Detenerse a pensar en los finales, en la dificultad que entraña el hecho mismo de atreverse a darlos o el dolor inconmensurable de recibirlos, nos obliga a analizar aspectos profundos no sólo de las circunstancias que los determinan, sino de la actitud interna para asumirlos.
En mis pocas pero suficientes experiencias con los finales también descubrí que es más fácil endilgarle a otro la horrorosa responsabilidad de darle a lo inevitable, la palabra, la acción, que certifique su conclusión. No importa que en lo profundo del alma ya se lo esté viviendo. El problema, radica en esa última exhalación que determina el momento de no retorno. Ese punto final que tarde o temprano, cuando todo se derrumba, nos parece necesario ponerle a una historia.
Sin embargo, en la mayoría de los casos, más allá de las palabras o los hechos que lo certifiquen, el final se escribe primero en el corazón. Se impone el peso de su presencia en los sentimientos muertos, en la pérdida del respeto y la admiración, en la angustia del sin motivo y el desgano, y en el agobio inconformista y brutal del desencanto.
¿Qué no hubo adiós? ¿qué no se dio la temida y necesaria despedida?... ¿qué no pudimos escribirle un final romántico y de telenovela o arribar a un acuerdo honroso de ruptura?
Pero, acaso... ¿puede haber una palabra o un hecho específico que certifique un final?
¿Un instante bendito o maldito que lo corrobore? ¿Una despedida adecuada, benéfica o dañina, correcta o despiadada? ¿Un papel que lo legalice, una acción que lo socialice?
Y acaso, yendo un poco más allá en este análisis... ¿alguna de esas cosas es siquiera, necesaria?
Porque en definitiva, los finales y los adioses comienzan a escribirse casi sin que nos demos cuenta. Y en la mayoría de los casos, aunque no seamos capaces de reconocerlo, ya estaban inscriptos en el comienzo mismo de distintos modelos de relación, que por sus características son rotuladas como prohibidas, por sus resultados. carentes de amor o por sus objetivos fundamentadas en absurdos criterios, como el interés material, el propio aburrimiento o la desolación.
Entonces... ese final que tantas dificultades, lleva implícito, ese certificado de la pérdida y la conclusión de una etapa, se torna casi... innecesario.
Porque, en definitiva, lo único que sí es esencial e impostergable... lo único que nos puede salvar y otorgarnos la resurrección de las nuevas oportunidades, es el olvido.
Pero el olvido es una tarea individual, interna, de convicción sobre su necesidad para seguir viviendo, de trabajos arduos para aprender sobre el perdón, de análisis para la absolución de los propios errores y de superación de esquemas mentales erróneos o patológicos.
Una tarea individual, en la que también pueden sumarse elementos facilitadores y de transición desde lo social: las amistades, la familia, el trabajo, el amor…
En definitiva el verdadero final, no lo determina una palabra, un acto, una despedida, ni ningún otro hecho concreto dirigido hacia otra persona, sino la barrera que nuestro corazón es capaz de levantar sobre el pasado donde ese otro se circunscribe. Barrera racional y emocional que de alguna manera nos permitirá salvar el presente y construir otro futuro. Una tarea individual, que no necesita de ese otro que formará parte del pasado. Ese otro, que también hará lo suyo para salvarse y olvidar… o no… Pero a sabiendas de que, lo que el otro haga, o cómo el otro se salve, ya no nos concierne.
Pablo Neruda dice: “... Si de pronto me olvidas, no me busques, que yo ya habré olvidado”
Todos arrastramos finales, adioses, inconclusos o no, pero que forman parte de un pasado donde, lo único esencial, en definitiva, es la actitud interior que nos permita finalmente la paz que trae el olvido.
CRISTINA VALIDAKIS
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