–Así que Martín y la Pancha están separados. Se diría que Marcela acribillaba a Emma por la forma en que la miró.
–¡Huevona desubicada!
–No he dicho nada malo, solo comentaba, hermanita.
–Hace treinta y cinco años que te conozco y de inocente no te queda un pelo. Se separaron recién y Pancha está pasando por una enfermedad terrible, ¿cómo puedes alegrarte por algo así? Además en su momento tuviste tu oportunidad y Martín no te gustaba.
–Me gustaba, Marcela, lo que pasa es que una se hace un poco la de rogar.
–No te gustaba porque no era lo suficientemente rico, bonito, atlético, ¡qué sé yo! Nadie era suficiente para ti. Tú se lo presentaste a Pancha para que te lo sacara de encima.
–¿Cuántos años tienen de casados?
–Como trece.
–Trece es un número de mala suerte.
–Emma, si sigues hablando esa clase de estupideces te juro que te voy a golpear como cuando éramos chicas, ¡eres el colmo de lo malintencionada!
–¿No sería bonito que nuestros maridos fueran cuñados? Ellos siempre fueron muy amigos.
–¡Emma, te lo advierto!
No se peleaban a golpes desde que tenían doce y trece respectivamente, pero esta vez Emma pensó que era mejor callarse. Aquella última pelea la había ganado Marcela.
–Lo que están viviendo Martín y Francisca es una tragedia. Ella se está volviendo loca.
–Ya se le pasará.
–No, Emma, no se le va a pasar. Va a tener que estar toda la vida con tratamiento y quién sabe cómo responda.
–¡Qué exagerada que eres!
–Ya, termina tu café que nos vamos al pueblo.
–No sé cómo puedes vivir en un lugar como ese, Marcela.
–Por amor se obran maravillas, Emma, además vengo a Santiago seguido. No es tan lejos.
A Martín le había gustado Emma poco antes de conocer a Francisca. Ella se había dignado a salir con él un par de veces hasta que le tocó al siguiente admirador –en aquella época eran muchos los admiradores– pero luego sintió a Martín un poco desagradable, es decir, cometió el error de llamarla un par de veces cuando ella no estaba de ánimo para que la llamaran. Entonces urdió un plan para presentárselo a alguna de sus amigas –o más bien de Marcela–. Emma casi no tenía amigas. Se las arregló para que Francisca saliera de mala gana con su hermana y Manuel, quienes aún no se casaban, e hizo que invitaran a un Martín reacio a esta cita a ciegas con algún esperpento o despojo de mujer.
Se juntaron en el departamento que en aquel entonces el padre de Manuel rentaba en Santiago y que él ocupaba mientras terminaba sus estudios. Solía encender incienso para cubrir los malos olores de su departamento de soltero.
–El incienso me da alergia –observó Francisca.
–Es que espanta a los malos espíritus.
La inocente broma de Martín confirmó las sospechas de que iban a presentarle a un total perdedor. Francisca solo sonrió y se limitó a prepararse para pasar la velada lo más rápido posible. Entonces mencionó a Bioy Casares y La invención de Morel y para su sorpresa, él también lo había leído. Lo mismo ocurrió con Ernesto Sábato y Sobre héroes y tumbas. El tipo le pareció entonces culto y no tan aburrido después de todo.
Esa misma noche se estaban besando frente a la puerta de la casa de los padres de ella. Martín sugirió ir a otro lugar más íntimo, pero en aquellos días todavía era un poco mal visto que una mujer se fuera a la cama en la primera cita.
En un proceso paulatino e imperceptible, los admiradores de Emma se fueron cansando de admirarla y no se sumaban reemplazos. Al menos no reemplazos interesantes.
Emma era una mujer hermosa y parecía inmune al envejecimiento, incluso ahora se veía casi idéntica a cuando estudiaba para chef. Por ello sus admiradores comenzaron a descender en edad hasta llegar a chicos universitarios o recién egresados que la divertían de cuando en cuando, pero con los que no podía construirse nada serio. No estaba ella en edad de comenzar con un joven a crear un patrimonio con él.
Ella trabajaba con un atractivo compañero de instituto que había logrado la administración de una cadena de cafeterías de primer orden y que le había dado la jefatura de una de ellas. Ítalo hubiera sido un excelente partido para Ema, si no fuera porque sus gustos se encaminaban por directrices menos convencionales. Era un hombre talentoso y aquellas directrices poco convencionales habían sido de una invaluable ayuda en su carrera y por eso Emma se había acercado a él.
