Autoría conjunta de Ronald Bonilla y Lucía Alfaro, prólogo para el poemario Bailamos con el mar, de María Pérez Yglesias. Editorial Sede de Occidente. U.C.R.
María nos ha entregado en los últimos diez años una diversa producción de relatos que abarca el realismo histórico social y la perspectiva psicológica en las relaciones de pareja; ahora nos sorprende con un proyecto interdisciplinario, en el que se establece un encuentro entre la poesía, la música y las artes plásticas con el aporte del compositor y guitarrista Antonio Varela, quien escribe una partitura para cada una de las cinco secciones, y el ilustrador Camilo Bolaños. Se trata de un texto poético con pinturas a todo color, que incluye una tarjeta USB con grabaciones interpretadas y leídas por los autores – para instaurar un diálogo con el mar, una danza con el sol y las espumas. Las palabras se desnudan para festejar la luna y las mareas y el amor se vive entre figuras concéntricas que bullen, se acercan y distancian.
Este periplo por el mar al que María nos invita, es también un viaje por el tiempo y los asomos del destino, que sale consustanciado de su sed de palabras de comunicadora y desemboca en el alma, no en la suya de donde emana la palabra redentora de esta danza, sino en la nuestra que se advierte de pronto haciendo cabriolas en el aire y las vertientes, en los troncos que viajan en el trasmundo de su ser enamorado, en las portentosas ráfagas de su metáfora viva, sí, sencilla pero viva.
El libro inicia con La espera y se construye la metáfora:
El mar nos espera
con nuestro destino
perdido entre sus aguas.
Y luego de esta espera que se desparrama con el sol y los oleajes, nos vigila, nos escucha, nos quiere rechazar, nos invoca, nos recuerda. El mar, en fin, es el gran protagonista, el actor de estos versos por donde viaja el ser humano, como ínfimo postulante de su sed. Y el viaje va por el Atlántico, por las antárticas aguas, por el Pacífico. Es que todos somos ese mar y ese peregrino que añora regresar, casi sin sentirlo, al agua de la que estamos hechos, casi sin sentirlo, a su sal, que nos roza, como poros de sentimiento.
Y todo se vuelve un camino de hombres para las noches solas.
Este testigo de los amantes sospechados se revierte, al fin, en canto sexual apenas augurado:
La piel
húmeda
augura tiempos eróticos
Y luego viene El acoso, el mar sigue su loca persecución, pero con más fuerza aparece el nosotros, así disgregado: a vos y a mí, y con ese vos tan propio de nuestro coloquio, que le da cercanía al lector implícito que somos, en la misma orilla del poema. Pero el mar sigue siendo el voluptuoso que mira a sus criaturas y nosotros:
Confundidos,
remamos
en sentido contrario.
Si hay algo sabroso en esta poesía es ese juego donde actúa la naturaleza, el mar, el sol, y el ser hombre o mujer apenas responde con el nosotros consuetudinario de quien no se soporta en soledad, porque acaso somos uno con todo el entorno.
La imagen del mar que nos intuye porque el acoso es una sensación de pertenencia y huida en franca contradicción, un tire y encoge que se mimetiza con los oleajes y sus resacas interminables.
El final de este segmento poético es un apunte al dolor del hombre y a su propia bestia que aniquila:
Desaparecidos
sin esperanza,
sin nombre propio,
con la ropa rasgada y
la tortura en la piel informe,
los lanzan al vacío.
Un apunte sesgado nos introduce en otra faceta, hemos pasado de ese mar que nos espera y luego mira y nos enardece de destinos, incluso con el Eros de la piel encendida en todas sus aguas, a proponer una humanidad capaz de la mayor segregación: la muerte propia por sus propias manos.
Deviene entonces la añoranza en el tercer segmento. Si recordar es vivir, la vida no está anclada a un lugar incierto, está en su eterno devenir, es una marea, la resaca que revuelve todo por dentro y nos regresa al último dedo de la playa, es el vaivén, el flujo que la luna impetuosa, casi sin que lo sospechemos, nos dona con sus plegarias:
Pero el hombre y la mujer no son más que las tejedoras de sueños, las perennes y sin embargo perentorias penélopes del cuento:
Tejemos la telaraña
de un deseo reiterado
a punto de cumplirse.
Aquí lo importante es que el agua nos devuelve, es el símbolo de lo primigenio y de lo más elevado del espíritu. Si algo la contiene, lo desborda y sus figuras, fractales del tiempo, viven en nosotros como en el mar y en el río de lo imperecedero.
El mar rojo, negro, amarillo,
poeta por los siglos de los siglos,
nos reescribe.
¿Quién escribe a quién? ¿Quién late en nuestro pecho sino la sangre del mar, rojo como el impacto de la historia? Y por los siglos de los siglos, como si no contásemos años sino la vastedad de lo inconmensurable. María Pérez Iglesias nos conmina a vivir en ese pleamar, en ese vaivén, en ese péndulo donde el tiempo y el espacio se hermanan, se enredan, cosen hilos y en la trama estamos pero no como dioses, sino como partículas del Todo.
Por eso, cuando María convoca a Yemanyá, esta diosa es todo oído, es el mito de lo ancestral. La Madre Tierra tiene sus concavidades en el mar, por eso que nos aceche el mar como un pretendiente efímero, remite a la mujer encontrándose con su cuerpo:
Dulce,
lame nuestras piernas
cansadas de huir en barcos de niebla.
Deviene entonces la enumeración de lo americano – Goterones tropicales bailando con el mar - a partir de nuestra Isla del Coco, para saber que vamos del trópico al sur.
Isla del Coco,
Cuba, Galápagos…
Isla de Pascua,
símbolos de piedra,
Rapa Nui.
La astrología, el influjo de las corrientes del espacio y el tiempo, las esferas y la redondez del agua circulando por caracoles de niebla y luz, el regreso a todos los caminos que buscan el mar, como van a Roma y al Amor, animales que partieron del agua y ahora contemplan con miedo a ese mar de donde partimos algún día.
Y por eso en ese vaivén, en ese contrapunto, o en esa hamaca de la existencia, donde el recuerdo nos impregna la nostalgia, nos sabemos atrapados por destinos ineludibles, aciagos quizá.
arribaremos juntos,
locos de nostalgia
abrazados al recuerdo,
en manos de un destino
implacable,
ineludible.
Pero por dicha, en las cosas pequeñas podemos encontrarnos, hermanos de la lechuza que nos da su clarividencia, y prorrumpimos a gritos en espacios cerrados.
Quizá estamos ante la premonición del hundimiento terrible, no en el agua, sino en el pantano de nuestra propia inconciencia:
Una mirada dolorosa
en los ojos amantes,
augura el hundimiento.
Las olas, la marea, siempre cumplieron su trabajo, nos empujaron para allá o para acá, y debemos cumplir con la danza, con ese baile de la pareja, como anclas a la deriva, pequeños pero quizá inmortales desde donde soñamos con un puerto, una salida al mar, un horizonte.
Las olas
nos mecieron muchas veces,
a mí y a vos,
con otros nombres y
lenguajes distintos.
y, en la deriva
múltiple de infinitos,
al compás de la música
bailamos con el mar.
Ronald Bonilla y Lucía Alfaro
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