CAPÍTULO 4 – LOS HOMBRES SÍ LLORAMOS

 

Ese primer fin de semana fue especialmente tenso.  Tuvimos nuestro primer vuelo a Georgetown,  la deprimente ciudad capital de Guyana y concidencialmente, el primer vuelo que hicimos los seis juntos en el mismo avión. El vuelo era particularmente peligroso, pues no solo teníamos que atravesar el espacio aéreo de tres países (Colombia, Venezuela y Brasil) sino que además debíamos cruzar la Orinoquía colombiana, más conocida como los llanos orientales. En esa región se concentraban entonces los grupos guerrilleros, que aunque no estaban tan empoderados como ahora, les daba por dispararle a cualquier avión que volara bajo por sus territorios de influencia. Hasta entonces yo creía que uno podía volar en línea recta entre un punto A y un punto B. Luego aprendí que las rutas dependían de los VOR y de los radares instalados en cualquier zona. Volar sobre el majestuoso río Orinoco era una mezcla emocionante y delirante. Empatar luego con las regiones amazónicas de Venezuela y Brasil y entrar en la inhóspita selva guyanesa completaba el panorama de aventura extrema. A Georgetown fuimos por razones estrictamente académicas: a mis alumnos les iban a convalidar su licencia de aviación en un país angloparlante. Habíamos planeado tantas veces aquel momento y siempre habían estado tan nerviosos e inseguros que yo mismo llegué a temer que no pasaran los exámenes. Pero aquel día ninguno de ellos estaba nervioso ni inseguro. Hasta parecía no importarles ya el aval de la aeronáutica guyanesa. Yo solamente había estado una vez en Georgetown, pero había ido desde Caracas en un cómodo jet, no haciendo travesía transamazónica. La ciudad seguía siendo la misma aburrilandia de años atrás, con el único mérito de ser o haber sido parte del British Commonwealth esa Banana Republic cuya capital parecía ser la cuna de Tarzán. El examen de conocimientos aeronáuticos y el sobrevuelo con copilotazgo del oficial de la aeronáutica civil  se los hicieron esa misma tarde en medio de un cielo gris y nublado, característico de cualquier zona selvática. Cuando volvían a tierra les preguntaba cómo les había ido y todos me respondían lo mismo: “Ni idea. Ese marica negro no dice ni mierda!”. Ya al atardecer les entregaron los resultados y todos obtuvieron puntajes sobresalientes. Me sorpendió que en la casilla de AIRCRAFT/CONTROL TOWER COMMUNICATION a todos los calificaron con adjetivos destacados. Después de todo no había hecho mi trabajo tan mal. Les propuse que fuésemos a celebrar pero argumentaron que estaban muy cansados y tenían que madrugar a presentar las pruebas de inglés al día siguiente. En el hotel nos acomodaron en dos habitaciones triples porque no tenían presupuesto para habitaciones individuales. El dueño del avión les había obsequiado la gasolina para el vuelo de ida, pero elllos debían tanquear el avión con sus recursos para el vuelo de regreso. Esa noche me mostraron una etapa de ellos que no conocía: la confesional. Empezaron a contarme toda clase de historias sobre sus sueños, miedos,  esperanzas y frustraciones. Me contaban una parte en español y otra parte en inglés y por primera vez no sentían miedo de expresarse fluidamente en el idioma. Esta vez tenían miedo de sí mismos. Tanto que tenían miedo hasta de dormir solos, de enfrentarse quizás a sus voces interiores. Terminamos durmiendo todos en una sola habitación, juntando las tres camas y si se nos veía desde arriba, parecíamos seis bebés abandonados en una salacuna. Patético retrato de seis veinteañeros en crisis que nadie se habría atrevido a publicar. Era incómodo dormir con cinco hombres, pero si me atrevía a decir algo me devolvían a pie por la selva o me mandaban a dormir con las putas en el burdel que había justo enseguida del hotel.

Al día siguiente me despertaron con una toalla mojada que me tiraron encima y un grito medio suegril de Pachito: “WAKE UP, TEACHERCITO, WE NEED YOU TODAY!” mientras se rascaba sus pelotas sin compasión, aprovechando que no había mujeres en el cuarto.

