Nicolás Quiere Morir

 

Serie:                         ESCENAS DE CIUDAD

Ciudad Escenario:   Medellín, Colombia

 

 

Llueve a cántaros y la tormenta eléctrica me recuerda los días grises de Londres porque hemos pasado varios días en los que escasamente vemos el sol. Cuando entro en el edificio donde vive, alcanzo a evitar por segundos el nuevo chaparrón. Mientras el ascensor sube, me invade el pensamiento tóxico de que puede haber nuevamente un apagón como en la última tormenta de la semana anterior y me puedo quedar atrapado allí, en un lugar desconocido y donde no conozco a nadie, ni siquiera al protagonista de mi historia.

Al llegar a su apartamento, una empleada me abre la puerta y me invita a pasar hasta la sala del fondo, donde Nicolás me espera. El apartamento es gigantesco para los estándares actuales de habitáculos cada vez más pequeños. Atravieso el corredor preguntándome cómo será mi entrevistado y si me recibirá amablemente. Segundos después lo veo parado junto a la ventana de la sala, mirando fijamente hacia el exterior. No me saluda. No me mira. Ni siquiera se voltea para darme la bienvenida, aún sabiendo que ya estoy allí. Pienso en devolverme. Pero mi curiosidad literaria me empuja hacia esa silueta inerte. Lo saludo con la exigua esperanza de que me conteste.

  • Sentate, por favor. Me contesta al tiempo que me indica con su mano dónde está su imperdonablemente cómodo sofá.
  • Sos extranjero? Me pregunta como tratando de romper el hielo.

Cuando le contesto que no, me pide disculpas por haber asumido que por mi nombre lo era. Se sienta a mi lado y me mira como si no me mirara. Descubro que no es a mí a quien mira. Es a través de mí que mira. A un intangible, a un punto ciego que imagino entre mi cuerpo, los muebles y un portal a otra dimensión que tal vez solamente él ve y que es imperceptible a mi tercer ojo o a mi empatía. Lo observo disimuladamente, aprovechando que sus ojos me ven, pero no me enfocan. Parece sacado de una revista de diseño, de esas donde muestran las casas de los más ricos, con sus dueños impecablemente vestidos y pulcros, de esos que vos querés que se echen el café encima a ver si sus ropas se manchan como las de los demás mortales. Nicolás tiene uno de esos apartamentos, donde todo parece meticulosamente diseñado para alguien con muy buen gusto. El tipo tiene su pinta y sus modales. Su cabello rubio parece haber sido peinado por una filipina de esas que trabajan en los salones caros de Los Ángeles y San Francisco. No se mueve ni se despeina pese a que el viento fuerte entra por la ventana.

Me hace preguntas profundas y me desarma de mis intenciones de indagar sobre sus intenciones de terminar con su vida. Trato de esquivar su exploración de mis creencias para excavar en las suyas, pero su verbo es más rápido que el agua de un tobogán. Y yo sigo deslizándome y tratando de asirme a los bordes, pero el agua es más rápida y caigo a la piscina de su turbulencia filosófica. Parece que su mente buscase un vórtice por donde sacar sus palabras marchitas. Hay dolor y pasión. Sus palabras parecen escogidas, pescadas en el oráculo de alguien que lo retó a ser él mismo, a vapulearse en los insondables túneles a los que la depresión nos tira sin paracaídas.

  • Me pregunto si de verdad descansan en paz o si ese inframundo será más ruidoso que esta tormenta. Me dice en voz grave mientras se incorpora y camina otra vez hacia la ventana. Opto por seguirlo y descubro que desde su ventana tiene una vista total de Campos de Paz, el cementerio más grande e imponente de la ciudad. Al verlo desde su ventana, el torrente de recuerdos me cachetea y me recuerda que allí yacen varios de mis muertos. No puedo llorar ni derrumbarme frente a él. No puedo dejarle percibir ni remotamente que, a diferencia de él, a mí no me gustan los muertos. Me inyecto compostura y trato de reflejar madurez y comprensión ante un ser que sufre y se nutre del más allá y del más acá.

