- FELICIA -
El día había comenzado respondiendo a todos los objetivos que se había propuesto. Hasta el momento todo marchaba a la perfección. Sólo ese negro cobarde le había demostrado que estaba nervioso. Andaba con la vista gacha y los hombros hundidos como si estuviera por precipitársele el mundo encima. Pero, por supuesto, sólo ella lo había notado. Porque en esa casa era la única que tenía ojos para el negro Simón. Claro, eran amigos, casi hermanos. Se habían criado juntos. Hasta que su madre se preocupó por sus edades y el tiempo que compartían y le había exigido “comportarse como una señorita y no darle tanta confianza a la servidumbre”.
- Es mi amigo.- le había respondido ofendida.
- Es un negro, descendiente de esclavos.- casi le había escupido en la cara – no lo olvides nunca. Jamás tendrás amistad con un negro. Y si no lo entiendes pronto, si no actúas como corresponde, me encargaré de que ande prendiendo faroles en la calle.
Felicia sabía que su madre cumplía sus promesas. Y que prender faroles en la calle, significaba, en sus creencias de joven rica, lo peor que le podía ocurrir a un negro. Andar en la oscuridad, descalzo, sin amos protectores; sufriendo frío, hambre y abandono.
Entonces Felicia y Simón de común acuerdo, habían decidido que desde ese momento, la amistad que los unía también pasaría a formar parte del reguero interminable de confabulaciones que acoplaban sus sentimientos, sus infancias, sus vidas. Esa cohesión incomprensible que, ambos sabían los unía para siempre, más allá de los fundamentos discriminatorios, raciales y anticuados de su madre.
Por un momento, una serpiente corrosiva le recorrió la columna vertebral y se le anubarró el entusiasmo. ¿Y si el negro Simón la traicionaba? ¿ Y si el amor que le tenía – ella sabía que él la idolatraba hasta la locura- no era suficiente para la irracional acción que estaban por cometer? ¿ Y si eran más fuertes los celos, que ese amor? ¿ Y si a último momento, Simón pensaba en los resultados, en el cambio sustancial que la decisión tomada por su ama, le traería a su vida? ¿ O en el castigo recibido si algo fallaba?
Porque Felicia recordaba muy bien las consecuencias de una de sus peores ocurrencias hacía ya varios años, de la cual, por supuesto, Simón había sido cómplice. Por ese entonces, acostumbraba a pasear con su nana por la plaza que la llevaba a ver los baratillos que llegaban de los barcos. Pero algunas veces se escapaba con Simón y en una de esas, mientras el negro se distraía mirando los carros ornamentados que detenían al costado de la plaza, había escuchado el comentario entre dos horrorizadas damas sobre la forma en que algunas negras esclavas, e incluso indias, parían a sus hijos. Simplemente acuclilladas a la orilla del río. Sin ayuda ni controles.
- ¡Claro! – había dicho una de ellas- ¡cómo no van a ser retardados luego sus hijos, si vienen al mundo expuestos a un golpe, al frío, o la suciedad!.
Y aunque Felicia no pudo seguir escuchando, porque el negro la llamó, la historia la había desconcertado por completo. ¿Dónde quedaban todas esas fábulas con que su madre la había criado? Lo que sí iba cobrando más sentido, eran los fragmentos de conversaciones entre mujeres en los té de las tardes que en ocasiones, había alcanzado a escuchar. Para aclarar sus dudas, en el camino de regreso, interrogó a Simón hasta el cansancio. El negro le confirmó que las cigüeñas, sólo traían al mundo a cigüeñitas y luego se rió de ella descaradamente.
- ¡Que habrá sido inocente doñita...! ja ja ja... ¿de dónde se supone que un pajarraco así sacaría un niño?... ja ja ja... Nunca había oído una mentira así. ¿Por qué se la dirían?
- Y... a ver, negro cabezón... explícame entonces cómo... a ver... dejá de reírte y explicáme.
- Bueno... de las mujeres... de dónde sino. De la panza salen los chicos.
- ¿De la panza?... ¡ Por Dios! – y se quedó pensativa - ¿Por el pupo será? – agregó.
- Ay, no, doñita... no, no me haga contarle estas cosas. Mejor... mejor pregúntele a su mamá... – dijo el negro poniéndose bordó, que es como se ponen las pieles oscuras ruborizadas cuando el rojo, se mezcla con el negro.