Los exámenes de inglés se los hicieron en una universidad medio tropicaloide que más parecía la sede de un club de fútbol que un recinto académico. Era medio día cuando terminaron. Lo supe porque Mario salió brincando en una pata y gritando mientras apuntaba a su reloj: “IT’S TWELVE O’CLOCK AND I’M A BILINGUAL PILOT!” Me emocioné tanto que corrí a abrazarlos a los cinco y empezamos a cantar en coro “We are the champions”, la canción de Queen. Ese mismo día, en menos de una hora,  les dieron el certificado y volvimos a Colombia de inmediato porque teníamos miedo de que nos cogiera la noche sobrevolando los llanos orientales colombianos. No volvieron a hablar una sola palabra de español en todo el vuelo y ya prácticamente se sentían los tataranietos de Shakespeare. Aterrizamos en Medellín faltando cinco minutos para las seis de la tarde, cuando ya el aeropuerto estaba a punto de cerrar. Por radio le habían contado a sus colegas que habían pasado los exámenes y al bajar del avión nos esperaban con botellas de cerveza, aguardiente y whisky. Hasta les tenían unas nenorras tetonas y dispuestas, pero ninguno de ellos quiso encamarse con ellas.  La actitud de ellos me desconcertó. Nunca antes habían rechazado una piernicontenta y me empecé a preguntar si lo hacían por lo cansados que estaban o por el terror sicológico que ejercía en ellos la prueba del Sida.

Era viernes por la noche y tres hangares se habían reunido para celebrar el hecho de que por primera vez cinco de sus pilotos obtenían una licencia en un segundo idioma. Los homenajeados se escabulleron conmigo antes de la media noche, aprovechando que todo el mundo se encontraba azotando baldosa y brillando hebilla al ritmo de una papayera que habían contratado.  Ellos parecían no estar saboreando su triunfo como debían.

Esa noche el cutu-cutu se me contagió a mí y empecé a ver toda mi vida sexual en un trailer cinematográfico infinito en el que mis amantes adquirían dimensiones monstruosas. El lunes siguiente no hubo muestra de videos catreriles y todos me aseguraron que sus “pepitos” se habían mantenido enjaulados todo el fin de semana. No los reconocía. Esos santicos no eran ni mis estudiantes ni mis amigos. Quería preguntarles tantas cosas pero no me atreví.  Tal vez temí ahondar la crisis en la que estaban. Cada uno de nosotros volvió al trabajo y a la rutina como si el huracán amainara al entrar en tierra firme.

El día siguiente, al terminar mi clase de mediodía, recibí un mensaje alarmante en mi beeper pidiéndome que me comunicara con ellos urgentemente. Pensé que les había pasado algo, pues rara vez me posteaban durante el día. Al llamarlos me hicieron una petición insólita: querían que los acompañara a Sabaneta, una ciudad al sur del área metropolitana, a rendirle culto a María Auxiliadora, cosa que ninguno de ellos había hecho en sus vidas. Les dije que tenía clase y me respondieron casi de manera automática que me la pagarían al doble de lo que me pagaba el instituto. El asunto no era de plata, era de que tenía que acompañarlos sí o sí. Llegué más temprano y hablé con la coordinadora académica para que me consiguiera un reemplazo para una clase que tenía con un grupo de adolescentes mamones.  Nadie cubría clases de otros en el horario de “teen nightmares”, así que la misma coordinadora me tuvo que reemplazar luego de asegurarle que tenía que ir de urgencia al odontólogo porque tenía un dolor de muela que me estaba matando. Cuando llegamos a la iglesia, escuchamos la misa y luego rezamos ante la imagen de la virgen como solteronas en procesión. Era justamente la misma iglesia donde los sicarios iban a rezar para que la “virgencita” les diera buena puntería. Me sentí fuera de lugar y de tiempo. Si les hubiera contado a mi madre o a mis abuelas lo piadosos que habíamos estado esa tarde, no me lo habrían creído. Tampoco yo podía creer que los machotes del aeropuerto de la noche a la mañana se me hubieran vuelto rezanderos.