–Lo que tú tienes que hacer, Emma, es seducir a un tipo que ya tenga todo lo que tu quieres, ¿cómo crees que yo llegué donde estoy?
–Lo que pasa es que tú eres una perra, Ítalo.
–Una perra fina, igual que tú, nada más. Una perrita poodle que necesita cuidado, cariño y muchos mimos.
Veía a Martín con más frecuencia que la recomendable, algunas veces cuando su hermana y Manuel iban a Santiago o las pocas veces que iba a visitarlos a Calcupulli. Cualquier visita a casa de Martín y Francisca incluía un tour por el pequeño museo de la ciencia ficción que él había instalado en una habitación especial y que contaba con todos los Enterprises con la Voyager y un modelo de la Deep Space 9 que solo un arquitecto había podido ensamblar de la manera correcta y precisa. Francisca siempre bromeaba con el enorme costo de los juguetes de su marido y decía que no era más que un niño grande. Martín carecía de todo pudor al respecto y Emma, cuando veía la colección la avaluaba en silencio en un valor exorbitante.
Cuando le vio llegar por primera vez en aquel Alfa Romeo a Calcupulli, ella se preguntó cómo lo había dejado escapar. Claro que, en la época en que lo había cedido, Martín no era más que otro arquitecto del montón que trabajaba dibujando en una firma más grande. Francisca y Martín se fueron al día siguiente y Emma les observó irse con resignación.
Se metió a la cocina junto a María Segunda a preparar una torta que de seguro no comería –ella nunca comía más de tres cucharadas de lo que preparaba. Entonces fue que golpearon la puerta trasera y aquel hombre de edad indefinible, pero de mirada añosa, apareció en la cocina.
–Buenas tardes, doña Segunda. Buenas tardes, señorita Emma –nadie le había presentado a Emma. Segunda pareció erizarse ante su presencia, pero forzó una sonrisa.
–Cómo le va, don Jacinto.
–Yo venía con la patudez de ver si quedaba de la cazuela de su mamita, Segunda.
–Algo de caldo en la olla, don Jacinto, pero se va a tener que servir solito porque yo estoy ayudando a la señorita Emma.
Don Jacinto tomó el cucharón, se sirvió una abundante porción y se sentó en la mesa de la cocina.
Segunda no podía más ante la vista del hombre.
–Señorita Emma, me siento un poco mal, ¿le molestaría mucho si la dejo sola?
–Descanse, nomás, Segunda, que ya estamos casi listas, me falta puro decorar la torta.
–Gracias, señorita. Emma ponía toda la pericia aprendida en crear la decoración.
Don Jacinto la miraba mientras sorbía la sopa.
–Mire que hace usted cosas lindas, señorita Emma.
–Es mi trabajo… ¿cuál era su nombre?
–Jacinto, para servirle.
–¿Usted trabaja para mi cuñado?
–Le arriendo una chacrita cerca del cerro, le arrendaba a don Manuel padre antes. Don Manolito me pide que le cuide la propiedad de cuatreros y tengo que recorrer el campo a caballo con la escopeta. A veces paso por acá.
Emma siguió decorando sin poner demasiada atención.
–Harto lindo el auto que vi cuando me venía, oiga. Pensé que era del patrón, pero vi que lo manejaba otro caballero ¡El patrón no se puede comprar un auto de esos para el campo! ¿Cómo se me pudo ocurrir que era de él? Ese auto debe ser de don Martín, ese que antes le gustaba a usted, pero que de veleidosa se lo levantaron.
Emma dejó un pequeño desastre en la torta que decoraba.
–¿Y a usted quién le comentó esas cosas? ¿Se puede saber?
–Nadie, señorita, nadie me comenta nada, pero yo sé todo lo que pasa. Siempre sé todo lo que pasa. Y a veces ayudo a la gente, ¿sabe? Yo podría ayudarla a usted.
Emma se sentó en la mesa. Cada tanto consultaba tarotistas, adivinas y cuanta parafernalia ocultista se le pusiera por delante. Cuando le venía la «onda espiritual».
–¿Y cómo podría ser que me ayudara?
–Podría ser, no más, podría ser.
–¿Usted tira las cartas?
Don Jacinto sorbió la sopa con sonoridad.
