temblor que ni ella ni él notaron la sacudió.
–Perdona, la verdad no sé.
Esa noche fue cuando comenzó a comerse las uñas. Ahora llevaba uñas acrílicas pues no le quedaba nada de las propias. También fue esa noche cuando soñó con un pájaro negruzco que la miraba con ojos brillantes desde la ventana. Sí, debió haberlo soñado. Los pájaros no se paran en las ventanas a mirar fijamente a los ojos a las personas que duermen.
Elcira, la secretaria contable que había sido la mano derecha de su padre y ahora era la suya propia, no ayudaba.
–Ese Martín no la entiende, Panchita –para la buena Elcira, Panchita siempre tenía razón…
Durante los meses siguientes Francisca mantuvo sobre sí misma un férreo autocontrol pues sabía que estaba a punto de explotar, aunque no sabía por qué. No podía explicarse lo que le ocurría y sentía una estúpida forma de pudor cuando trataba de hablar. De hecho las conversaciones se cambiaron por maratónicas sesiones sexuales que los dejaban a ambos exhaustos, pero sólo a Martín satisfecho. Un día incluso fueron amonestados por la policía por hacerlo en el auto, en un mirador frecuentado por adolescentes y universitarios.
Martín, pese a estar complacido, notaba una agresividad poco común y preocupante en su mujer, quien además había aumentado su tiempo en el gimnasio y había bajado de peso más de lo necesario para que su figura ganara en belleza.
–A ti te pasa algo raro, Pancha.
La melena roja parecía aumentar el adelgazamiento del rostro de los últimos meses, por lo que la mirada de fuego que recibió por respuesta tenía un carácter aún más amenazante, pero no había forma de que él se sintiera amenazado por su mujer, por ello hubo de agradecer a su terrible puntería cuando un jarrón voló por los aires y fue a estrellarse un metro a la derecha de su cabeza perpleja.
–¡Eres un desgraciado!
El vuelo de más objetos hizo que Martín saliera rápido de aquella perplejidad, al menos físicamente, para luego observar como Francisca entraba corriendo en el dormitorio y lo cerraba de un portazo. Fue al día siguiente cuando Martín despertó a su mujer a las diez de la mañana, por teléfono y desde la oficina.
–Pancha, tienes hora al psiquiatra mañana a las tres de la tarde. Es uno bueno que conozco desde hace años.
–Gracias –dijo Francisca desde el otro lado del teléfono sin sentirse con autoridad moral siquiera para discutir.
–¿Puedo llegar hoy a la casa?
–Por favor, ven temprano, no me dejes sola. No voy a ir a trabajar hoy.
–Claro que no. Te veo en la noche.
Al colgar el teléfono Francisca sintió una especie de apretón por dentro del estómago. Tardó un poco en reconocer una sensación que se había atenuado hasta casi desaparecer en los últimos meses: el hambre.
El médico la escuchó durante media hora y sobre todo la observó durante todo ese tiempo y se hizo una idea inequívoca del diagnóstico. También supo que era imposible tratarla sin ayuda química.
–¿Tiene usted algo en contra de tomar medicamentos?
–La verdad es que sí, doctor.
–Pues tendrá que tomarlos de todas maneras.
–Entiendo. La letra del psiquiatra era extrañamente clara y Francisca pudo leer entre los remedios del cóctel psicotrópico la palabra Ravotril.
–Ahora voy a ser una chica Ravotril –dijo con ironía y tristeza. –Francisca, si a usted le doliera el estómago iría a un gastroenterólogo que le prescribiría medicamentos. Es exactamente lo mismo con el cerebro. Es un órgano más que se enferma y que debe tratarse, si se da el caso, con los medicamentos correspondientes. La próxima semana, luego de que mañana comience con los medicamentos, comenzaremos con la psicoterapia.
Francisca llegó esa tarde a su casa y se acostó en la cama a ver televisión, los sesenta canales corrieron varias veces uno tras otro hasta detenerse en los dibujos animados. Los Padrinos Mágicos resultaban divertidos con su absurdo sentido del humor y había una maratón de ellos en un canal que había olvidado que tenían. Se había hecho necesario reír y riendo la encontró Martín cuando llegó esa noche.