Dos días después me convocaron como intérprete para un viaje a las islas de Guadalupe y Martinica. Como yo era el único intérprete de francés en todo el aeropuerto,  mi cotización no tuvo reparos.  El trabajo era para Federico, el jefe de Juan Esteban, quien había hecho una alianza estratégica con varias clínicas de Medellín para traerles pacientes de esas islas a donde era casi imposible llegar en vuelos comerciales. Había que dar la vuelta por medio Caribe o incluso volar vía Miami para llegar hasta allá en un vuelo de aerolínea.

 Juan Esteban piloteó y su jefe, que además de ser el dueño del avión lo volaba de vez en cuando,  hizo de copiloto. Viajamos a través de las Antillas mayores y no nos demoramos más de dos horas en cada isla. Federico quedó contento porque cerró el trato fácilmente.  Al salir de Fort de France rumbo hacia Colombia tuvimos que desviarnos por turbulencia y entramos en espacio áereo venezolano. De inmediato nos empezó a perseguir un avión de la fuerza aérea que nos obligó a aterrizar en Maracaibo, la capital petrolera de Venezuela. Me asusté como nunca. Federico y Juan Esteban ni se inmutaron. Al descender del avión en el aeropuerto de La Chinita, nos escoltaron hasta las oficinas de la policía aeroportuaria. Nos dijeron que éramos sospechosos de narcotráfico y que tanto el avión como nosotros seríamos sometidos a un chequeo exhaustivo. Nada debíamos, nada temíamos. Pero estando en las fauces de la segunda policía más corrupta del continente y teniendo pasaportes y avión de matrícula colombiana, había que mosquearse. Afortunadamente viajábamos con el dueño del avión y él solucionó el asunto en pocos minutos y sin necesidad de darles “mordida” a los policías. No obstante, se lo llevaron para obligarlo a pagar derechos aeroportuarios y otros impuestos que se inventaron por haber aterrizado en un aeropuerto en el que no pensábamos aterrizar. A Juan Esteban y a mí nos dejaron entrar a la terminal de pasajeros cuando les mostramos que teníamos visa venezolana vigente en nuestros pasaportes. Nos tomamos un par de gaseosas y nos sentamos a conversar en un rincón apartado del aeropuerto que estaba casi desierto ese día. Juan Esteban interrumpió la conversación de manera abrupta y se echó a llorar como un niño. Me abrazó como si yo fuese su tabla de salvación y lloró en mi hombro como si nunca en su vida hubiera llorado.  Imaginé que lo hacía por el problema que acabábamos de tener. Pero luego me dijo entre sollozos: “no me quiero morir de Sida!”. Me quedé allí impertérreo con los brazos extendidos como un maniquí que esperaba que lo vistieran y no me atrevía a abrazarlo por pensar que él lo consideraría impropio. Terminé llorando con él al verlo tan derrumbado. El más macho de los machos estaba allí llorando en mi hombro y yo no sabía qué hacer ni qué decir. Los hombres no lloran, pero cuando lo hacen el llanto les sale del alma. Los ojos color avellana de Juan Esteban estaban encharcados y ya no brillaban. Brillaba en cambio su alma, su esencia más humana. Yo recogía los pedacitos de ese ser inmenso pensando en un modelo para armar de nuevo a un ángel que se fracturó las alas ese día.

Continuará...

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Comentario

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PLUMA MARFIL
Comentario de MALCOLM PEÑARANDA el junio 13, 2019 a las 3:13am

Gracias a todos por leerme! Espero que les gusten los próximos capítulos.  Puede que este sea el capítulo más filosófico, pero también es uno de los más dolorosos. A veces escribimos para exorcisar el dolor, pero no siempre lo logramos.  Escribir todo lo que me pasó fue volver a vivirlo, volver a pegar con lágrimas los pedacitos de un alma destrozada.


PLUMA MARFIL
Comentario de José García Álvarez el junio 12, 2019 a las 1:16pm

Seguimos en el buen camino, amigo. Felicidades.

Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

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