LAS PENAS PRIVATIVAS DE LA
LIBERTAD VISTAS CON LOS OJOS DE NUESTRA CENTURIA
. El artículo IX del Título Preliminar del Código Penal peruano prescribe que: La pena tiene función preventiva, protectora y resocializadora; y el artículo 3º del Decreto Ley 17581, o “Unidad de Normas para Ejecución de Sentencias Condenatorias” determina que: La ejecución de las penas privativas de la libertad tiene por objeto la readaptación del condenado. Deberá desarrollar el sentido de responsabilidad, robustecer sus posibilidades afectivas, exaltar los valores espirituales y morales y relevar las obligaciones familiares y comunitarias; es decir que, conservando el carácter punitivo, la sentencia condenatoria prepare igualmente al detenido para su retorno a la sociedad. Entre estos dos principios media un campo de tensión que a consecuencia del doble sentido de la tarea impuesta por la ley, está lleno de problemas, dudas y expuesto a discusión.
El permanente debate entre los partidarios de la pena propiamente dicha y partidarios de la reeducación del detenido, con miras a su reinserción, está centrado en su sentido y eficacia; pero continúa el debate ante el problema de saber cómo aplicarla de modo eficaz.1
En el siglo XXI, la penología2 confronta el problema de la generalización:
La libertad de observar las leyes, así como las reglas no escritas que juegan en las relaciones humanas, implica también la libertad de no hacerlo. El preso en ese ambiente fuertemente controlado, solo tiene esta libertad en un grado muy reducido. Vemos entonces que, con mucha frecuencia el detenido, en la situación frustrada en que se encuentra casi no se comporta como un adulto, ya que no tiene la posibilidad de obrar y tomar iniciativas. Además, en cierto sentido está libre de muchas responsabilidades. En algunos casos, la detención le ofrece la seguridad que no conocía o que no puede encontrar fuera de la cárcel.
El reo está protegido contra sí mismo y contra la sociedad que no puede enfrentar. A pesar del padecimiento de no ser libre, para el reincidente la celda puede convertirse en una especie de segundo hogar.
La comunidad de detenidos -tal y como esté dividida interiormente- ejerce presión sobre sus miembros. Posee reglas, códigos y jerarquías; y quienes la integran deben tenerlos en cuenta. Esta situación puede comprometer los esfuerzos del personal por inculcar al detenido las reglas y principios de la sociedad normal. Muchas personas encargadas de la ejecución de las condenas conocen la duda, la inquietud y los problemas. A las oficinas del servicio central se le hacen muchas preguntas relativas a la forma de la política penitenciaria, y no existen respuestas prontas para estas cuestiones. Los hombres y sus problemas no se dejan atrapar por respuestas.
En el siglo pasado, se procedió a construir establecimientos penitenciarios para aliviar de alguna forma el hacinamiento y la promiscuidad. Ahora, en el presente siglo, en el que credos y estructuras cambian cada día, no tratamos de institucionalizar cosa alguna; nos damos por satisfechos si podemos analizar los problemas actuales y encontrar una solución que sea provisoria. Séneca dijo: No hay viento favorable para quien no sabe a dónde ir.
Debemos tratar de reducir el campo de tensión entre el carácter de punición y el de rehabilitación de la pena. Crear condiciones para que el recluso pueda ser guiado hacia la libertad ulterior reinsertado. La materia penológica, no termina en los límites de las cárceles. Su aplicación va más allá. Cumple con funciones postpenitenciarias, afirmadas en la doctrina resocializadora que propuso Bernardino Alimena3: Máxima seguridad social con el mínimo sufrimiento individual. Esta es la principal tarea que debemos enfrentar y que exige una solución que responda a los imperativos de nuestra época.
La suma de todos los delitos cometidos se asemeja a un iceberg. Solo una parte es visible y emerge del agua. De todos los centros penitenciarios de nuestro país, solo algunos son centros correccionales, reformatorios bajo vigilancia, casas de detención o cárceles. Pero cada uno de estos establecimientos representa para el hombre de la calle un símbolo del mal que aparece a la superficie. Pensamos que quienes se encuentran allí, son diferentes de nosotros, que nada tenemos en común con ellos; un ejemplo típico de pensamiento exclusivo y excluyente.
En el presente siglo, nos encontramos en una situación en la que las instituciones penitenciarias comienzan a ocupar un lugar en la sociedad y a ser parte de ella, tal como la población de estas instituciones que debe ser preparada para volver a ocupar su lugar en la sociedad a la que pertenece por derecho propio.
