LA REINSERCIÓN ANTE LA
PENOLOGÍA Y LAS CIENCIAS PENITENCIARIAS
Sin requerir hurgar en la historia universal de la punición y simplemente valorando nuestra conciencia actual respecto al criterio que nos merece el hombre que ha delinquido, podemos justificar el intento de mostrar que el delincuente es un ser -como los demás- dotado de personalidad y dignidad humana.
No obstante, este reconocimiento, de que el delincuente participa de todos los requisitos y factores que estructuran la personalidad humana, se procede con frecuencia a establecer un concepto diferenciado que le discrimina socialmente a la par que le imposibilita una convivencia normal.
La deshumanización del delincuente es el producto del prejuicio social de repulsa. El delincuente es el predilecto de nuestro dedo índice; el objeto de nuestra censura, medida y valoración de lo que muchas veces no somos y pretendemos ser.
El delincuente suele ser el producto de la indiferencia paterna, de la incompetencia del educador, parto del subdesarrollo social y económico, de la cobardía del empresario, de la incomprensión del prójimo, personalidad patológica no tratada. Al delincuente lo vestimos con los harapos de nuestra indiferencia, le sancionamos a veces con medidas punitivas inadecuadas y desfasadas, le buscamos un vertedero lejos de nuestro roce, porque, aunque reconozcamos que es un ser humano, dudamos de esta realidad y no nos interesa su convivencia.
Cuando valoramos el hecho delictivo y juzgamos su contenido, estamos jugando a representar una “cow boy” -mejor llamada western- de buenos y malos. En la exposición moral, social, ética del delito, tenemos necesidad de utilizar la dicotomía del bien y del mal y creamos un clima utópico donde el delincuente se traga vorazmente lo malo y el ciudadano que no delinque deglute plácidamente lo bueno.
El desprecio hacia el delincuente se produce por una falsa autoestima plus-valorativa de del individuo que forma el juicio crítico, porque en la estimación de los valores delincuenciales -que generalmente se desconocen- solamente aflora el hombre con independencia de sus limitaciones, o acercándonos al pensamiento de Alexander y Staub3, tenemos una visión unilateral del “yo” y nos queda oculta la circunstancia. Ante esta apreciación universal el “yo” resulta orlado de una imperfección manifiesta y el hombre que ha delinquido se desdibuja del concepto de humanidad para transformarse en un ser ajeno a las medidas ortodoxas de lo que entendemos por hombre.
El delincuente no es un ser extra-social. La privación de libertad es un estado de hecho y derecho que perfila una forma de estar socialmente. El delincuente no se encuentra pendiente de ser aceptado como miembro de número de la comunidad. Pertenece ya de por sí al patrimonio social humano en la misma dimensión exactamente que el resto de los componentes.
Al delincuente se le puede calificar, pero no se le debe discriminar ni llevarlo a un desahucio social con las consecuencias de negarle un sitio en la comunidad, ni ponerle barreras para que lo encuentre si quiere hacerlo. Todos los hombres tienen derecho a constituir su propia vida. El delincuente -lo hemos dicho- es plenamente un hombre. De igual modo, todo ser humano tiene derecho a reconstruir su vida si es preciso, y por ello la sociedad no se puede arrogar títulos ilimitados sobre estados anormales, ni defenderse más allá del límite de lo normal y justo.
La realidad es que, la sociedad ataca al delito y al delincuente con evidente y justo fin de defensa; pero la situación que crea esta lucha, y el deseado triunfo sobre la delincuencia, provocan una situación que se distancia con largueza de los ideales sociales en la aspiración del bien común.
Los intereses colectivos y particulares deben armonizarse en la planificación de la dinámica social hasta el extremo de que la presión colectiva no perjudique ni destruya los intereses particulares más que en la medida exacta de su defensa. A pesar de ello, la sanción que tiende a ser individualizada y significada a determinados efectos, siempre se desborda creando un daño marginal incontrolable y no querido. En el caso de la privación de libertad y en la aplicación de otras penas, el perjuicio intrínseco que estas siempre suponen trasciende de lo personal del autor, irrogando otros daños que afectan al mundo social, familiar, laboral y económico de los sancionados.
