No importa el acento, la tierra o el color,
ni el techo que cubra, ni el pan del dolor.
La pluma es la misma en cada rincón,
cuando escribe un poeta con el corazón.
Desde un monte andino hasta un viejo café,
de un barrio africano al rincón de un té,
la palabra florece, la métrica danza,
y el verso ilumina como la esperanza.
Cantamos al cielo, a la flor, al amor,
a la lucha silente del pueblo y su honor,
a la risa de un niño, al fuego interior,
a la piel de la luna y su eterno fulgor.
Somos almas errantes vestidas de tinta,
que sienten, que sufren, que gozan, que pintan,
con palabras que vuelan y cruzan fronteras,
derrumban los muros, abren las veredas.
No hay clase ni rango en el arte de amar,
ni un precio en la lágrima que va a rimar,
porque el verso es del pueblo, del alma y del viento,
y en cada poeta respira el momento.
Unidos estamos, sin patria ni juez,
la voz del poema no habla en inglés,
ni en árabe, en ruso, en quiché o en francés:
habla en el idioma del alma... tal vez.
Así somos todos, un canto sin fin,
la misma semilla en distinto jardín,
una sola pluma, mil manos, un sol,
poetas del mundo, ¡la voz del amor!
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