Esta nueva definición del papel que corresponde a las casas de detención y a quienes residen en ellas temporalmente, y el hecho de que la prisión comience a ser una institución social, tiene consecuencias trascendentales para la filosofía y la práctica penitenciarias.
Estas evoluciones no se detienen, ahora, ante las murallas, pues penetran en dichas instituciones por ósmosis. Hoy tratamos de resolver el problema de introducir las evoluciones sociales en el sistema penitenciario. El propósito de la política penitenciaria es, por tanto, cambiar la detención de modo que: – la vivienda, el trabajo, las ropas, la alimentación, la cultura y las recreaciones estén al nivel del peruano medio del siglo XXI. – las relaciones humanas dentro de la prisión reflejen tanto como sea posible aquellas del mundo libre.
Es evidente, que algunas condiciones son del todo inferiores, en tanto que otras lo son parcialmente. Determinados establecimientos han sido modernizados en cuanto a la distribución de las habitaciones. La alimentación se mejora, aunque, hay que admitirlo, todavía a ritmo muy lento. Los uniformes a rayas han sido reemplazados por los trajes de paisano corrientes o por ropas personales. Empero, tendrá que pasar mucho tiempo antes de que los presidios puedan ofrecer alojamiento y facilidades paralelas a nuestra época. Habrá que esperar la transformación radical de los actuales centros de reclusión.
Para juzgar la práctica penitenciaria actual es muy importante saber cómo funcionan los centros de reclusión en cuanto a su carácter de comunidades en las que viven procesados y condenados, cuál es su ambiente y cuál es la naturaleza de sus relaciones humanas, que constituyen la base de los esfuerzos para preparar a los condenados a reintegrarse a la sociedad. Se trata aquí de detenidos que retornan a la sociedad después de haber estado recluidos en un centro de detención o en una prisión.
En relación con ambos grupos, es importante evitar que el período de detención, que marca fuertemente al individuo, se convierta en un tropiezo demasiado grande llegado el momento de su reinserción. Para quienes la duración de la pena permite establecer un plan de rehabilitación social, es esencial que su vida durante la reclusión refleje tanto como sea posible aquella de la sociedad libre.
La psicóloga inglesa Pauline Morris4 sostiene: Lo más que se puede esperar de los nuevos métodos que preconizan el acrecentamiento de las posibilidades para el trabajo en grupo, el estímulo del sentido de la responsabilidad, y otras medidas de rehabilitación, es que éstos contribuyan a impedir que, durante su detención, el hombre pierda el sentido de su dignidad. Es un error creer que los conocimientos teóricos actuales, en cuanto atañen a las penas, nos permiten conocer el camino que conduce a tal readaptación social de los detenidos. Pero si estamos en condiciones de impedir un determinado número de conflictos entre el personal y los detenidos, y de hacer la vida en las prisiones más equitativa y más soportable, entonces, habremos obtenido, en todo caso, algún resultado.
Lo que debemos hacer, por tanto, es reducir al mínimo la influencia nefasta de la detención. No debemos empeñarnos en hacer más agradable la vida a los detenidos, sino
tratar de normalizarla en la medida de lo posible, vale decir, desarrollarles la independencia, la madurez y el sentido de responsabilidad.
Hombres y mujeres llegan a nuestras instituciones porque son presuntos o condenados. Los hombres van a la cárcel en castigo, no para ser castigados. No nos corresponde presumir su culpabilidad o castigarles, sino el mantenerles en nuestro sistema todo el tiempo que se nos ordene hacerlo y en protección a la sociedad; no debemos someterlos a más rigor que el necesario, ni aumentar inútilmente su padecimiento a tal punto que sea intolerable para ellos.
Deberán aplicarse las normas mínimas de las Naciones Unidas respecto al trato de prisioneros5. En consecuencia, debemos aceptar el principio de que las medidas restrictivas de la libertad durante la detención no han de ir más allá de lo necesario para los efectos del arresto o prisión, y que debemos respetar la situación jurídica de los hombres sobre quienes tenemos que ejercer una autoridad temporal. Esto significa también en la práctica, que no debe de haber más supervisión que la necesaria del correo de los detenidos, o, mejor todavía, que el control se realizará solo cuando fuera verdaderamente indispensable.
