Serie: ESCENAS DE CIUDAD
Ciudad Escenario: San Salvador, El Salvador
Sucedió un quince de enero. Era un día templado de un típico invierno californiano.
Volví a verla después de un par de años en que creí que la tierra se la había tragado.
Como en los cuentos de hadas, pero en la vida real la tierra no se traga a las brujas porque se indigesta.
Rebeca era la típica brujita de oficina que a nadie le es indiferente. Nunca fue mi amiga ni mi enemiga. Tampoco pertenecí nunca a su grupo de odiadores porque a mí nunca me hizo nada. A mí simplemente me divertía su cara de jarabe y su constante malparidez que me hacía pensar que necesitaba un laxante con marcada urgencia.
No era particularmente bella pero sí tenía un cierto halo de sofisticación y una mirada penetrante como de villana de telenovela, o de contadora de esas que trabajan en la administración de impuestos y te miran como Medusa a punto de petrificarte.
Rara vez sonría y cuando lo hacía, todos nos preguntábamos si estaba planeando su próxima maldad o si habría destruido a alguien ese día. Todo un personaje del mundo laboral que todos nos encontramos alguna vez en la vida y ante los que nos persignamos varias veces, conseguimos la pata de conejo y el cuarzo protector.
Aquel día compartíamos los mismos vuelos: Los Ángeles-San Salvador y San Salvador-Medellín, pues como muchos viajeros, habíamos descubierto que el aeropuerto de San Salvador era altamente eficiente para viajar a las ciudades del centro y de la costa oeste de los Estados Unidos.
La vi acomodando su bolso en el compartimento superior y hasta le sonrió a los que compartían su fila de sillas. Procedió a acomodarse en su asiento sin notar mi presencia porque yo estaba varias filas atrás. Se veía diferente. Y hasta sonreía naturalmente, ya no con su habitual sonrisa rebajera.
Cuando aterrizamos en San Salvador, dado que la escala era de más de una hora, coincidimos en un restaurante donde yo buscaba calmar el antojo de una pupusa y ella algo para hidratarse.
Me saludó efusivamente, con dos besos cacheteros, como si fuésemos amigos, compadres o compinches de algo. Alcancé a asustarme. Me preguntaba si planeaba algo. Salí de mi rictus de cuñado ensanduchado y traté de devolver sus besos de cobra. Su voz sonaba hasta amistosa cuando me dijo:
Luego se enfrascó en una cháchara comadrera de comentarios sobre el vuelo, la comida y los detalles de señoras que los hombres no preguntamos ni queremos saber. Su lenguaje y sus ademanes distaban mucho de la mujer académica y de discurso moldeado que siempre le restregaba su doctorado a todo el que podía. Ahora hablaba más como una señora finolis. Me volví a asustar. Ahora me preguntaba si era un clon de ella misma, si habría tenido una experiencia traumática o si era una de esas arpías que habían tenido una muerte clínica y habían vuelto del túnel cambiadísimas y abrazando a todo el que se dejara con su positivismo.
Me soltó entonces que se había casado! Le hice repetir porque no atinaba a creer lo que escuchaba. ¿Quién sería el valiente?, me pregunté para mis adentros tratando de que no apareciera en mis labios una sonrisa maliciosa.
Me contó que se había casado con un hombre burdo pero inmensamente rico, un comerciante de El Hueco, el sector comercial más rentable de Medellín donde todo lo traen directamente de China, de Europa y de Estados Unidos. Ella definía a su “gordo” como a un diamante en bruto que iba puliendo poco a poco.
Nunca había escuchado de un romance que naciera en un cementerio. Recordé entonces aquel dicho de que “matrimonio y mortaja, del cielo bajan”. Aunque de su narración deduje que más que un romance, fue un juntar soledades y necesidades.