–¿Cómo te fue?
Francisca se abalanzó sobre él y se colgó de su cuello como si se aferrara a la vida misma.
–Llamó Manolo de Calcupulli, quiere que destruyamos la camioneta y que vayamos mañana. Sé que es un lugar aburrido y que aparte de comer carne no hay mucho que hacer, pero creo que ahora necesitamos de un lugar aburrido en el que no haya mucho que hacer.
–Sí, también lo creo. El médico me dio Ravotril, no puedo estar más a la moda en psicotrópicos.
–¿Eso fue todo?
–Es un cóctel más o menos grande.
–Cuando uno está enfermo tiene que ir al médico y el médico le da a uno medicamentos. Si fuera el estómago irías al gastroenterólogo y te daría algo para el estómago. No tiene nada malo eso. El cerebro es solo un órgano más.
Eran casi las mismas palabras del doctor. Ni siquiera era una coincidencia, sino tan solo la opinión informada de una persona libre de prejuicios decimonónicos en contra de la enfermedad mental, pero para Francisca fue la señal de un complot. Él había seleccionado al médico ¿solo de considerado o acaso tenía un médico con el que se pondría de acuerdo para internarla? ¿Con qué fin? ¿Por el dinero de ambos? Al día siguiente, en Calcupulli, Francisca había estado extrañamente taciturna y solo respondía con monosílabos a los comentarios de Marcela, mientras miraba de reojo y con desconfianza a su marido.
Tres pájaros negruzcos se pararon en el árbol bajo el que estaba sentada y la miraban con detenimiento, como si la observaran. Cuando la mama María se dio cuenta los expulsó recitando su sortilegio tan misterioso como inútil: «Martes hoy, martes mañana, martes toda la semana» varias veces, hasta que los pájaros por fin se fueron para la diversión de todos, menos de la mama María, quien al rato le regaló un escapulario del Carmen a Francisca para que lo usara. Ella, sin embargo, lo perdió esa misma tarde. Lo encontró María Segunda tirado en el jardín y para no molestar a su madre no dijo nada.
En el viaje de regreso Martín se reía aún de los chistes que Manolo, Marcela y hasta él mismo habían contado. Francisca por su parte se echó para atrás en el asiento y lanzó un fuerte suspiro.
–¿Cómo conociste al doctor?
–El doctor Andrade fue mi profesor en la universidad, en uno de los ramos de formación general.
–¿Hace años que lo conoces?
–Si es profesor en la Universidad de Chile debe ser bueno, ¿no?
–Debe ser.
Francisca reclinó el asiento y cerró los ojos fingiendo dormir y de tanto fingir se durmió de veras.
El lunes Francisca se presentó a trabajar como si nada y la preocupación de Martín nada pudo al respecto. La notable eficiencia de Francisca puso al día aquellas cosas que bajo la administración de Martín habían quedado rezagadas. Por cierto que no excedían las esperables –Elcira después de todo seguía trabajando allí–, pero Francisca hizo hincapié en ello como si el mundo no pudiera girar sin ella. Por suerte Martín debía estar la mayor parte del tiempo en terreno.
Fue en la noche, Francisca se las arregló para llegar antes que él, cuando se desató la tormenta.
–No compré los medicamentos, Martín.
–Dame la receta y te los compro mañana.
–Martín, sé lo que tramas y jamás lo esperé de ti. Martín se detuvo en seco sin comprender.
–¿Quién es, Martín?
–¿Quién es quién?
–La otra mujer. Lo sé todo, no soy estúpida ni loca.
–No eres estúpida, estamos de acuerdo en eso al menos.
–Me mandaste donde tu psiquiatra amigo, el tal Andrade, porque quieres que me dé medicamentos hasta que me interne en una clínica. Primero pensé que era porque querías quedarte con mi parte del negocio, pero después lo vi. No es eso, no serías capaz de manejar nada sin mí y no habrías llegado donde estás si no es por mi ayuda.
–Nunca he dicho lo contrario. Sin ti no sería sino un arquitecto del montón, es cierto; ¿por qué querer encerrarte?
–Los hombres hacen estupideces cuando se enganchan del culo de alguna perra. No hay otra explicación, pero te perdono.