La expurgación social del delito arrastra al delincuente hasta una discriminación, como queriendo hacer patente que el problema de la delincuencia tiene una vivencia individual en su autor. No obstante, el delito se engendra, fecunda y nace en el cuerpo social y consigue tener personalidad porque la sociedad existe. No se puede concebir el delito sin la arquitectura de una comunidad social y jurídicamente organizada. Y esta estructura significa, muchas veces, una participación activa en el nacimiento del hecho punible.
Del Vecchio5 afirma:
el delito no es solamente un hecho individual del cual debe responder su autor en la medida de lo posible, sino que es también, en sus formas más graves y constantes, un hecho social que indica defectos y desequilibrios en la estructura social en que ha tenido origen.[Sic]
O como crudamente lo expone Dewey6:
Toda nuestra tradición cultural con respecto a la justicia punitiva, tiende a negar nuestra participación social en la generación del crimen y se adhiere a la doctrina de un metafísico libre albedrío. Exterminando a un malhechor o encarcelándolo tras muros de piedra, podemos olvidarnos de él como de nuestra participación en haberlo creado.[Sic].
Sin la ironía literaria de Dewey, pero sí identificándose con su postulado, el documento de trabajo de la Secretaría de las Naciones Unidas preparado para la reunión del Consejo Consultivo sobre la Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente7, y el Instituto Nacional de Justicia para la Prevención del Delito (NIJ)8, declaran que convendría que la investigación etiológica de la criminalidad se ocupara primordialmente no de la conducta delictiva en sí, sino de la conducta en la medida en que se ve influenciada por la intervención de las fuerzas sociales y económicas. La conducta delictiva ha de considerarse como parte de la conducta social y no como una esfera de interés aislada que tenga que estudiarse en el vacío. Con esta perspectiva, la investigación aclarará los puntos firmes y débiles de la estructura social, el funcionamiento de los grupos dentro de la sociedad y las fuerzas que continuamente remodelan las pautas de acción recíproca de los individuos en esta sociedad.
Frente a estos planteamientos, se puede adquirir una falsa consciencia de culpabilidad social absoluta en la criminogénesis [etiología del delito] y en la concatenación ineludible del delincuente a los condicionamientos sociales. No obstante, en el estudio de las conductas criminales aflora generalmente una participación genética en la que comparte, en distintas medidas, tanto el determinismo social como el personal. El hombre debe asumir la responsabilidad frente a sus propios actos; pero la sociedad no debe eludir el interés de conocimiento de la imperfección de las estructuras anormales que pueden facilitar la ejecución del delito.
La reinserción del delincuente a su sociedad suele encontrarse dificultada por dos factores fundamentales:
El primer factor -la actitud negativa del ciudadano honrado y honesto frente al hombre que ha delinquido- se produce, significativamente por dos razones:
Estas actitudes dentro de una dimensión normal son positivas. La del hombre afectado por el delito, porque ha sufrido un perjuicio en su propia persona o en su patrimonio afectivo, moral o económico. La de la colectividad, porque significa una vinculación al orden social y una prestación personal colectiva de actitudes e ideas coadyuvantes a la defensa de la comunidad frente a la agresión de la delincuencia.
Pero cuando estas actitudes superan el límite de la medida ética, y la de lo moral y lo justo en el rechazo del delincuente, convirtiéndose en actitudes negativas inflexibles, surge una postura social que crea una problemática definida por un estado de patología social.
La escala de valores que la sociedad acepta, excluye totalmente las actividades agresivas, pero conduce muchas veces –por esta misma exclusión- al hombre autor de la agresión, hacia una evidente discriminación. Hay que pensar que, considerado el problema desde el ángulo sociológico, las discriminaciones quedan determinadas como consecuencia de la estructuración de las categorías sociales y que la valoración que se da al delincuente le excluye de toda jerarquía clasificándole como hombre sin clase.
El delincuente carece de status. No tiene categoría social porque, en la estimación del mismo, los criterios valorativos que se le aplican son totalmente negativos. En la nula concepción de la categoría del delincuente, el estereotipo juega una participación definitiva. El prejuicio que se forma en torno del sancionado se hace de una manera preestablecida en la conciencia social, endureciendo el criterio adverso, la incidencia constante y el desarrollo negativo de la opinión pública. El delincuente llega por este camino a ser una minoría social, una categoría desfavorecida y marginada. Recuperar el status o adquirir uno nuevo representa para el delincuente un gran esfuerzo generalmente fallido.
