La Ciudad

La Ciudad

 

 

 

La ciudad aparece ajena a mis escombros.

No vale ser la isla en que me han confinado

mis seres inmediatos, mis fantasmas distantes,  

mis multitudes en que me solazo;

crecen delante de mí desesperanzas,

desalientos como pulmones fatigados,

gigantes pulmones que secretan utopías

fallecidas para pintar

el paisaje laxo de una urbe

que se fue antes de llenarse

de decretos de abandono

en cada uno de sus postes,

en cada árbol

con la cabeza gacha de amargura.

 

La ciudad es una barca desierta.

No tiene sentido llamarla desde la noche

si ya sus grises días anuncian

la desventura

de este desvarío de injusticias.

Es un naufragio colectivo la ciudad.

Nadie parece reparar en ello

mientras corren a deshabitar

las oficinas, las fábricas, los colegios

o esos agujeros impropios

que llaman hogar con decoro

sólo para esas palabras

huecas de dientes

para afuera,

vociferantes adjetivaciones

que esconden la desgracia

que nos penetra a todos.

 

 

La ciudad es una ausencia colectiva.

 

Nido de antiguas voces que sí amaron,

desván de lentitudes para la fraternidad;

tal vez un peso seco

sobre los infortunios

o una llama sin luz, o un viento

calmo que no deriva en nada

y nos quita los gestos de la cara.

Ni siquiera hay

la lluvia

para ensayar

heridas compartidas.

 

 

 

La ciudad es un páramo de desconfianzas.

La eternidad de lo inacabado

se anuncia con todos y cada uno de nuestros pasos.

 

No vamos a nada,

ni acudimos a nadie,

ya no nos vemos;

los espejos reflejan

nuestras ausencias

intemporales.

 

La ciudad, esta ciudad,

es todas las ciudades.

Es todas las ciudades y ninguna.

 

Cada ciudad de este hoy eterno tiempo

que se ha detenido en la nada

de nuestros destinos

es la condena

que nos merecemos porque

la hemos forjado con denuedo en nuestra

apátrida espiritualidad

del desconsuelo merecido

a golpes de ceguera de nuestros puños

desde la impotencia del sueño.

 

 

Sólo queda un grito verdadero en este

silencio infértil que es la ciudad.

Allá, en el más recóndito callejón,

un violinista enloquecido,

afiebrado,

toca el instrumento

para ver si despierta

algunos de esos zombis que salimos

de nuestros agujeros

a correr a ningún lado

todas las mañanas, todas las

mañanas, todas, todas, todas,

semana tras semana,

mes a mes,

año tras año,

tras año tras año tras año

tras año:

hasta que dejemos de rayar

este disco inmundo

del abandono

a que nos hemos confinado.

Vistas: 3

Comentario

¡Tienes que ser miembro de ORGANIZACION MUNDIAL DE ESCRITORES. OME para agregar comentarios!

Únete a ORGANIZACION MUNDIAL DE ESCRITORES. OME

Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

Your image is loading...

Insignia

Cargando…