La vida es una enredadera,
se sube y se baja en las escaleras
de nuestras venas que circundan
por todo el organismo; caminamos,
botamos, salpicamos de gozo
y asimismo de espanto, de terror
y de miedo; sabemos que este camino
no es sencillo es una hiedra que se mueve,
camina, avanza, crece, crece y crece…
Todos tenemos un destino que desconocemos,
por buena suerte no lo conocemos, porque
si lo supiéramos estaríamos impávidos y yertos;
pero avanzamos también como la hiedra
que se ha apoderado de nosotros desde
nuestro nacimiento; y desde ese momento
no para, mueve su dorso, avanza sin descanso
y finalmente llegará un momento en que pare…
pare, irremediablemente, en el día destinado
a nuestro final: la muerte, así de simple
cuando todo se acabe y finalice: muerte…
Pero no nos detengamos en el entretanto,
avancemos con tiento y sin remilgos;
veamos con la mejor sonrisa el mundo
que nos rodea, sin importar que repugne
a nuestra vista, y a nuestros sentidos;
sonriamos, pese a todo, porque esa clave
es la fuerza que nos sostendrá colgados
de esta inmensa rama que es la vida.
Y de la que pendemos, junto con los demás
semejantes nuestros en este diluvio de estrellas
que es la enredadera, la hiedra infinita
de nuestros gozos, placeres y amarguras.
Hiedra que nos dominas sin saber bien a bien
por qué, ni para qué; pero más vale que le pongamos
un signo y un destino. Porque de lo contrario
todo habrá sido en vano en esta enredadera,
hiedra sofisticada que nace, crece, se desarrolla
y muere, para matarnos con ella mientras fuimos.
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