Intermitencia azul del infortunio es el primer poemario que escribe el profesor de Estudios Sociales, Johel González, a quien conocí primero por su asistencia una temporada a los talleres del Círculo de Poetas hace más de una década, y que desde hace más de tres años participa en nuestros talleres del Grupo Poiesis, donde se destaca su perseverancia y talento. Su poesía tiene mucho de personal y diferente, en tanto que proyecta el encuentro con una voz propia, dinámica y fuerte. Este libro se divide en dos partes: Los cantos en la urbe temprana y Las lluvias azules, que es de menor extensión.
La línea temática, que divide ambas instancias, es delgada pero está señalada sutilmente por los títulos: en el primero, un recorrido urbano, a veces oscuro y una percepción del yo lírico en soledad y en pulsión contrastante con el dolor de la otredad, reflejado en muchos rostros anónimos. En la segunda parte el sujeto lírico busca un tú y entre los devaneos del amor y la posible ruptura de la soledad, ve en la melancolía el fruto de su contacto con un tú lírico, que es capaz de regalarle espacios de amor, pero también de ausencia.
El primer poema de la primera parte, el designado, es un buen punto de arranque. Un poema sin duda capaz de sugerir y revelar en la búsqueda de autodefinición: “Yo soy el que prorrumpe con la gran sinapsis / blanca, cuando llueve en las noches, / cuando los presidiarios, carceleros,/ abogados y presbíteros / se van a descansar ante la ominosidad de los otros”.
Cuando Johel se denomina el designado, como lo hace en este poema, no está vinculando su mensaje con un sinónimo de profeta o avatar, solo se trata de interponer la causa de su ser poeta como la del hombre sensible. Aquí intenta vincular su poética a una estética culterana, conceptual, a veces surrealista, pero muchas veces también mágica y sugerente, dolorosa como intenta la intermitencia del azul en su infortunio. El designado es el poeta que asume el dolor del mundo: “traigo el poema que es traer el mundo en las espaldas”, dijo Debravo. Por eso este poeta logra trasmitir como en sinapsis múltiple, grande, esa contradicción de los seres de nuestras ciudades, como los que nombra en la cita, capaces de sentir la ominosidad en los otros y no en sus propios atributos o defectos.
Por eso dice: “Soy el que lleva el dolor en el imán”, o dice: “soy el heraldo que está oscureciendo en el sitio de la sed”. Es un dolor transportable a los demás, a través del lenguaje. El espíritu de esta poesía es urbana, va de los tonos grises a los rojos de la pasión. Los colores son importantes como vibraciones capaces de crear la sinestesia, confundiendo lo visual con la música, el sonido acompasado, los pasos de la soledad, el tropiezo con otros que como él deambulan por una ciudad sin fe.
Así percibe la otredad en la ciudad el poeta sumido en su propio dolor: “y algo se nos envejece de manera imperpetua / en el resto de la dolencia que nos queda por vivir, /en lo que hemos descreído de la soledad de los otros,…” (Tropical city)
La infancia ha quedado atrás, aunque rememoremos a alguno de nuestros poetas, y la ciudad es otra, diferente y distante de la que nos vio crecer.
Aquí, en esta primera parte, los poemas de metalenguaje parecen un homenaje a poetas que nos han tocado: los iniciadores – dice – no tienen temporalidad, para concluir que ellos son la temporalidad. Las metáforas poseen la magia de la penumbra: “Y vienen de aquellos muelles brumados / en la consternación nociva de la vida” .
O por otro lado y en contraste, devienen de la ceguera que la luz quema en el hombre: “Son errantes en la claridad, / y el milagro del mundo se dilata en sus manos. (Los iniciadores)
Hay un paisaje de soles contrapuestos a la oscuridad terráquea y una fortaleza para decirse a sí mismo, en representación de todos en la incertidumbre: “Algo de mí ha pisado el humus de la desesperanza”. (Dos mundos vivientes)
Esa interioridad del paisaje es un signo de poesía emotiva y sensorial, que sobrepasa la necesidad del concepto y lo metaforiza. Sigue el poeta su andanza por las calles de una ciudad que apenas sospecha a sus pequeños seres: “Había olvidado la semilla negra / en la pupila de las adolescentes, / el aire nutritivo de la soledad /en el fermento agitado del frío. // Había olvidado las vegetaciones aún fabriles, / las pulsaciones aún azules en la oscuridad de la madrugada, / el desencanto como sedante en los parques clandestinos”. (Suburbio).
Allí, los parques de todos, los adolescentes, las fábricas y el poder de la brisa que a veces se detiene es el entorno para un dolor que se asume propio y se sospecha colectivo.
Y así se pasa del yo lírico a todos los humanos: “Cada hombre tiene un umbral en su interioridad: / es su signo nocturnal en la cavidad de sus sueños, / es su gesto hecho sombra en el acto violento de la vida.”
Esa violencia, casi implícita, como la intolerancia, la indiferencia, se desglosan sutilmente, sugeridas por los versos de González, y nos regalan un disfrute doloroso.
En la segunda parte, Las lluvias azules, algo sucede que sacude al poeta: “Aquella noche otro latido tocó mi carne. / Era un latido que se ralentizaba en su propio peso, / ligero en la penumbra de la imaginación”. (La noche corporal).
Se da entonces una percepción de la otredad, como fibras que se acercan y cuando nos rozan, percibimos la soledad en dos. No es exacto decir que son poemas de amor, diría que el sentimiento de desasosiego se apropia mejor con el azul melancólico del poema, cuando por momentos parece que lo compartimos desde una comunicación de piel a piel, de sombra a sombra. “Mis llaves estuvieron mojadas / de abrir cerrojos hacia tu nombre” (Las llaves).
Por eso, leer este poemario es como emprender un viaje donde ni el sol sirve para la iluminación, ni el abrazo del prójimo es suficiente para la protección de nuestros sueños. Johel González se percibe doloroso, pero acaso desde su dolor, desgrana un hálito de humanidad que nos ilumina de pronto, aunque desde una percepción de perplejidad ante la esperanza:
Y por eso el andante nos revela: “pero ahora exhalo la simpleza de la existencia, / exhalo el calor de la sangre / en las cicatrices transparentes del olvido. /Ando y desando lo que soy en los mismos caminos” (El andante)
Y la mujer que subyace, fuerte, en poemas como La despedida y Mudanza y en la meditación que presupone todo poema, “en el lugar de aquellos / que merecen la melancolía.”. (Mudanza)
Y qué más bello canto al cuerpo de quien nos acompaña para concluir esta invitación a la lectura de “Intermitencia azul del infortunio”, en esta cita donde todavía podemos recibir como disparos algunas luces de intrínseca verdad:
“Tu cuerpo fue la unificada gruta de la intimidad,
un párpado alucinado de hojas rojas,
el ocio donde goteaba,
como una intemperie de la ira,
toda mi cadencia terrenal.” (cuerpo)
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