–¿Me perdonas?
–Podemos trabajar en ello.
–Panchita, no podemos. No he hecho nada, elige tú misma un psiquiatra, uno decente y anda, pero no voy a dejar que te quedes así, tú no estás bien.
–¡No voy a ir a ninguna parte y dime la verdad!
–La verdad es que me voy.
Martín tomó algo de ropa, la guardó en su bolso y partió en su Alfa Romeo. Esa noche buscó un hotel y pronto arrendó un departamento de un ambiente. La oficina la encargó a Elcira –quien resintió la nueva carga, pero no dijo nada– y no iba a ir a no ser que fuera absolutamente necesario, pero Francisca dejó de ir del todo, así que pronto fueron superfluas las precauciones. Martín llamaba día por medio a Pancha para ver si es que había ido al psiquiatra, ella todavía estaba rebelde así que las llamadas se espaciaron.
Le fue difícil volver a estar solo, pero pudo acostumbrarse. Sabía que Francisca no mejoraría a no ser que fuera por voluntad propia a tratarse, pero muy en el fondo sabía también que la relación entre ellos nunca lo haría.
–¡No voy a ir a ninguna parte y dime la verdad! –La verdad es que me voy. Martín tomó algo de ropa, la guardó en su bolso y partió en su Alfa Romeo. Esa noche buscó un hotel y pronto arrendó un departamento de un ambiente. La oficina la encargó a Elcira –quien resintió la nueva carga, pero no dijo nada– y no iba a ir a no ser que fuera absolutamente necesario, pero Francisca dejó de ir del todo, así que pronto fueron superfluas las precauciones. Martín llamaba día por medio a Pancha para ver si es que había ido al psiquiatra, ella todavía estaba rebelde así que las llamadas se espaciaron. Le fue difícil volver a estar solo, pero pudo acostumbrarse.
Sabía que Francisca no mejoraría a no ser que fuera por voluntad propia a tratarse, pero muy en el fondo sabía también que la relación entre ellos nunca lo haría.
Hoy ella estaba de pie ante el ventanal de la casa de los sueños que ahora parecía desolada. Entró a las habitaciones para los niños que no se ocupaban con los suyos propios. Acaso no tuviera hijos nunca. Martín le había dejado la casa, cuando se fue definitivamente y había retirado sus cachivaches de ciencia ficción comprados en la red, pero se le había caído un Señor Spock pequeño que no había salido de su empaque transparente. Francisca lo había encontrado y lo había desempacado. Siempre lo tenía en su cartera para recordarle.
Entonces tuvo una idea –el tratamiento tal vez por fin había dado algunos frutos–. Cogiendo la camioneta se dirigió al departamento que arrendaba Martín. Era la hora de rogar, de pedir perdón, de tragarse el orgullo y de confiar en la mente sana de él en vez de la propia mente enferma de ella. Mal que mal le había acusado de complotar con un médico, de tener un amorío y de tantos otros absurdos que quedaron sin decirse, pero que se sintieron.
Llegó a hasta la puerta del edificio y tocó el timbre, pero nadie le abrió, entonces sacó el muñeco de Spock. –¿Qué haría usted, señor lógico?
Para empezar no hablar con muñecos de plástico y preguntar al conserje. El conserje le abrió la puerta y ella le preguntó por Martín. Él le respondió que no estaba en Santiago hacía dos días, pero que no podía recordar el nombre del pueblo al que había ido, que era un nombre raro.
–¿Calcupulli?
–¡Ese mismo, señorita!
–Señora todavía y si tengo suerte hasta que la muerte nos separe.
Francisca subió a la camioneta y volvió a la casa. Recogió unas cuantas mudas de ropa al azar e iba a partir a Calcupulli inmediatamente, pero, en un acceso de cordura, prefirió esperar al amanecer. En la camioneta de doble tracción llegaría al pueblo para el mediodía si partía temprano y eso mismo sería lo que haría.
Eran las ocho de la noche, así que haciendo uso de una de las pastillas de su arsenal se durmió casi inmediatamente. Dormida, no pudo darse cuenta de que desde fuera del ventanal del dormitorio la observaban tres pájaros negruzcos que pronto alzaron su vuelo hacia el sur…
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