Aprovecho sus silencios para empezar a preguntarle porque quiere estar ahí, en ese cementerio enorme donde galopan las almas. Se anima entonces a contarme que padece una depresión profunda, que le cuesta levantarse cada día y encontrar razones para vivir otro día más, para trasegar esos laberintos de la existencia donde sucumben las ganas y las esperanzas. Me cuenta que tiene todo lo que alguien podría soñar, pero que carece de motivos para seguir viviendo. Se acerca a mí y empieza a enumerarme mis supuestas ventajas ante él y la plenitud de deseos que debo tener para vivir. Cuando le digo que no es así, sus argumentos se derrumban por momentos y parece encontrar cierto rapport en mi diatriba, ese confort que dan los extraños en los bares y esa calidez que brinda la ginebra cuando angustiosamente se abre camino por tu garganta. Empieza a hablarme sin pausar y lo hace de manera extraña. Su boca no saliva. Parece no necesitar ningún líquido hidratante que le provea hélices a su narrativa.

Es entonces cuando me entero de su sufrimiento, de su lucha diaria por lograr un aval a su ambición ulterior. Me cuenta que aunque en este país ya se aprobó la eutanasia para enfermos terminales y está cerca la aprobación total del suicidio asistido, nunca han querido considerar la eutanasia por depresión en las altas cortes, una opción que todos los que creemos en el derecho a morir dignamente apoyamos decididamente. Me reitera que no es un suicida y que solamente quiere una muerte profesionalmente inducida por un médico, no simplemente aconsejada o guiada como el suicidio asistido. Me explica las diferencias como si fuera un abogado o un teólogo, porque en sus tesis hay fuertes bases teóricas de ambas profesiones. Entiendo perfectamente su dolor y su deseo de acabar con un calvario que lo consume. Él intuye mi solidaridad y comienza a hablarme con marcado entusiasmo del caso de Martha Sepúlveda, la primera colombiana que les ganó la batalla a los prejuicios de los médicos y administradores de salud y logró que una alta corte les ordenara eutanasiarla y librarla de una vida miserable de incapacidad física. Ella tuvo una muerte digna que culminó con una vida tormentosa en la que los medios de comunicación le cayeron como buitres y pusieron a todos los colombianos a opinar sobre su derecho inalienable de decidir sobre su propia vida. No faltaron los curas, los pastores y los teleredentores que le ofrecieron ayuda espiritual porque quizás imaginaron que, al hacerlo, los diezmos lloverían a través de jugosos contratos para series de televisión y podcasts que se alimentan de fulanos que dicen que salvaron lo insalvable.  Ella los despreció a todos. Por eso la veneramos como a la Juana de Arco que no renunció a sus ideales.

Nicolás tampoco renuncia. Se alimenta del saber de los eruditos a los que consulta todas las semanas. Puede darse el lujo de pagar abogados caros y de entablar tutelas y procesos judiciales que puedan generar ese cambio que ansía. Con frecuencia viaja a Holanda y se encuentra con personajes de avanzada, profesionales que Latinoamérica sataniza porque en estos países si te salís del libreto, ya sos un pecador irredento. Termina su historia contándome el dolor que le causa ver morir a tantos jóvenes por la violencia y la indiferencia, cuando él que sí lo desea, tiene que suplicarlo.

Nicolás quiere morir y no lo dejan!

 

 

© 2022, Malcolm Peñaranda.

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Comentario

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Comentario de Carmen Amaralis Vega Olivencia el junio 16, 2022 a las 10:43am

Malcolm, tu narrativa es admirable, perfecta y este tema muy interesante, te felicito, gracias por compartirlo, Amaralis


PLUMA ÁUREA
Comentario de Benjamín Adolfo Araujo Mondragón el junio 12, 2022 a las 2:02pm

¡Impresionante relato, Malcolm!

Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

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