- No, no, no te vayas negro cobarde... explícame bien- dijo tomándolo del brazo.
- Mire... – agregó a los tirones, cada vez más avergonzado – mire a la barrendera...
- ¿Qué tiene la Luisa?- preguntó Felicia girando los ojos en dirección a la negra.
- Sólo mírela un poco y pregúntele a ella, mejor... – Y dando un brusco tirón se soltó y salió corriendo.
Entonces, Felicia decidió que no había nada mejor que ver los hechos por sí misma. Se dedicó día y noche a observar a la joven barrendera negra, que hasta el momento para ella había sido completamente invisible como todos los esclavos, pero que ahora, luego de las palabras de Simón, había cobrado una importancia capital en su vida. Con el bordado en la mano, simulando hacer un pequeñísimo punto cruz, la observaba todas las tardes en el patio techado. Y en poco tiempo, entendió el mensaje del negro. La sirvienta esperaba un bebé, por más que hubieran tratado de hacerle creer que había engordado por comer mucho. Porque lo único que crecía era su panza. Y a veces ésta se le movía y entonces ella la acariciaba con cariño. No podía ser, indudablemente, que lo que acariciara con tanto amor, fuera el puchero que se había despachado al mediodía. También crecían sus pechos, esas características femeninas que en ella, en esa época, recién comenzaban a desarrollarse. Así, con sus teorías confirmadas, no le perdió pisada y cuando creyó que la cintura de la mujer no podía estar ya más redonda, pensó que había llegado el momento de saber cómo saldría de allí ese niño. Sólo había que estar atentos.
La tarde en que finalmente la vio marcharse con un atado de sábanas en sus manos, caminando tan lento hasta la exasperación, convenció a Simón de que debían seguirla.
- Se va a lavar ropa al río- dijo el negro enojado- amita Ud. es un peligro, ya le dije – me va hacer azotar.
- Más te van a azotar si saben que fui sola, que te pedí que me acompañaras y no lo hiciste. Además no va a lavar. Obsérvala bien, camina con las piernas como jinete recién bajado del caballo. Y mírale la cara... mírala bien. Está sufriendo por algo. No está sonriendo como siempre que se agarra la panzota. Ese bebé está por salir. Lo sé.
- Se me va a aparecer el “coludo” esta noche, por hacerle caso a usté. Me va a hincar el trasero, me va a quemar el dedo gordo del pie, me va a...
- Ya te dije que eres un negrito cobarde. Quédate con tu miedo al “coludo” que yo no me pierdo esto.
- No, espere... yo voy – terminó diciendo enojado, pero convencido al fin.
Y salió detrás de ella, repitiendo oraciones para espantar al Diablo, hasta que llegaron a la orilla del río.
-SIMÓN -
El negro, caminaba por la oscuridad, pensando que el río los estaba esperando, pero si zarandeado por sus miedos y sus dudas, no se apresuraba no llegarían a tiempo. Mientras aceleraba el ritmo de sus pasos temblorosos por los pasadizos, recordó que ese mismo río, parecía ser el escenario preferido para las aventuras más riesgosas que había emprendido con su ama. ¡Cómo lo habían azotado en esa otra ocasión, por acompañar a Felicia a espiar a la negra pariendo! Pero había valido la pena, porque fue la única vez que ella intervino para defenderlo. Aún en este momento actual y de preocupación que vivía, el corazón se le encendía de estrellas de sólo recordar cómo había corrido hacia él y lo había abrazado interponiéndose entre el látigo del patrón y su espalda, recibiendo ella el golpe sobre su delicada y blanquísima piel.
- ¡ Me salvó la vida, papá!- había gritado llorando, sin soltarlo a pesar del golpe. Y todos habían comprendido – o sabido desde siempre- quién era la organizadora de las travesuras por las que castigaban injustamente a Simón.
Por supuesto, él también había actuado mal aquella tarde acompañándola al río para espiar a la sirvienta mientras tenía a su bebé. Pero ese acto, también podía entenderse como lealtad.
¡Si parecía ayer que había ocurrido! Primero se habían escondido tras el juncal desde donde podían ver que la mujer, mojaba una de las sábanas que llevaba y luego la extendía sobre una enorme piedra plana. Sólo un rato después, jadeando y entonando raras canciones, sudando a raudales y desfigurada de dolor se acuclilló. Entre cantos, jadeos y gritos, sintieron un llanto y luego, vieron enrojecerse las sábanas.