La postura universal en la solución de este problema tiende a crear una opinión pública justa y consciente frente a la situación del interno en los establecimientos penitenciarios, y, sobre todo, en lo que respecta a los liberados. Como consecuencia de esta incidencia en la opinión pública, y como resultado de los estudios criminológicos se ha llegado a la conclusión de que el lugar más efectivo para conjurar el delito es en su proceso etiológico, y no contra el delincuente como autor responsable del mismo.
Dos circunstancias pueden reproducir la predisposición psicológica del delincuente a sentirse rechazado: el temor, y la experiencia del rechazo sufrido a raíz de la comisión de delitos anteriores.
El temor se funda en la anterior forma social de enfocar el problema por parte del propio delincuente. Él mismo habría discriminado, habría rechazado situaciones como la que ahora padece. Ha pertenecido a la organización social con identidad de criterio respecto al problema de la delincuencia. Por ello siente nacer en sí mismo un sentimiento de discriminación. En consecuencia, se produce en él una disminución de sus potencialidades psicológicas para la reinserción. Y así, el sancionado se debate en una situación de conflictos ante el futuro. Sabe la dificultad de promocionarse y conoce las trabas que encontrará en caso de luchar para ser aceptado.
Si ha sufrido una experiencia de rechazo por comisión de delitos, llega a formarse consciencia de la imposibilidad de su rehabilitación, si nadie le ha apoyado y orientado hacia ella; o se siente frustrado ante el temor de perder nuevamente su libertad. Así se paraliza en una postura negativa hacia su puesto social, porque lo considera inaccesible o porque se ha producido el ciclo de estados de privación de libertad y breves incursiones anormales a la sociedad como hecho inevitable. Es decir, se ha llegado a la reincidencia delictiva por el camino de la habitualidad o profesionalidad. De esta forma, su personalidad no consigue estabilizarse y los factores criminógenos, que le han predispuesto al delito, se desarrollan y se extienden hasta hacerse prácticamente intratables.
Si el delincuente se siente inhabilitado social y psicológicamente para su reinserción, es necesario encausar sus fuerzas y afirmar o modificar positivamente sus estímulos frente a este problema. La sociedad, insistiendo en su postura de rechazo, dentro de una apreciación justa de su defensa, no comprende que la pena ocasiona efectos perjudiciales marginales -como se ha afirmado- que sobrepasan la intencionalidad del legislador. Su predisposición de estigma frente al delincuente supone la aplicación de una nueva sanción – impuesta colectivamente- cuya legitimidad trasciende a todo ordenamiento jurídico, para violar los más elementales principios de las garantías y derechos personales.
III. LA REINSERCIÓN10
El estado de rechazo social es un efecto inevitable de la pena. Este efecto está determinado por un proceso social de estereotipia: el prejuicio y la discriminación. Es necesario un urgente cambio de actitud social en lo que afecta al delincuente. El apoyo de la sociedad a la reinserción, debe proceder, entre otras razones, de la compensación colectiva por los perjuicios excesivos irrogados en la aplicación de la pena; y por el compromiso moral de la comunidad en el trato y solución de todos los problemas sociales.
El artículo 64 de las Normas Mínimas para el tratamiento de los reclusos, recomendadas por la Naciones Unidas, declara taxativamente que:
El deber de la sociedad no termina con la liberación del recluso. Se deberá disponer, por consiguiente, de los servicios de organismos gubernamentales o privados capaces de prestar al recluso puesto en libertad, una ayuda post-penitenciaria eficaz que tienda a disminuir los prejuicios hacia él y le permitan readaptarse a la comunidad.11 [Sic].
Este compromiso es común al estado como órgano rector de la sociedad, y a la sociedad misma en cuanto tiene obligación de participar en la consecución del bien común; participación que en el problema de la delincuencia presenta una doble vertiente: la necesidad de establecer una postura de reforma en las actitudes sociales, y la exigencia de una actividad positiva en el apoyo del proceso de reinserción.
