Luego de mucho insistirle al pasivo del taxista, nos envió hasta Sucre en otro taxi que milagrosamente pasó por allí en esos momentos. Cuando llegamos al aeropuerto, nos hicieron pasar al avión directamente (éste ya era un Boeing 727, no una avioneta) y el equipaje lo tiraron en la bodega de equipajes de la aeronave porque según ellos, llevaban más de media hora esperándonos. Por qué nos esperaron? Porque los otros pasajeros del otro taxi armaron un escándalo para que nos esperaran. Al abordar el avión, los demás pasajeros nos recibieron con una rechifla que ni que hubiésemos sido jugadores de la selección boliviana de fútbol y acabásemos de perder la clasificación.
Lo que siguió fue un vuelo boomerang, como lo llaman los canadienses, o “la vuelta del bobo”, como lo llamamos los colombianos. Viajamos hasta Santa Cruz de la Sierra, ciudad situada al sur-oriente del país, para devolvernos luego hasta La Paz, situada al nor-occidente del país. Sería por cuestión de demanda, o tal vez porque la aerolínea se llamaba Aerosur. Llegando a La Paz, nos anunciaron que aterrizaríamos en el aeropuerto de El Alto en contados minutos. Sentí cuando la aeronave bajó el tren de aterrizaje y me asusté un poco porque el avión no descendió un solo metro, sino que aterrizó con la misma altura que traía, como si se tratase de un águila en la cima de una montaña. Pensé para mis adentros: “será que ya estamos muertos y estamos llegando es al cielo?” Al bajar me enteré que el famoso aeropuerto quedaba a 4.800 metros sobre el nivel del mar! Al intentar caminar me sentí pesadísimo y como si el aire sólo llegara hasta la mitad de mis pulmones. Minutos después, los extranjeros que veníamos en el vuelo empezamos a caer desgonzados, perdiendo casi por completo el conocimiento. “Es el sorochi”, me decía un boliviano con una sonrisa entre pícara e indiferente. Luego nos llevaron a la enfermería del aeropuerto y un médico nos chequeó y nos contó que lo que teníamos era el mal de la altura, o “sorochi”. Nos sirvió una bebida aromática y nos la hizo beber a grandes sorbos. Cuando pregunté qué era, me contestó que era té de coca! Casi lo vomito del susto!!!
Té de coca? Tenían que narcotizarme para aliviarme el maldito sorochi? Con la mala fama que cargamos los colombianos y ahora un médico me hacía consumir coca? Viendo mi angustia y mi ignorancia de tan exótica bebida, el médico me aclaró que era solo un té relajante y reanimante, pero que no tenía efecto narcótico alguno. Y yo que ya tenía los cojones en la garganta, qué me iba a relajar con un té!!!
Luego el médico nos enseñó a caminar y respirar en semejante altura y nos provisionó con unas pastillitas para cualquier síntoma posterior. Reclamé el equipaje y entonces pensé: “y ahora cómo carajos llego a La Paz?” Me acerqué a la burbuja de información y me dijeron que un taxi me costaría el equivalente a 12 dólares, pero yo solo tenía 10. Justo en ese momento llegaron dos gringos que no sabían ni una palabra de español y que representaban mi salvación. Les serví de intérprete con una sonrisa de oreja a oreja y con una amabilidad superior a la de cualquier prostituta con pocos clientes. Les conté luego mi historia, y como eran una pareja de turistas otoñales que se gastaban su pensión de jubilación recorriendo el mundo, se compadecieron de mi tragedia y se ofrecieron llevarme en el taxi que tomaron hasta el hotel, que concidencialmente era el mismo que yo había elegido. Y aleluyah! Allí sí recibían tarjetas de crédito!!! Caminé hasta el centro de la ciudad y encontré un cajero automático que me dio solo cincuenta dólares, dinero que yo creía suficiente para llegar hasta Colombia, pues no pensaba gastar en nada diferente a los impuestos de salida de Bolivia y Perú.
En la noche invité al par de viejitos gringos a cenar y me gasté una parte del cupo que me quedaba en una de las tarjetas de crédito, con la cual también pagué el hotel al día siguiente. Ellos estaban fascinados con La Paz, yo en cambio, la veía como una ciudad cárcel que más que paz me producía angustia. Les emocionaba pensar que el día siguiente conocerían indígenas andinos en su hábitat. Al día siguiente, me fui temprano al aeropuerto y compré un boleto en el primer vuelo que salía a Lima, en un destartalado avión de Aeroperú que hacía escala en Cusco. Pagué con la otra tarjeta de crédito, aún cuando sospechaba que ya no tenía cupo porque me había antojado de ropa en Buenos Aires. El boleto costaba 200 dólares, mucho más de lo que yo había imaginado. Pero aprobó el cargo. Pagué y me retiré a una cafetería a tomarme el último té de coca, esta vez sí para relajarme. Faltaban pocos minutos para abordar cuando escuché que me llamaban por el altoparlante del aeropuerto! “El señor Malcolm Peñaranda es solicitado urgentemente en el puesto de información”. Se me congeló la sangre en las venas!!!
Me habían rechazado la tarjeta de crédito? Me deportarían por fraude? Era delito para los extranjeros beber el puto té de coca? Tendría que viajar 24 horas en autobus boliviano para llegar a Lima? Me vería obligado a pasar nadando el lago Titicaca para poder llegar al Perú? Las piernas me temblaban desde el tobillo hasta la ingle cuando llegué hasta el puesto de información....
Continuará...
Comentario
Exactamente, cuauhtémoc molina monroy !
Sí, me pasa de todo, querido Hugo Mario Bertoldi Illesca! :)
Gracias por leerme y destacar mi escrito, querido Jesus Quintana Aguilarte!
Gracias por leerme, José García Álvarez!
¡Aijuna, canejo y amalaya! ¡A Usted le pasan cosas que a no a todos, don Malcolm, chamigo! Le dejo mis FELICITACIONES y sigo la saga, ¡of course!
Bien, el buen relato continúa, mi buen amigo.
Esperemos que en la continuación, la pesadilla remita.
Un fuerte abrazo.
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