- ¡Ha nacido! – gritó Felicia – acerquémonos que no veo. – Sin darle tiempo a responder, con el agua llegándole a las rodillas y desatenta a todo llamado de Simón, la muchacha se internó en el río para llegar a la curva que bordeaba la piedra ensangrentada. En un instante de terror, Simón la vio desaparecer arrastrada por la corriente. No pensó ni medio segundo y se arrojó tras ella, logrando sacarla entre los juncos. El resultado fue obvio: los azotes y la pulmonía que durante varios meses pusieron en riesgo la vida de la muchacha, parecieron un castigo justo a semejante fechoría. Durante un tiempo, Simón inocentemente creyó que las travesuras en común habían terminado. Porque el hecho en sí, era un claro recordatorio de los límites que no debían sobrepasar. Aquellos que podían atentar contra sus vidas o dañar la de los demás. Porque “el lazo de la muerte es de atraco inesperado”, le decía su padre, “ y cuando te jala es difícil librarse de él”. Pero ellos lo habían logrado. Se habían desjalado el lazo de la muerte juntos. Tal vez, no volvieran a tener tanta suerte.
A pesar de las consecuencias sufridas, el hecho en sí, le había confirmado los sentimientos de su ama hacia él. Claro que no era tonto, seguía entendiendo que no había futuro posible para ellos. Pero, la esperanza es el único paliativo a las certezas dolorosas que no queremos aceptar, y Felicia, al salir en su defensa, había alimentado esa inútil pero necesaria pócima anestesiante de la razón.
Hasta el día de la Invasión. Hasta el día en que el inglés llegó a sus vidas desmantelando sus sueños al mismo tiempo que inauguraba los de Felicia.
Recordaba que había sido uno de los peores días de la vida de los ciudadanos de la otrora tranquila y próspera ciudad. Se había tratado durante dos días de impedir el avance de los ingleses, pero ese mediodía del 27 de junio de 1806, las tropas de milicianos criollos afluyeron desde el Riachuelo, casi sin haber disparado un solo tiro, seguidos por los ingleses. El fuerte se había convertido en el centro de los acontecimientos. Todos estaban a la vez abatidos y a la expectativa del desenlace que indudablemente se aproximaba.
Felicia había recibido la orden de permanecer en su habitación, mientras que a Simón, por primera vez en años, se le había asignado la difícil, por no decir imposible, tarea de cuidarla. Tal vez, en la familia habían empezado a creer que él, era el único que podía protegerla de sí misma. Pero se habían equivocado. Porque con el transcurso de las horas y luego de innumerables ruegos, llantos, amenazas y un sinfín de promesas futuras, al fin, lo había convencido no sólo de que la dejara salir de su habitación, sino que la acompañara hasta el patio trasero de la mansión para escuchar mejor la acción que se desarrollaba en las calles. Y entonces lo había llamado “cobarde” . Hacía años que no le decía así. Precisamente desde que la había salvado de las aguas del río. Y se sintió ofendido, como retrocediendo en el tiempo hacia esa época en que se veía a sí mismo solamente como el esclavo. Con el reverente temor de haber perdido todos los espacios ganados en su corazón, abrió la puerta y salieron, tropezando casi con un cuerpo ensangrentado que yacía apoyado en ella. Con el rostro desfigurado de dolor, el cabello rubio y los enormes ojos celestes despavoridos, el inglés los miró. Por un instante se paralizaron sin saber qué hacer. Uno de esos monstruos invasores, un “colorado” como decía su padre, estaba tirado allí, a sus pies. Sobresaltado, Simón se movió hacia atrás para entrar y cerrar la puerta, pero su ama se agachó y le tomó las manos. El hombre la miró y sonrió con una mueca, casi un ruego mudo.
- ¡ Qué esperas, Simón! Ayúdame... que se nos muere. – dijo la muchacha asustada.
Y él, insensato, ciego de amor por la compasión que vio en los ojos de su ama, esa misma compasión que otras veces le había dirigido a este pobre negro, la había ayudado a entrarlo.
- ¿Qué haremos con él? – se atrevió a preguntar mientras lo llevaban entre los dos por el medio del patio temerosos de que los vieran.
- Al sótano... rápido... – contestó la joven jadeando. – nadie lo usa desde hace años...
- No... amita... está loca... ahí no...
- Vamos, cobarde, que al “coludo” no lo vi por ahí.- le dijo sonriendo con picardía.
