PLATERO

 

 

 

            En mi humilde tumba, amada, cuyo sitio exacto de ubicación terrenal sólo tú conoces, porque todos los días la visitas para iluminarla con silvestres flores del camino, deberás colocar, cuando lo consideres prudente, un ejemplar de Platero y yo, el mágico libro de Juan Ramón Jiménez, que nutrió de encanto y de ternura muchos instantes de mi incomprensible vida, llena de frustraciones, de pesares, de cantos dolientes y de alguna que otra satisfacción ganada en desigual lucha a otros, que por ser poderosos, se creyeron con derecho a ella.

            Con Platero y yo iluminando mi sepulcral soledad, podré sentirme vivo otra vez, amada,  y disfrutar su lectura sin par y mirífica, cual el agua del pozo donde Juan Ramón contemplaba las estrellas y como las florecillas del camino, de efímera vida,  que el asnillo y su amigo, tan compenetrados, admiraban ensimismados en su belleza silvestre, cuando recorrían los prados de Moguer.

            Seguro, amada, que tal como lo hacía cuando mi cuerpo físico estaba vivo y no era, cual ahora, un amasijo de huesos que pronto se volverá polvo, tampoco tendré el valor suficiente para leer el capítulo de su muerte, por demasiado triste, por tan patético, porque Platero, para mí, está vivo y en tal condición está pastando en los prados del cielo con Juan Ramón encima y Zenobia contemplándolos. ¿Muere el niño que todos llevamos dentro? ¿Verdad que no, amada?

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