Ambos ya pasaban de los cuarenta años y seguían solteros y al borde de buscar el gato que le agrega una n a tu estado civil: pasar de soltero a solterón. Él, al igual que sus colegas comerciantes, buscaba una mujer trofeo, de esas que tienen clase, inteligencia y apellidos y con la cual sacian su arribismo desmedido, porque la alta sociedad no los recibe bien por mucha plata que tengan, a menos que se casen con una fulana que sabe de arte y ha estado por lo menos una vez en Europa.
Rebeca había hecho su doctorado en Francia, era una apasionada de Baudelaire como yo y acaba de llegar de su postdoctorado en una universidad gringa. Le sobraba la inteligencia y se veía rara al lado de un montañero bien vestido que apenas si había completado su pregrado en administración de negocios para dedicarse a hacer plata. Cuando me mostró la foto en su celular, me pareció más como una de esas fotos que vienen en los portarretratos que usábamos antes de la era digital. Me faltaba una pieza de ese ajedrez.
No pude evitar la carcajada ante semejante juego de palabras de una mujer tan preparada que reconocía abiertamente que gastaba a manos llenas la plata que ganaba su marido.
El resto del tiempo que pasamos en el aeropuerto se dedicó a contarme anécdotas de cómo se antojaba de cosas que con su sueldo de profesora universitaria jamás se habría podido comprar. Ella acompañaba a su marido y le servía de intérprete en los viajes a China y a Europa para adquirir mercancías al por mayor que luego importaba para su negocio y él en agradecimiento, le compraba caprichitos de esposa gastona, del tipo mirá-lo-que-me-compró-mi-marido-en-París! Una transacción perfecta, un acuerdo tácito de mutuo beneficio que hacen algunos matrimonios de clase alta que entienden que matrimonio es sinónimo de patrimonio.
Nos llamaron a abordar y ella se despidió haciéndome prometerle que no le hablaría en el aeropuerto de Medellín porque su marido era muy celoso. ¿Seriously?, me pregunté mentalmente mientras le sonreía como cuando ves que tu amigo gordo ordena una hamburguesa gigante con una gaseosa sin azúcar para no engordar.
No pude evitar mi curiosidad cuando aterrizamos y procuré que ella pasara primero en las filas de migración y reclamo de equipajes para poder conocer, aunque fuera de lejos, al susodicho calma-dragones. Afortunadamente el semáforo de la aduana me marcó verde y pude salir rápidamente para ver al flamante esposo que imaginé como el típico montañero barrigón vestido con ropa mañé.
Cuál sería mi sorpresa cuando vi que quien la recibió con beso de esposo resignado era un hombre rubio y bien plantado, con ropa de moda y sin anillos boletosos. No era el típico galán de pueblo, pero tampoco era el tipo ordinario o mal trajeado. Quizás lo habría amansado y enseñado a vestir mejor. Quizás él mismo habría entendido que debía ser mejor estante para una mujer trofeo que cambió de frecuencia.
© 2019, Malcolm Peñaranda.
Glosario
Sonrisa rebajera: sonrisa hipócrita que algunos esbozan cuando quieren pedir rebajas en algún almacén o servicio.
Pupusa: comida típica salvadoreña, similar a las arepas y a las tortillas.
Gastona: paisismo que actúa como deformación de la palabra gastadora.
Mañé: ordinario, de mal gusto.
Boletoso: que llama mucho la atención.
Comentario
Magnífico relato muy bien escrito que mantiene todo el tiempo la atención para llegar al final. Me ha gustado mucho.
Saludos
Espero que no. Todavía me queda bastante imaginación para escribir, lo que me falta es tiempo, querido Hugo! Un abrazo desde el norte del sur.
Gracias a vos por leerme, querida Bethzaida!
Malcolm, amigo, extrañaba tus relatos y este no me ha defraudado, y es más, lo he disfrutado. Abrazo sureño y mis felicitaciones. Confío en que no será el último que compartirás en OME.
Agregado por Nilo 0 Comentarios 1 Me gusta
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