Dejaron al hombre en el sótano y aprovecharon para buscar todo lo que necesitarían para curarlo y mantenerlo en el lugar el tiempo que fuera necesario.
- Tú te quedarás con él, el mayor tiempo posible. Diremos que estás enfermo, por eso se te ve poco. Y te harás el descompuesto desde ahora. ¿ Me entendiste?
- No, en el sótano no... – intentó replicar – mi abuela dice que allí está la puerta del infierno... que se oye el murmullo de las ánimas que no descansan y que hace años se llevó el río...
- Por Dios... ¿ cómo puedes creer en tantas tonterías? Estamos muy lejos del río. Además es sólo por unos días hasta que esté bien y se pueda ir. Vamos, ayúdame... – le había ordenado como siempre, con su sonrisa.
Ahora, recordando esos ojos tan amados, pensaba en qué inocente había sido creyéndole. Por supuesto que no podía sospechar las desopilantes ideas que germinaban en esa cabecita. Estaba convencido de que el inglés se iría enseguida. Pero, conociéndola tanto, debió sospechar.
El tiempo transcurrió rápidamente, mientras aunaban esfuerzos para que el inglés se repusiera y pudiera marcharse con los suyos, que con escasa resistencia se habían apoderado del Fuerte, capitaneados por Beresford.
Le llevaban agua y comida a escondidas e incluso Felicia robó ropas de su padre para que se cambiara. El inglés mejoró poco a poco y no hacía otra cosa que sonreír cada vez que la amita entraba en el sótano. Apenas si sabía dos o tres palabras de español y se pasaba horas, tratando de articularlas mirando el rostro de su ama. Y ella ¡ hasta había aprendido algo de inglés! Pero Simón seguía sin entender por qué, siendo que los “colorados” estaban al mando de la colonia, desde el mismísimo día en que hallaron al inglés, su amita no denunciaba la presencia del extranjero en su casa y, por otra parte, el “colorado” no hacía el menor amago de marcharse de allí con los suyos, como era lo lógico. Al fin y al cabo hacía casi un mes que se habían apoderado del fuerte de Buenos Aires, ante una población impávida y lista para atenderlos, por lo que parecían dispuestos a quedarse. Hasta su bandera flameaba orgullosa en el edificio central de la capital del Virreinato. Cuando le insistió a Felicia que debían entregarlo, ella se negó. Las razones que le dio, no lo dejaron conforme. Parecía poco probable que, como la joven argumentara, Buenos Aires se hubiera convertido en una red de planes conspiratorios para expulsar a los ingleses. Ella también le dijo que Beresford había lanzado un bando por el cual amenazaba de muerte a los desertores y el inglés, después de tantos días, indudablemente lo era. ¿Por qué denunciarlo, entonces, si había sido dado por desaparecido? Claro que era el único en esa situación, pero... ya se las arreglarían para devolverlo más adelante, cuando la situación se clarificara.
Pero todas las dudas del negro Simón se esfumaron el día en que los encontró abrazados, besándose. De esa manera en que sabía muy bien, Felicia jamás lo besaría a él.
Y se había equivocado nuevamente al no interrumpirlos. Al no hacer lo posible para terminar con esa locura de alguna manera y en cambio, seguir ayudándolos. Hasta les había facilitado la forma de salir del atolladero en que se habían metido, esa mañana en que, acomodando un poco el lugar para que el hombre estuviera más cómodo descubrió la puerta secreta.
- Acá está la puerta del infierno, Simón... – dijo Felicia riéndose a las carcajadas – ¡Cuidado! Que sale el coludo... – prosiguió burlándose.
- No juegue con eso, amita... Si estaba tapada y oculta por algo será.
- A ver, vamos a abrirla, para saber a dónde conduce, ayúdame que la manija está endurecida de herrumbre.
Y la habían abierto. La segunda puerta hacia el destino que parecía estar esperándolos en forma irrevocable. Hacia ese infierno que Simón tanto temía.
Agregado por Nilo 0 Comentarios 1 Me gusta
Agregado por Nilo 0 Comentarios 1 Me gusta
© 2024 Creada por Aimee Granado Oreña-Creadora. Con tecnología de
Insignias | Informar un problema | Política de privacidad | Términos de servicio
¡Tienes que ser miembro de ORGANIZACION MUNDIAL DE ESCRITORES. OME para agregar comentarios!
Únete a ORGANIZACION MUNDIAL DE ESCRITORES. OME