- FELICIA  -

       Esa mañana, tratando de dejar los temores de lado y las desconfianzas sobre la fidelidad de Simón, Felicia pensaba que conocer  y salvar al inglés le había cambiado la vida para siempre. Jamás pensó que se pudiera sentir ese revoloteo de mariposas que nacía en sus sienes, atravesaba su boca, pasaba por su pecho y la recorría entero hasta aflojarle las rodillas, cada vez que lo veía. Salvarlo y desear que jamás se marchara, fue todo uno. Y ya nada le importó. Ni los abismos culturales que sustentaban sus respectivas historias, ni desafiar las convenciones sociales y familiares que tan bien había aprendido a pugnar o evadir.

    Y como siempre contaba con el negro Simón para ayudarla en los planes que concibió en el segundo previo a decidir ocultar al inglés en el sótano. Desde allí simplemente fue un encadenamiento de hechos vertiginosos que le confirmaron que ya no podría vivir sin él.  Poco a poco y con el correr de los días, sus esperanzas de unirse al extranjero y exponer la situación públicamente se vieron incrementadas, principalmente con la fiesta organizada por su madre, a la que asistieron varios oficiales invasores. Además, el domingo, había visto que varias jóvenes más o menos de su edad, se paseaban tranquilamente por la plaza charlando amigablemente con ellos. Entonces ¿ qué impediría que ella también lo hiciera? Sin embargo, esta amable cara mostrada a los invasores, tenía su reverso. Pocos días después, escuchó a su padre conversando con otros acaudalados porteños, mientras se incluían en aventurados planes para la Reconquista de la ciudad.  Y su horror no tuvo límites. Ahora tomaba conciencia de que toda la situación que vivían los ciudadanos con los ingleses era una simple farsa montada para tomarlos por sorpresa y sacarlos de la Colonia. Entonces supo, con una certeza apabullante, que jamás podrían estar juntos, a menos que ella ideara la forma de salirse con la suya y ayudar al inglés a huir.

      Y la solución llegó, como siempre, de la mano de Simón. Simplemente esperarían hasta el momento en que las tropas inglesas fueran derrotadas y obligadas a retirarse y huirían juntos. Usarían los túneles subterráneos descubiertos por azar. Los que nacían en la puerta secreta del sótano y que conducían hasta el Río. Allí, buscarían a los amigos del inglés, que los llevarían hacia el puerto de la Ensenada, donde podrían, finalmente,  llegar a bordo de la fragata “Leda”.

      Esa mañana del 11 de agosto habían sido el día definitivo, el que los había obligado a tomar la decisión. Las tropas de Liniers, después de avanzar por Buenos Aires con el apoyo masivo de hombres, mujeres y niños, habían desatado la rebelión general del pueblo. Y por la tarde los británicos, uno a uno fueron aniquilados. Poco después, por su padre,  Felicia se enteró que los familiares, heridos, mujeres e hijos de los soldados del regimiento inglés, abandonarían la ciudad al amanecer y se dirigirían al puerto de la Ensenada para embarcarse. La noticia, por un instante la desesperó al enfrentarla a la urgencia del inglés por marcharse y a la de ella por seguirlo. Pero también comprendió que era la única salida que les quedaba, y la oportunidad que tanto habían esperado. Él sería uno de tantos soldados heridos que huía y ella fingiría ser su esposa.  Determinaron escaparse después de la cena, cuando ya nadie notaría su ausencia. Pero esa noche, su madre no tuvo mejor idea que reunir a todos en la sala: esclavas, criadas jóvenes y viejas, negros y pequeños y les ordenó esperarla en la capilla para orar por el triunfo inminente de los criollos. Felicia, angustiada explicó que le dolía mucho la cabeza y debía acostarse enseguida.

-  No soportaré otro de tus caprichos en un momento como éste. Tus mayores con semejantes problemas y tú no eres capaz siquiera, de elevar una oración por ellos. Irás a la capilla con dolor de cabeza o sin él.

          Pero allí estaba, otra vez, Simón, salvándola. Mientras caminaban hacia el oratorio familiar se le acercó y le explicó sus planes. Y rato después, desde el rincón más lejano de la capilla, el negro furtivamente se marchó. Él acompañaría al inglés a través de los túneles, mientras todos estaban distraídos con el Rosario a la Virgen.   Así retrasarían a sus amigos que se habían comprometido, a través del negro, a esperarlos a la medianoche en la playa del Riachuelo cuando llegara el momento de huir. Simón, conociendo ya el lugar, volvería a buscarla para que juntos pudieran marchar al encuentro con los demás ingleses que zarparían en la fragata anglosajona por la mañana. Pero debía apurarse, porque los túneles se llenaban de agua cuando la luna llena  generaba la pleamar y sólo se volvían a vaciar a la madrugada.

