PRESENCIA
Aquella viejecita, encorvada, casi ciega y desdentada que vivía junto a la casa de mis padres, cuando era niño, siempre me pareció un dechado de jovialidad, pese a su aspecto.
Me agradaba. Simple y llanamente, me caía bien. Era una tipa amable, muy platicadora, que siempre buscaba el modo de contarnos -sobre todo a los niños del vecindario- alguna anécdota vivaz, alegre, con alguna carga de moraleja con que la salpicaba.
Hasta después de que dejé la casa. Cuando estuve estudiando y trabajando en la capital, y más tarde en Guatemala, inopinadamente me llegaba su imagen y me hacía preguntarme cómo era posible que mantuviera ese talante cuando que todos sabíamos que vivía sola.
Sola y su alma, con un gato de angora y un par de canarios -¿serían siempre los mismos?-, como únicas compañías.
Me lo pregunté de modo recurrente en la medida en que me fui haciendo adulto y, precisamente por la soledad, el carácter se me fue agriando día con día.
El tiempo pasó. Volví al pueblo. Mis padres ahora eran lo más parecido a aquella anciana, por lo menos por los años que cargaban a cuestas. Luego de una larga plática con ellos que duró varias horas, y de externarnos mutuamente el gusto por el reencuentro, salió a colación el caso de doña Rosita, que así se llamaba.
Fue el modo en que me descubrí por qué, hasta su muerte, ya nonagenaria, consiguió permanecer con esa alegría que le iluminaba la mirada.
La anciana había muerto de improviso, víctima de un problema cardíaco. Los vecinos, que en general le guardaban un grande afecto y una consideración entrañable, bien ganados por su manera de ser, se encargaron de los funerales. No parecía tener parientes, ni jamás habló con nadie de ellos. Pero una vez cumplida la solidaria tarea vecinal, los más cercanos a doña Rosita se reunieron, entre uno y otro rezos del rosario, para repartirse los escasos bienes de la anciana. Una comisión de mujeres se dio a la tarea de hacer una rápida limpieza del lugar para separar en dos simples rubros los enseres: los que habrían de repartirse y los que irían a la basura o a una pila que sería respetuosamente quemada para que los recuerdos no quedaran dispersos y volaran a anidar a sitio alguno que no les correspondería en todo caso.
El hallazgo lo hizo mi madre. Horrorizada me contó cómo en un enorme y bello ropero de cedro, junto a cartas de amor y el no menos amoroso diario de doña Rosita estaba, perfectamente momificado, de pie, el que fuera marido de esta señora. Los vecinos, luego de hablar con la policía, ya no quisieron guardar ningún recuerdo de la difunta.
Comentario
Inusitado final, interesante cuento y bien escrito .
GRACIAS UN ABRAZO Benjamín
Martha
Bello y a la vez terrorífica narrativa escritor, vaya, que buen cierre, lo felicito. Un placer disfrutar de la lectura. Saludos cordiales.
BENJA
Ella era feliz, eso lo importante, el ser humano no entiende que cada uno es feliz a su manera
Ojala lleguemos a viejos con un caracter tranquilo.
Muy buena extructura que nos mantiene em vilo hasta el final
Gracias
mary
No me esperaba ese cierre. ¡Tremendo!
¡Que sorpresa nos tenías, Benjamín! ¡Jajajaja!
¡Excelente! ¡Felicitaciones!
¡Inesperado final!
Amigo siempre sorprendiendo con tus recursos narrativos y la versatilidad de tu tintero que fluye en abundancia.
A pesar de ese final tan pero tan asombroso, me encantó todo lo que cuentas de Doña Rosita, con su temperamento siempre alegre y afable, cordial y fraternal caricia del alma cuando hemos vivido para agradecer las bondades de la vida, sus momentos hermosos y plenos, como también los no gratos y alevosos, pero que forman parte del periplo y que jamás debe de dañar nuestro carácter.
Tu narrativa es maravillosa y nos mantienes atentos a la trama hasta el final.
Definitivamente encantadora entrega, como siempre hace tu ingeniosa capacidad para recrearnos entre letras traviesas que roban suspiros y sonrisas.
¡Felicitaciones mi buen amigo!
Agregado por Nilo 0 Comentarios 1 Me gusta
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