Decenas de pasajeros bajaron de aquel avión. Calculé que debía traer entre cien y doscientos. Pasaban y pasaban junto a mí y mi angustia aumentaba. Escruté hasta los últimos pasajeros que salieron y no había llegado. Confirmé una y otra vez la información que me había dado en la última llamada. Los datos coincidían pero mi amante virtual nunca llegó. Sentí una profunda sensación de vacío. Me invadió un sentimiento de frustración total. Por qué me había hecho eso? Qué había hecho yo para merecer semejante desplante? “Te lo dije, tonto. No podés confiar en romances virtuales! La gente miente de frente, mucho más en un computador!”, me repetí una y otra vez aquel análisis racional que me habría salvado antes de hacer semejante papelón. Quería llorar pero no podía hacerlo. Tenía tanta rabia y no podía expresarla! Me sentí tan solo en aquel aeropuerto lleno de gente. Pero no podía derrumbarme en público. No en aquel momento. Si había sobrevivido la tensión de la conferencia, tenía que sobrevivir aquello. De buenas en el juego, de malas en el amor. Aquella frase tan trillada se me volvía de pronto tan veraz. Esa misma tarde había tocado el cielo. Ahora tocaba el suelo y con un golpe tan estruendoso. Y mientras lo pensaba, empezó a retumbar en mi mente aquella canción del supergrupo español Alaska y Dinarama que todavía se escuchaba en algunas emisoras colombianas:
No es el final
Cuando quieras encontrarme no estaré
Haces siempre lo que quieres y ya ves
Tantos recuerdos duelen más
Que hay que olvidar
Pero óyeme bien
Llorar por ti no es el final
Y estar solo por ahora
No está mal
¿Pero a quién voy a engañar?
Ya el amor no me interesa
Sólo te aleja
Lo que digo y lo que pienso no es igual
Porque todos mis amores salen mal
Y estar solo por ahora
No está mal
¿Pero a quién voy a engañar?
Ya el amor no me interesa
Sólo te aleja
El aeropuerto empezó a quedar solo nuevamente. El próximo vuelo que anunciaban llegaba del Japón y faltaba más de una hora para su arribo. Tomé un taxi y regresé a Seattle para olvidarme de todo aquello. Al volver al hotel, llamé varias veces a mi amante virtual, pero solo encontré su voz en la fría contestadora. Dejé mensajes y esperé una llamada que nunca me devolvió. Creía que por lo menos merecía una explicación. Todavía hoy la espero.
El día siguiente, me concentré en mi trabajo y aunque tuve que presentar un taller en el electronic village, que fue bastante duro porque todos los asistentes acudían por la metodología de carrusel, pues era algo práctico. Cada diez o quince minutos tenía una audiencia nueva y era agotador. Pero ya no sentía el cansancio. Tampoco podía sentir stress ni mucho menos angustia. Ya todo me resbalaba. En la noche fui con unos colegas a un restaurante espectacular y a unos bares que decían eran los mejores de la ciudad. La cerveza no ahogaba mi pena, pero por lo menos la espantaba un rato. El último día en Seattle, como el evento acabó temprano, me fui a recorrer el centro y encontré una librería fascinante donde tenían todos los libros de mis autores favoritos. También estuve en el Space Needle, símbolo de la ciudad y considerado su lugar más romántico. Pero no estaba yo para romances ni nada que se le pareciera.
El día siguiente abandoné la ciudad con rumbo a Washington, DC, la capital del país, donde me quedaría en casa de mi mejor amigo y podría incluso ver a otros amigos que vivían muy cerca y hasta a mi hermano, que por esos días estaba trabajando en New York y había prometido visitarme. El vuelo tenía una escala en Pittsburgh y había que cambiar de avión. Afortunadamente, en ambos trayectos volé en un Boeing 757, que era mucho más cómodo que el 737. El vuelo hasta Pittsburgh fue largo pero placentero. Al llegar allí sin embargo, empezó a caer mucha nieve. Era una tormenta de nieve, pero aún así, el aeropuerto no cerró. Ya me habían tocado algunas cuando vivía en Estados Unidos, pero ninguna como aquella. Una hora después la tormenta no había cesado del todo y yo tenía que abordar el vuelo a Washington, DC. Sentí un poco de miedo, lo admito. Pero ese miedo se convirtió en terror cuando una vez dentro del avión me tocó en suerte un asiento de ventanilla, justo sobre una de las alas. Desde allí pude ver cómo la nieve se convertía en bloques de hielo que los carritos de servicio descongelaban con un líquido descongelante. No acababa de irse el carrito cuando la nieve volvía a caer. Con todo y eso, el avión prendió motores y desde adentro de las turbinas, la nieve brotaba como de un ventilador.
Comentario
Lo sigo hallando interesante, mi estimado Malcolm. Ya voy al séptimo capítulo.
Gracias a todos por leerme y por sus amables comentarios!
Sigo leyéndote, veremos donde deseas llegar.....
No ha tomado el rumbo que yo esperaba, pero es igualmente interesante.
Interesante tu forma de relatar... intenso y detallista.
Un saludo.
Reme.
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