        Después de muchas oraciones, Felicia pudo saludar a sus padres y marcharse. Ahora sí, estaba libre de salir al encuentro con su amor con la seguridad de que nadie notaría su ausencia hasta el día siguiente, cuando ya estuviera dentro del barco que la llevaría a un futuro diferente y deseado.

       Ya dentro del sótano aprontó todo como lo habían planeado: trabó la puerta que comunicaba con el exterior para demorar la entrada de su familia, se quitó el vestido verde esmeralda y las delicadas joyas engarzadas que adornaban su cuello, colocándoselas con repugnancia al esqueleto que Simón había conseguido quién sabe dónde, agregando a su lado, su diario y el misal de carey traído de las Indias. Tomó la lámpara de aceite y lo derramó, un poco sobre las frazadas y otro poco sobre los huesos humanos. De esa manera, cuando hallaran los restos quemados, todos creerían que  Felicia había muerto, víctima de alguna de sus travesuras. Una muerte que para ella sería el sinónimo de la libertad.

           Se vistió con ropa cómoda y tomó un pequeño baúl de mano, con sus ahorros y el resto de sus joyas. Se detuvo en la puerta secreta que conducía a los túneles y miró hacia atrás. Allí quedaría el comienzo de su futuro. El que se llevaba estampado en las mejillas encendidas y los ojos brillosos. El que la esperaba detrás de esa puerta oculta. Unos minutos más y sentiría los pasos de Simón, los mismos que la acompañarían hacia una nueva vida. La que había elegido. Y la antigua Felicia, niña e inocente, quedaría allí, en ese abigarrado montón de cenizas en las que se transformarían sus posesiones abandonadas. Y la nueva Felicia marcharía junto a su amor y su destino.

        Sintió unos ruidos tras la vieja puerta y supo que había llegado el momento tan esperado. Encendió un fósforo y lo arrojó sobre el aceite que enseguida comenzó a arder. Giró hacia la puerta y tratando de abrirla, llamó a Simón:

- Empuja, que de este lado no puedo. – dijo  tratando de mover en vano el picaporte oxidado y endurecido. – Vamos, Simón, que ya se encendió el fuego. ¡Ayúdame!

            Del otro lado, prosiguieron los ruidos sin que nadie contestara.

- ¿Qué estás haciendo, Simón? ¿Qué son esos ruidos? ¿Eres tú, Simón? Contéstame... contéstame... Simón... Simón... El fuego...

            Tras la vieja abertura secreta,  continuaron los extraños rasguños y mordidas. Pero nadie le contestó, mientras la joven intentaba en vano, mover el picaporte.

 

                                                     -SIMÓN  -  

            Cuando la luna llena plateó las puntas quisquillosas e inquietas del Río de la Plata, el Mar Dulce de Solís, sólo iluminado por su lánguido farol,  el negro aterrado comenzó a trotar en la semipenumbra . Debía apurarse si no quería que la marea alta los alcanzara a él y a Felicia antes de abandonar los túneles.  Ya había dejado al inglés con dos soldados que los esperarían  hasta poco más de medianoche, en un punto cercano a la Ensenada. Luego se marcharían con el Comodoro Popham, en su fragata.

          Si esas malditas ratas no se le interpusieran todo el tiempo por el camino haría más rápido, pensaba Simón.  En los días anteriores, el recorrido le había parecido mucho más breve y más fácil de hacer. Luego, comentó a su amita, que no tendrían dificultades ya que después de sus prácticas por ellos, había llegado a reconocer los recovecos de esas galerías de memoria. Pero ahora, con la total oscuridad, el miedo y esos bichos asquerosos que rozaba con los pies descalzos, y los alados que revoloteaban en torno de su cabeza, la historia era diferente. Tuvo conciencia de que se había demorado más de lo previsto y encima, se ligaría el reto de una Felicia enojada y muerta de ansiedad.