Además, por razones humanitarias, los detenidos deberían estar facultados para elegir, tanto como fuera posible, el lugar de su reclusión para que, en los casos de tener a su familia cerca, puedan beneficiarse del derecho a la visita regular de sus seres queridos, evitando de este modo el menoscabo o la pérdida de los vínculos afectivos.
Habría que dar asimismo al detenido un salario verdadero, de acuerdo con el cumplimiento razonable de un trabajo apropiado, y no abonarle automáticamente una retribución que él reciba indiferentemente por las labores cumplidas [experiencia en instituciones penitenciarias europeas].
Mantener la personalidad del detenido significa que no se le debe desmoralizar con el retiro, a su ingreso, de todos sus bienes personales sino que debe conservarlos; así podrá conducirse correctamente vestido y no en harapos. También ya instalado, es necesario que pueda escribir cuando experimente la necesidad de hacerlo sin tener que pedir el favor de enviar una carta suplementaria. Para conservar su personalidad, el recluso no debe de vivir en un mundo en donde solo puede hacer todo lo que se encuentre expresamente permitido, excepto aquello que se prohíba por motivos justificados y manifiestos. Ya he sostenido que los establecimientos de detención, en el presente siglo, son motivo de mayor atención que en otros tiempos, y que ahora se tiene cada vez más conciencia de los vínculos existentes entre éstos establecimientos y nuestra sociedad.
El desarrollo de las comunicaciones entre “hombres libres” y “no libres” nos coloca ante la necesidad de observar de cerca los cambios estructurales y humanos en la sociedad y concederles el lugar que les corresponde en nuestra política. Estamos, felizmente en la obligación de hacerlo si queremos mantener la vida del sistema carcelario y, con él, a los detenidos y a nosotros mismos, si queremos evitar que el período de detención se transforme en un “tiempo muerto”, sin ninguna relación con la existencia que espera al detenido después de su liberación.
El padre dominico belga Georges Henri Pire6 [Premio Nobel de la Paz en 1958], iniciaba su libro Construir la Paz [1966] con la frase siguiente: El diálogo es una respuesta a las exigencias más críticas, más apremiantes y aun más desesperadas de nuestros tiempos.
El diálogo deberá estar presente entre las generaciones, entre los pueblos y las razas, entre quienes dirigen y quienes son dirigidos, y, por tanto, entre los directores de prisiones, las juntas de rehabilitación y los delincuentes. Y para que este no sea un diálogo entre sordos, en el cual se hable mucho pero nada se comprenda, es conveniente analizar, en el marco de la evolución de las relaciones humanas lo concerniente a la autoridad y su ejercicio.
La autoridad como poder legítimo, indispensable para la seguridad y el orden, ya no es algo que se acepta por descontado; para hacerse aceptar deberá aprender a hablar por sí misma, a condición de que tenga algo que decir. Igualmente, deberá aprender a mantenerse sin recurrir muy fácilmente a la fuerza y el poder. En nuestro mundo la fuerza no es muy popular. Ha pasado a ser un recurso extremo, que se emplea solamente cuando todo lo demás ya se ha ensayado. Así la última palabra, entre naciones, la tiene la bomba atómica; en la calle, la porra y el rochabús; en las prisiones, la vara, la celda disciplinaria y los grilletes. El hombre del siglo XXI -y el detenido lo es también- exige que los dirigentes den a conocer claramente sus fines. Ya no tolera ser gobernado como un niño o como una marioneta.
Las administraciones autocráticas y anacrónicas están en colisión. Quienes dirigen deben mostrarse dispuestos -si no quieren perder todo contacto con la realidad- a renunciar a su punto de vista anacrónico de la represión por la fuerza y de su propia inviolabilidad. La autoridad debe, en consecuencia, admitir que se le interrogue, escuchar objeciones, evaluarlas y, donde ello sea aplicable, tenerlas en cuenta en el desarrollo de su política.
La comunicación entre los detenidos y la sociedad, y que se opera gracias a la prensa, la radio, la televisión, las visitas de reclasificación social, las discusiones colectivas con estudiantes, los encuentros deportivos, la participación en jornada de formación en centros externos y universidades populares, la reglamentación de permisos de salidas, etc., no nos permiten ignorar lo que ocurre extramuros de las prisiones. No podemos mantener enclaves regidos autoritariamente en medio de una sociedad que se democratiza más y más, tal como, a la larga, no podremos permitírselo tampoco a las iglesias, a las escuelas o a las fuerzas armadas. La cuestión no está en saber si aprobamos o no personalmente esta evolución, que no es una evolución pensada por nosotros, sino que, a mi modo de ver, testifica la comprensión de las tendencias de nuestra época.
