VENTURAS
Apenas amanecía en el pueblo. Todos fueron saliendo de sus casas, poco a poco. Estaban espantados. Desde las cinco de la mañana -decían quienes despertaron con los ruidos de los vehículos y el acompasado caminar de los soldados-, decenas de camiones descargaron hombres armados que, estratégicamente, fueron colocados de manera que el cerco fuera insalvable.
-Estamos rodeados -dijo el cura de San Juan El Alto, mientras corría el pestillo de la ventana para persignarse en seguida-; pero acércame las llaves del templo -indicó a María-, no debo suspender para no alarmar más a la gente. Mientras me visto, toca las campanas.
María siguió, nerviosa y apresurada, las indicaciones del padre Remigio. Le entregó aquél manojo de llaves grandes y pesadas que en su manufactura daban cuenta de la colonial construcción del templo y la casa cural. Salió de prisa por el corredor hasta la torre de la iglesia, mientras aquel sacerdote -que tenía más de treinta años de estar ahí, enviado por su orden, los dominicos- tomaba los ropajes rituales y meditaba sobre la magnitud del evento que envolvía a San Juan el Alto ese domingo.
Las campanas sonaban distinto. Algunos, los más, suponían que se trataba de alguna indicación precisa del padre Remigio para reunirse en el templo. Otros, los menos, recordaron que era la hora de la primera llamada a misa de seis. Unos pocos más, envueltos en la desazón, ni siquiera repararon en el repiqueteo provocado por María que, dado su estado, ciertamente jalaba del lazo en forma inusual comunicando su nerviosismo.
Casi al mismo tiempo, en la casa del delegado del pueblo, Andrés Santos, el llanto histérico de las mujeres enmarcaba la detención del líder natural de los cafetaleros. Los soldados habían penetrado a la casa con violencia. Patearon la puerta principal, rompieron la vieja tranca, entraron por la cocina -que era la comunicación natural con el exterior- y cuando iban a los dormitorios toparon con Andrés y un puñado de niños y mujeres espantadas, pero indignadas al mismo tiempo. Andrés, al frente, impedía con los brazos cualquier movimiento de su madre, sus dos hermanas, su cuñada, su mujer y sus hijos. Dió un paso firme al frente.
-¿Qué les pasa?, ¿qué los trae por aquí?, ¿Por qué se atreven a entrar de esa manera?
-A tí te buscamos -dijo el teniente que iba al mando de los soldados-, tenemos orden de llevarte vivo o muerto. ¡Ya te chingaste! No te vas a poder escapar, ni tú, ni tus secuaces. ¡Al gobernador ya lo tienen hasta la madre...!
No opuso resistencia. Casi al mismo tiempo que se desarrollaba ese diálogo, tres hombres armados rodearon a Andrés. A empellones lo sacaron de la casa. Lo colocaron en una camioneta cerrada, vigilada por tres jóvenes sardos.
Si quitáramos los uniformes a los soldados, casi todos, la mayoría de ellos cuando menos, podrían confundirse con las gentes del pueblo: ojos negros y rasgados, pómulos salientes, tez morena, manos recias, flacos y enjutos pero de músculos probados en las tareas del campo. En la mirada de unos y otros, pueblo y soldados, soldados y pueblo, se adivinaba una historia de sojuzgamiento muy gruesa. Atrás de la mirada superficial de todos ellos podría advertirse un paisaje desértico; puede admirarse el silencio ancestral como una pirámide milenaria. Un silencio que podría estar enterrando traiciones, engaños, mentiras, explotación, explotación, abuso y más explotación.
Sin embargo, los soldados que llegaban agitados ante el coronel Servando para explicarle que en la iglesia del pueblo había una multitud enardecida, no parecían entender esas afinidades. Ellos habían sido enviados por sus superiores a una misión que, les dijeron con claridad, sería...
-"...muy delicada, muy compleja...No voy a permitir pendejadas -hablaba Servando con sus mandos medios la noche anterior en la capital regional, antes de salir para San Juan el Alto-; ni titubeos, ni malas interpretaciones, ni que salgan con las estupideces de "no entendí lo que me ordenó..."...
Esa orden, de inmediato, casi a media noche, les había sido retransmitida, con la explicación de que los cafetaleros de ese poblado estaban a punto de levantarse en armas contra el Supremo Gobierno -que así le decían al poder central de la nación.
Ahora marcha Servando con más de un centenar de miembros de la tropa rumbo al templo. De lejos se advierte que algo sucede porque las campanas del pueblo siguen en un enloquecido repiquetear, las calles están vacías y hasta los perros, fuera del monótano transcurrir cotidiano del lugar, huyen en busca de un rincón tranquilo, por el momento inexistente, no al menos en las calles, llenas de soldados...y de miedo.
Los noticieros de las grandes cadenas televisivas hablaron de la masacre apenas a unos minutos de ocurrida. Las primeras informaciones calculaban en más de trescientos los muertos. Hubo quien llegó a mencionar arriba del medio millar de personas fallecidas: entre hombres, ancianos, mujeres y algunos niños.
Los mecanismos gubernamentales de información tardaron un poco más en emitir un comunicado oficial. No obstante, pudo advertirse que fueron veloces. Hablaban, en síntesis, de que el ejército, por órdenes presidenciales había logrado desbaratar una conjura internacional que tenía como foco a San Juan el Alto. De acuerdo con estas informaciones, el sacerdote del pueblo -que ya estaba preso- era uno de los principales conspiradores en contubernio con la dirigencia de los cafetaleros y, "probablemente, con un grupo guerrillero europeo", además de intereses económicos trasnacionales, "aún no identificados". El cura, -siempre en esa línea cupular de explicación-, había llamado al pueblo en masa para armarlo y lanzarlo contra la tropa. El ejército había tenido que defenderse. Había más de un centenar de sospechosos presos, y "desafortunadamente, sesenta y siete muertos, entre ellos dos niños; la mayor parte de las personas fallecidas cayeron por las balas de francotiradores apostados en las torres de la iglesia del pueblo"...
Los periódicos de todo el mundo dieron la noticia, más en detalle, al otro día. Fue imposible impedir el escándalo que hizo retumbar tribunas internacionales, foros humanitarios y provocó manifestaciones en cuando menos una docena de capitales importantes de países europeos y americanos.
Meses después de la masacre la transformación de María era impresionante. Nadie hubiera reconocido en esta guerrillera, cada vez más apta para la caminata en la montaña y el manejo sofisticado de armas de fuego, a aquella solterona de más de cuarenta años, mojigata, ama de llaves, secretaria, cocinera y compañía durante décadas del padre Remigio.
-Las venturas del cielo llegan, a veces, disfrazadas de calamidades -le dijo María a Porfirio, su compañero cafetalero como su hermano Andrés-, pero debemos enseñarnos a descifrarlas, a leerlas.
Porfirio devolvió como comentario a María una sonrisa amarga, empañada; y se quedó mirando al horizonte en la montaña mientras pensaba, incrédulo, si a eso que les pasaba podría llámarsele venturas.
Comentario
¡Gracias Teodora; desde luego es ficción, pero basado en sucesos dispersos por toda latinoamérica...!
Feliz fin de semana, sin coronavirus...
Gracias estimado, Benjamin por su relato , Venturas, acontecimientos ocurrido en el pueblo.
Saludos cordiales
Teodora
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