             Un poco más adelante se detuvo. Se había equivocado en el atajo elegido. Retrocedió enojado por los segundos preciosos perdidos por su ineptitud y cuando llegó al cruce volvió a tranquilizarse. Un lamento acuoso le llegaba desde el río confundido con otros ruidos que no alcanzaba a precisar. Tal vez, aquellos murmullos que decían las leyendas, sólo se oían por la noche. Tal vez, las ánimas estaban molestas por su invasión. Angustiado, tomó el atajo correcto y siguió avanzando hacia la puerta del sótano sintiendo cada vez con más claridad ese extraño crepitar y tropezando con las ratas ahora, huyendo extrañamente hacia el río. Con una certeza de inminente desgracia, recorrió como sonámbulo el interminable pasadizo que le faltaba para llegar. Pero sólo recién al acercarse a la abertura secreta sus sentidos percibieron  lo que no habían querido captar hasta entonces: el acre olor del humo, los golpes y los gritos enloquecidos de su ama.  El terror lo paralizó en el instante mismo en que abrió la puerta. Allí estaba el límite, el que habían tocado Simón y Felicia una vez más. Ese confín aledaño del infierno, el lazo inesperado jalándolos hacia la muerte, materializado en una neblina negra y un calor sofocante que golpeando su rostro, lo impulsaron  sin piedad hacia atrás. “¿Dónde está Felicia?” fue lo primero que pudo pensar. Pero las llamas le impidieron entrar. “Cobarde... cobarde...” se dijo a sí mismo como tantas veces lo había llamado ella. “Ya la vencimos una vez juntos... y volveremos a hacerlo” se dijo en una promesa intrépida. Y sin pensarlo un segundo más, penetró en el recinto caldeado, con sus ropas empapadas y el corazón anegado. Tomó el cuerpo inerte del piso, sintiendo las llamas adhiriéndose a sus brazos y piernas desnudos y luego corrió con la sensación de tener al diablo pisándole las huellas. “ No va a llevarnos el coludo...” iba diciéndose en voz baja mientras un instinto feroz de supervivencia ponía velocidad y fuerza a sus piernas en el recorrido, por los ahora completamente oscuros túneles. Cuando faltaban aún muchos metros comenzó a sentir sus pies chapoteando en el agua helada  que, con sus murmullos de pleamar ingobernable, comenzaban a lamer las piedras . Cada paso se transformó en una secuencia exigua de movimientos descaecidos, y cada respiro en un gemido macilento. Y finalmente, después del último recodo vislumbró la abertura luminosa del final del túnel. Con el agua hasta las rodillas salieron a la noche plateada. Sólo unos minutos después, pudo apoyar el cuerpo exangüe sobre la arena húmeda.

        Y cuando  la luna con sus epicúreos brazos envolvió los contornos de su cuerpo, abrazado al de su ama, recién soltó el llanto.

-  ¿Qué ocurre, Simón?- escuchó junto a su oído - ¿Dónde estamos? – preguntó Felicia abriendo sus enormes ojos rubricados  de estrellas. Simón se sobresaltó; pasó su mano rápidamente por sus mejillas y la miró tratando de ver su rostro a través del velo opaco de las lágrimas.

-  En la playa, amita. – dijo apresurado y fingiéndose feliz.

-  ¿Qué pasó con el fuego? ¿Les ganamos a esos gringos porfiados?- inquirió tratando de incorporarse. Y luego mirando a su alrededor preguntó - ¿Qué hacemos aquí?

-  La llevo con el inglés, ¿ se acuerda?  como Ud. quería. – respondió sorprendido.

-  ¿De qué estás hablando, Simón?... Vamos... ¿es una broma? ¿o te volviste loco?

-   Con el inglés... el que estaba escondido en el sótano, amita...

- Te he dicho... tantas veces... que en el sótano no hay nadie... que no creas todos esos cuentos de viejas... – dijo apoyándose nuevamente en el abrazo de Simón y girando su rostro desvariado hacia él -  ¡negro supersticioso! ... ni el coludo se animaría a esconderse allí... mucho menos un inglés. – agregó  estirando su desfigurado rostro hacia el negro, en la mueca cruel de lo que intentó ser una sonrisa. Simón la miró, como si la viera por primera vez y acariciando lentamente esa cabeza rizada, ahora coronada de resortes chamuscados, trató de encontrar en esa maraña de ampollas, el rostro tan amado, mientras las lágrimas volvían a dejar profundos surcos en el hollín apelmazado de su piel morena.

-  Pero... amita... Ud. quería irse con él... – agregó en voz baja, tratando de que no lo viera llorar.

-  Vamos a casa, Simón.  –  y secando el rostro del negro con sus manos caldeadas agregó – No llores, mi querido cobarde, nadie dirá nada por nuestra tardanza, ni se enterarán que me caí al río por espiar a la barrendera mientras paría.

       Entonces,  entrecerró los ojos agotada. Y Simón entendió. Como sólo entienden los corazones que aman más allá de todas las diferencias. Ella le pertenecía. Caprichosa, loca, perdida... No importaba. Lo que los unía era superior a los dobleces incongruentes del destino.

   Cuando ella lo miró nuevamente, estiró los brazos y los enroscó con suavidad  en el  cuello del negro. Y  descansando sus miedos en él, como siempre, susurró:

-                           Apúrate a pensar una excusa y volvamos a casa, que estoy empezando a tener frío...

 

                                            CRISTINA VALIDAKIS

                    DEL LIBRO "DE RAÍCES Y HUELLAS" 2005

                      Novelas Históricas Breves.

      

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