Una vez que el personal penitenciario y los detenidos hayan aceptado nuestras explicaciones, podrá comenzar el diálogo, podrá iniciarse la acción conjunta de personas, de conceptos diferentes, darse el primer paso hacia una verdadera discusión. Pero las discusiones tienen, por definición, un motivo; tendremos que definir los temas a discutir por guardianes y reclusos, sino, acontece que el diálogo degenera. Como participantes, debemos conocer nuestra posición y, sobre todo, abstenernos de adoptar una actitud autoritaria o dar muestras de una mentalidad paternalista.
El personal de todas las jerarquías, formado en una larga tradición penitenciaria, en la que las relaciones han estado claramente definidas, los papeles de superiores y subordinados bien delimitados, y donde se ha sabido a qué reglas atenerse, no quiere seguir aplicando, es verdad, la vieja regla de “una orden es una orden”. Pero estos funcionarios sienten dificultades para descartar la regla en cuestión, con respecto de los detenidos, puesto que, al hacerlo, éstos últimos se encuentran colocados a un mismo nivel. A su vez los detenidos, que con frecuencia necesitan directivas claras, ven algunas veces un intento de discusión como la flaqueza de la autoridad o como una ocasión bienvenida -al considerar que se ha relajado la disciplina- para conseguir todas las ventajas posibles.
Si, además a la comunicación entre dirección y detenidos no se suma una comunicación igualmente franca entre dirección y personal, la información va por malos conductos y el personal se siente frustrado. Si, finalmente, este personal deduce del cambio habido en las relaciones humanas que no hay motivo para seguir al pie de la letra los reglamentos referentes a la inspección de celdas, registros y vigilancia, se produce un verdadero caos. Hay que aceptar que el trayecto está claramente señalado y que será recorrido paso a paso. Que de tiempo en tiempo, el personal y los detenidos darán un traspié o se extraviarán. Empero, si existe una excepción, debe existir una regla para la que se aplica dicha excepción. Debemos aprender de las faltas cometidas y alcanzaremos así una mayor madurez. Son raros los que creen todavía en el viejo ideal penitenciario de “tranquilidad a cualquier precio”, aquel que implica que las agitaciones y las quejas son dominadas o sofocadas, pero que, no dejan de aumentar a la sombra.
El descontento debe manifestarse abiertamente; demos a los detenidos la posibilidad de expresar libremente sus agravios durante las discusiones en que participen.
Los detenidos deben elegir a sus representantes, indicándoles qué reglas deben observarse para esta elección, cómo y cuándo habrá consultas entre la delegación y el resto de los reos, con qué miembros de la dirección deben discutir los detenidos y cuantas veces; de qué manera deben ser aceptadas sus propuestas y quién se encarga del proceso verbal. Si la dirección acepta sus demandas, aceptarán los detenidos determinadas condiciones y un cierto grado de responsabilidad. Es evidente que el debate constituye una excelente base para explicar a los reclusos la eficacia de ciertas medidas adoptadas.
Si no logramos exponerles las cosas claramente, su crítica -que puede ser justa- podría llevarnos a alterar nuestra política; y los detenidos serían capaces de contrariar los verdaderos propósitos del diálogo. En este contexto no debe olvidarse que la forma, la frecuencia y el método de discusión están ligados a la situación penitenciaria.
Este interesante tema de las relaciones entre el personal y los reclusos; y de su oportunidad, posibilidad y utilidad para la preparación de estos últimos a su reinserción, constituye una parte esencial en la política penitenciaria vista con los ojos de nuestra centuria. Quien tenga alguna idea del propósito de la penología, habrá comprendido que dicho proceso no puede ir más allá de las posibilidades de la dirección y el personal.
De allí la importancia que deberá tener la evaluación psicológica y la selección, la instrucción, la especialización [en educación especial] y la capacitación permanente del personal penitenciario; para una buena comprensión y relación entre la administración carcelaria y la población del penal. Tarea enorme, para la cual se han echado las bases, pero cuya realización recién ha comenzado.*
Los partidarios del principio de la punición también tienen derecho a exponer su punto de vista, lo cual hacen a menudo y casi siempre con agrado. Ellos se preguntan si la política penitenciaria no conduce a anular todos los efectos que el juez o las salas penales quisieron provocar con la sanción. El criminalista holandés, profesor Nagel, en su libro Diario de Ley Criminal y Criminología, expresa: Consideramos el caso de un hombre a quien la justicia impone una pena de reclusión. Un individuo a quien se le quiere afectar privándole de su libertad. Pero esta libertad es una parte integrante de todo lo que este hombre posee y es. No debemos cometer el error de creer que le privamos solamente de su libertad. Perturbamos su alimentación y su respiración, su existencia biológica y, asimismo su vida espiritual.
