Me aterrorizan, amada, los fantasmas de la noche porque me trasladan, sin mi anuencia, a momentos de mi atormentada vida que no quiero recordar por horripilantes, desgraciados e infelices.
¿Cómo hago, amada, para borrar de mi angustiada mente estos recuerdos horribles que al vivenciarlos en los sueños se convierten en terribles pesadillas y que sólo son abatidos, tras desigual lucha, con el despertar que demora un siglo en sacarme del fuego infernal de esos seres terribles?
Ningún sortilegio, amada, ha podido librarme de esos fantasmas que inexorablemente esperan, como el cazador a su presa, como el mar al río que devorarará o como el caballo que para vencer la adversidad esperaba un rey
para cambiarlo por su trono, para atraparme en sus redes y llevarme a vivenciar oníricamente, con inevitable frecuencia, terribles instantes pasados que hirieron con saña indescriptible mi tierna carne de entonces y mis sentimientos rodeados de pureza e inocencia.
¿Acaso, amada, mis pecados fueron tantos y tan terribles para que los azotes que recibí por ellos en tiempo real no fueron suficientes y tenga que expiarlos en los sueños que deberían ser plácidos y no tormentosos?
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