–Las cartas son para principiantes y yo tengo muchísimos años en esto, más de los que usted se imagina, ¿quiere que la ayude o no?
Emma encendió un cigarrillo y lo aspiró largamente.
–No sé, me da miedo…
–No le da miedo, quiere saber cuánto le voy a cobrar.
No hay mucho en qué gastarse la plata por aquí, a no ser que sea comprando trago y yo dejé de tomar trago hace muchos años. No me interesa la ropa cara ni bonita, yo me voy a cobrar de repente con cualquier cosa. Un poco de la cazuela de la María, por ejemplo, está bien para mí. La gente de por acá me respeta y sabe, no me niegan nada, ni pan, ni techo, ni abrigo. Yo soy un hombre sencillo. Usted no me puede negar el pan, ni el techo, ni el abrigo. Es todo lo que le pido.
Emma miró a don Jacinto perpleja. Estaba acostumbrada a tratar con otra clase de personas. Había practicado kundalini yoga, hatha yoga y otros yogas. Por temporadas breves, claro. Mantenía una creencia en lo esotérico superficial que afloraba un par de veces al año, como mínimo, previo pago de tarifas razonables: más o menos lo mismo que le costaba una clase de Pilates. Ahora, intuyó que estaba frente a algo real y ancestral… aunque no con la suficiente claridad.
–Piénselo… señorita Emma, piénselo. No tiene que decidir ahora, mañana voy a pasar a eso de la hora del almuerzo para comer algo. Ojalá que María hiciera su cazuela, pero mañana no toca. Una lástima, cuando se muera el secreto se lo va a llevar a la tumba y la María Segunda no la sabe hacer igual… parece que la María no le quiso enseñar, oiga.
–Mañana me tengo que volver a Santiago.
–Su amigo Ítalo, ese que es mariquita y jefe suyo, ¡de más que la deja libre mañana!
–¿Cómo sabe usted eso?
–Por viejo, patroncita, por viejo y diablo que soy. Buenas tardes, señorita.
El hombre se puso el sombrero y salió caminando por la puerta. A los pocos segundos Emma intentó seguirle, pero el hombre había desaparecido. Entonces buscó a María Segunda en el comedor.
–Señorita, yo le aconsejo que no entre en tratos con ese hombre.
–¿Pero son verdad las cosas que dice?
–El problema es que son verdad las cosas que no dice también, pues.
–¿Y cuáles son las cosas que no dice?
–Me va a perdonar, patroncita, pero esas son las cosas que nadie en el pueblo dice.
–¿El caballero es brujo de verdad?
–Mire, señorita, yo no sé «na» yo, pero al pueblo no le pusieron como se llama por puro gusto. Con su permiso, patroncita.
María Segunda no terminó de levantar la mesa y se fue a la cocina. Esa noche un pájaro negruzco observaba cómo Emma pedía a Ítalo el lunes de permiso. No habían acordado una hora exacta. Pero don Jacinto llegó un minuto después de que Emma hubo entrado en la cocina.
–Así que me aceptó la propuesta.
–Todavía no me decido.
–Con todo respeto, señorita Emma, pero ya se decidió.
–¿Qué tengo que hacer?
–Nada, ya empezó. Va a tardar un poco, pero téngame paciencia va a ver cómo todo va a salir como usted quiere.
En Santiago, un par de días después, Francisca ingresaba a la clínica luego de la pérdida del embrión al que ni siquiera le habían elegido un nombre.
Los saltos que daba el jeep de Marcela en el infame camino despertaron a Emma de su sueño.
–¿Cuándo van a arreglar esta porquería de camino?
–Jamás, Emma, jamás. Por eso tengo que manejar este tanque de guerra.
–¿Falta mucho?
–Como media hora, dormiste bastante.
Emma subió el respaldo del asiento, el sol brillaba en medio del cielo así que debió ponerse sus lentes oscuros.
El jeep se estacionó cerca de donde ya estaba encendido el carbón para el asado. María Segunda y la mama María servían las ensaladas en la mesa que estaba bajo el parrón. Un parrón estrictamente decorativo ya que prácticamente no daba uvas, pero que servía para cubrirse del sol. Manuel debatía teorías acerca del correcto encendido del fuego con Martín, quien bebía un pisco sour y poco podía aportar al debate dado que el choripán ocupaba más su boca que las palabras.