Pero todo lo expuesto quedaría reducido a las normas clásicas e ineficaces de la filantropía, la beneficencia o la caridad, si no existiese una causa jurídica adecuada para la puesta en marcha de estas ideas con un criterio de justicia social.
La ejecución de las penas de privación de libertad establece una relación jurídica entre el recluso y la administración en cuanto afecta a su nueva situación y, al mismo tiempo, excluye un condicionamiento. La pena no limita o anula la tenencia, ejercicio y disfrute de otros derechos. Así como el delincuente no es un ser extra-social, tampoco es un ser extrajurídico.
El concepto jurídico de la moderna defensa social tiene límites que no deben ser sobrepasados. El Congreso Internacional de Defensa Social celebrado en Lieja
[Bélgica]12, fue convocado sobre la temática del problema de la responsabilidad humana desde el punto de vista de los derechos de la sociedad en sus relaciones con los derechos del hombre.
No se puede exigir a un hombre que medite sobre sus delitos, o que recite un lastimoso mea culpa público, solamente para conseguir una medida de ejemplaridad colectiva, para resarcir el daño causado o para sentirse dentro de una sociedad protectora, sin otro fin ulterior. Es injusto, jurídica y moralmente, aplicar un sistema de defensa social sin pensar en la reinserción social del delincuente.
Debe buscarse un equilibrio entre la seguridad general de los intereses colectivos y los particulares, en la trayectoria social de los delincuentes. Dos declaraciones de voluntad regulan la situación jurídica de este problema: una, la de la sociedad canalizada por los órganos de imposición y ejecución de las sanciones, y la otra, determinada por la volición positiva del delincuente a la reinserción social.
La primera -la de la sociedad ejercida sobre el delincuente- es una imposición de lo general a lo particular. La segunda es una pronunciación erga omnes que hace nacer una justa exigencia por parte del delincuente de pedir a la colectividad los medios necesarios para su nueva integración en el seno de la sociedad; es decir, procede de lo particular a lo general.
La Asamblea General de las Naciones Unidas, por resolución Nº 2200 [XXI] Apartado B, del 16 de diciembre de 1966, aprobó solicitando ratificación o adhesión de los Estados, el Pacto Internacional de Derecho Civiles y Políticos13, declara: El régimen penitenciario consistirá en un tratamiento cuya finalidad esencial será la reforma y readaptación social de los penados… [Sic].
Los regímenes penitenciarios regulan la ejecución de las penas y medidas de seguridad que imponen una privación de la libertad. En consecuencia, el fin de la ejecución de este tipo de pena queda proclamado universalmente con una finalidad básica de dos disciplinas que se comprometen: reforma y readaptación social, que, en definitiva, van encaminadas al mismo objeto.
Todo proceso en la ejecución de las penas se dirige, pues, al retorno social del delincuente. La influencia de los sistemas penitenciarios en la organización de sus esquemas y grados, no es otra cosa que una escalada que acerca al recluso a la comunidad en función. Los nuevos métodos de ejecución de ciertas sanciones leves y los de la fase final de las sanciones graves, son ejercicios sociales de adaptación al orden colectivo que están cumpliendo una necesidad de contacto e introducción del delincuente en la plena actividad social: los métodos de semi-libertad, los de internamiento discontinuo, las detenciones domiciliarias, las liberaciones condicionales, las detenciones provisionales y los sistemas de libertad vigilada.
Las situaciones de privación de libertad dentro del cauce jurídico, y la finalidad de la actividad penitenciaria hacia la reforma y readaptación social de los detenidos, son tratadas también dentro de la sistemática normativa del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; siendo altamente significativo que en este Pacto se ordena la observancia del respeto debido a la dignidad inherente a la naturaleza humana de los reclusos y liberados, considerándola como un derecho de aplicación y exigencia universal.
Dr. Alejandro Cruzado Balcázar
BIBLIOGRAFÍA
Cfr. ÍSMODES CAIRO, Aníbal: Sociología. Ed. Minerva. Lima, 1967; págs. 334-346.
Comentario
Muy buen informe, nuestras cárceles, no están preparadas para la reinserción, estas abarrotadas , falta de higiene, y personales inadecuados para tratar con ellos.
Excelente
mary
Agregado por Nilo 0 Comentarios 1 Me gusta
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