La privación de libertad, influye en la vida de un hombre más profundamente que la angustia, la pena o, si se prefiere, el dolor que acompañan al detenido en su marcha a través de las instituciones penitenciarias. Un buen gobierno jamás podrá ser sustituto del autogobierno. De allí la necesidad natural de escapar de la pena privativa de la libertad.
El criterio irreconciliable entre los partidarios de la punición y los de la reinserción, ha logrado engendrar, como consecuencia de la colisión de actitudes, a la más hipócrita de las instituciones que pueden conocerse: el presidio.
Empero, hay que continuar buscando el camino, actualizar conceptos, intentar nuevos procedimientos, desterrar pasados modelos culturales y recetas divinas de comportamiento, probar que los reclusos son capaces de reinsertarse, que hay que individualizar el tratamiento; que hay que trabajar en profundidad concediendo menos importancia al evento delictivo y mayor atención a su reeducación. Contar con especialistas más preparados en ciencias de la conducta: profesores especializados en educación especial, psicopedagogos, psicólogos clínicos, antropólogos, sociólogos, y asistentes sociales; y tratar de trabajar con grupos muy pequeños de reclusos, otorgándoles todas las facilidades y todo el aporte científico para su recuperación. Propugnar que así como se emplea mucho dinero por enfermo en los hospitales y se gastan cantidades fabulosas en la adquisición de armas y municiones para las guerras, es necesario invertir mucho en los Establecimientos Penitenciarios.
Obligar al Estado a que convierta las prisiones, de mazmorras, en clínicas de conducta. Trabajar simultáneamente con la familia del recluso [si la tiene]. Hacer, en cada caso, todo lo humanamente posible para reinsertarlo. De acuerdo a sus necesidades y debilidades, de acuerdo a sus reacciones y personalidad.
Y si aún este camino no da frutos -estamos ya en el terreno de lo ideal- seguir perseverando. Trabajar en prevención para que nunca lleguen los ciudadanos a los presidios porque, a lo mejor, ya será demasiado tarde. Tener en cuenta que la delincuencia no es una causa sino una consecuencia; un efecto del desorden social.
Los resultados, sin embargo, siempre serán muy variados. Todos los reclusos, y entre ellos muchos sociópatas, no van a tener tratamiento. Todos no alcanzarán a ser reinsertados. La resocialización es, justamente, un ideal, pues no nos ofrece un gran porcentaje de certeza y de infalibilidad. De la autenticidad de nuestra actitud y de la consagración para realizar los fines propuestos, dependerá en gran parte, el resultado que se obtenga.
Reconocer estas limitaciones es otra parte de las virtudes que deben adornar a los profesionales que se dedican a la difícil y delicada tarea de la rehabilitación social.
Bibliografía 1. Revista Jurídica del Perú. Año XXX -Número
1- 1979. Lima, Perú, págs. 5-172. Enciclopedia Jurídica Omeba. Editorial Driskill S.A. Buenos Aires-Argentina, 1979. Tomo XII, págs. 163. Alimena, Bernardino: Principios de Derecho Penal. Editorial Leyer. Bogotá-Colombia, 2005; pág.
96.4. Morris, Pauline: Un estudio sociológico de una prisión inglesa. Editorial Routledge. Hardcover. Nueva York-E.E.U.U., 2003; pág. 49. 5. Convenio de Ginebra relativo al trato debido a los prisioneros de guerra. Aprobado el 12 de agosto de 1949 por la “Conferencia Diplomática para elaborar Convenios Internacionales destinados a proteger a las víctimas de la guerra”, celebrada en Ginebra del 12 de abril al 12 de agosto de 1949. Entró en vigor el 21 de octubre de 1950.6. Pire, Georges Henri: Construir la paz. Editorial Fontanella. Barcelona-España. 1969; pág. 126* Asumo que, urge la necesidad de que el Estado cuente con un Instituto Universitario, exclusivo para el personal penitenciario, especializado en la formación de pedagogos y psicopedagogos en educación especial [penitenciaria]; en sociología y antropología criminal, así como en criminología y penología.
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