–¡Llegaron a tiempo las chiquillas, el fuego recién está listo!
Martín agitó su mano e intentó decir algo, de todas maneras todos entendieron que saludó. Manuel besó en la boca a Marcela antes de que ella pudiera hablar.
–¡Tanto que le gusta dejar solo a su marido!
–Tan poco que mi marido me acompaña a la civilización.
Emma se aproximó vestida con un ajustado pantalón de cuero y una camiseta no menos ceñida.
–¡Vestida para matar! –alcanzó a decir Manuel antes de que su mujer lo censurara con un codazo.
Emma se aproximó a Martín y le acarició el brazo.
–¿Cómo has estado tú, Martín?
Martín se encogió de hombros por respuesta y sonrió con cierta melancolía. En ese momento era una pregunta delicada.
–¿Tiraremos la carne ya, Manolo? –preguntó Martín para cambiar el tema.
–Sería prudente.
Marcela se sentó entre Martín y Emma. No le gustaba la actitud de su hermana. No tenía ninguna responsabilidad ante Francisca y a Emma solo podía acusársele de un exceso de sentido de la oportunidad. Martín, por su parte, aunque intentaba ser jovial y hasta contó algunos chistes, no podía evitar estar algo taciturno.
–Martín no te da ni la hora –le dijo Marcela a su hermana en el baño.
–Contigo sentada al medio es harto difícil, Marcela.
–No está bien, Emma.
–Martín está separado y es un hombre grande que puede tomar sus propias decisiones.
–Sí sé, pero así y todo no está bien.
–¿Por qué no iba a estar bien?
Marcela terminó de verse al espejo y miró a su hermana directo a los ojos.
–Haz lo que quieras. No me corresponde meterme, pero creo que te vas a arrepentir. No sé por qué ni de qué, pero va a pasar algo terrible y tú vas a tener mucha de la culpa. No me preguntes por qué, pero lo sé.
Marcela salió del baño dejando a Emma con un escalofrío. En su camino de regreso, Emma se encontró con don Jacinto sentado a la mesa de la cocina comiendo un plato del asado.
–Ya hicimos la primera parte, lo separamos de su mujer.
–Pero a mí, no me da ni la hora.
–Cuando se separa a un hombre de su mujer, no de la mujer con la que simplemente se casó, sino de la mujer que era su mujer desde el principio de los tiempos, las cosas son complicadas. Es gente que está junta hasta la muerte, incluso después de la muerte. Aunque estén separados ellos van a seguir juntos y nunca se van a alejar uno del otro en sus pensamientos ni en sus sueños. No es fácil, ha sido muy difícil, pero lo logré y le aseguro que no van a volver.
Emma era una mujer romántica, aunque con una torcida forma de romanticismo y no dejó de conmoverse un tanto ante las palabras de don Jacinto y sintió un poco de culpa.
–El amor es algo sobredimensionado por los poetas, algo que la mayoría nunca encuentra y que de los pocos que lo encuentran muchos lo pierden, tampoco es para tanto, señorita.
Emma no advirtió que don Jacinto estaba hablando de una manera muy diferente a como puede esperarse que lo haga un viejo que ha vivido siempre rodeado de más animales que gente.
–Esta noche todo va a ser diferente, se lo prometo, confíe en mí.
Don Jacinto sacó de su bolsillo un pequeño frasco con un líquido rojizo.
–Cuando vuelva a la mesa, usted va mezclar este líquido con su bebida y después va a esperar hasta la noche. Después de las doce va a tener lo que quiere, pero falta un pequeño ingrediente. Don Jacinto abrió el pequeño frasco y tomó la mano de Ema, con un pequeño cuchillo le punzó el dedo índice y mezcló la gota de sangre con el líquido, luego cerró el pequeño frasco y lo agitó con fuerza para mezclarlo.
Emma se dejó llevar y ni siquiera sintió el pinchazo.
El viejo recuperó su acento campesino.
–Ahora vaya para afuera y le mezcla lo del frasquito con una copa de vino. No se preocupe por los demás, nadie se va a dar cuenta de lo que hace, patrona.
Emma se sentó a la mesa. Desde lejos don Jacinto la observaba y asentía con la cabeza en señal de que procediera. Ella tomó la copa de Martín de sus propias manos y él pareció no advertirlo, vertió el líquido en la copa y se la devolvió. Cuando miró a donde estaba el anciano, él ya había desaparecido.
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