Serie:                                                                        PUEBLO CHICO, INFIERNO GRANDE

Infierno inspirador:                                                  Poconchile

Provincia, Estado, Región o Departamento:     Arica (Chile)

 

Bajaba yo ese día del altiplano chileno y luego de un terrible soroche y el brusco ascenso al que lo someten a uno las agencias turísticas de Arica, me encontré con un pueblito salido de la nada que me negaba a creer que existía: Poconchile.

Me dijeron que el nombre significaba un Chile pequeñito y en realidad, lo era. Tuve que frotarme los ojos para comprobar que no estaba soñando. Era real. En mitad de la nada, enclavado en la sierra, a mitad de camino entre el mar y el punto más alto del norte de Chile, yacía un pueblito de calles polvorientas y casas como de pesebre navideño.

Las banderas chilenas pululaban por todas partes y cada lugareño que nos saludaba recalcaba que el pueblo quedaba en Chile, no en Bolivia. Se lo traducía a unos franceses que iban conmigo en el bus y ellos, atónitos, me preguntaban por qué consideraban necesaria la aclaración.

“¡Tendrán algún conflicto con los bolivianos!”, atiné a responder sin saber la razón exacta. Horas más tarde descubrí que había respondido correctamente. Todavía se peleaban porque Bolivia había perdido la salida al mar y aunque por allí cruzaban una carretera y una carrilera que comunicaba los dos países, los lugareños poco se comunicaban con los del otro lado de la frontera, pese a hablar los mismos idiomas.

Encontré un indígena muy alto que más parecía de la tribu cherokee que de una tribu chilena. Hablaba español machacado, pero se hacía entender. Me ofreció un montón de planes turísticos y recorridos y pese a que le decía que sólo estaba allí de paso, insistía cual testigo de Jehová.

Opté por invitarle una cerveza para callarlo. Pero me salió el tiro por la culata. Hablaba más cuando estaba hidratado. Busqué visualmente entre el bar alguno de los turistas que viajaban conmigo. No había ninguno.

En mi recorrido visual de pronto me percaté de la presencia de una mujer que bebía algo que no logré identificar. Me le acerqué y le pregunté si hablaba español. Me respondió ofendida:

“¡Claro que hablo español! ¡Soy chilena, pó!”  

Le pedí disculpas argumentando que era mi primera vez en la región y que me habían dicho que allí hablaban lenguas indígenas. Se me quedó mirando como dudando si me seguía hablando, me tiraba en la cara lo que estaba bebiendo o salía corriendo del lugar. El nombre que había entrado conmigo se marchó buscando otro turista que sí le comprara algo.

Luego apareció otra mujer que la acompañaba y que volvía del baño. Ella le gritó algo al mesero que yo no pude entender porque era mi segunda visita a Chile y mi conocimiento de chileñol era mínimo. Le trajeron a la otra mujer una bebida similar a la de ella y ambas tomaron unos cuantos sorbos, ignorándome por completo.

“Mi nombre es Malcolm”, les dije a ambas mientras les extendía la mano. Ambas se miraban y me miraban y yo no sabía si iban a agarrar mi mano para saludarme o para morderme. No lo hicieron para saludarme. Tan solo hicieron un gesto afable con sus cabezas.

“Mucho gusto. María. Y esta es mi prima Inara.”, respondió finalmente y yo no pude evitar el elogiar el nombre de su prima. Nunca lo había escuchado y me sonaba fascinante. La muchacha se sonrojó un poco y yo trataba de mostrarme lo más amistoso posible. Les invité a ordenar otra ronda de lo que estaban tomando y me respondieron con un rotundo no, casi en coro.

“No aceptamos nada de extraños. Nos riegan fama de facilonas si lo hacemos, cacháis?”, me dijo Inara medio indignada.  Luego empezó a hablarme de la belleza de la región, como para suavizar la cosa.

Ninguna de las dos mujeres era bella, pero tenían esa belleza interior que dan las palabras frescas, las opiniones sin filtros, la sonrisa socarrona de las lugareñas cuando entablan conversaciones con los turistas despistados.

María habló muy poco, no sé si por timidez o porque Inara hablaba tanto que la opacó por completo. Y la teoría del bar se aplicaba por completo a esta mujer que se me antojaba en una vida que quizás no era la suya, en un rol que ella ya no quería seguir atrapada, en un patriarcado cruel que la arrinconaba en medio de una realidad que no era su realidad.

Se desahogó conmigo aprovechando que en el bar ya éramos los únicos clientes. Quizás porque a esa hora de la tarde los hombres trabajaban y no iban al bar. Poconchile parecía un pueblo congelado en el tiempo. Como si más de 400 años no hubieran pasado, como si el paso de los siglos no lo hubiera afectado.

Los roles estaban ancestralmente determinados y eran inmodificables. Los hombres jornaleaban y las mujeres los esperaban pacientemente en la casa haciendo oficios domésticos y listas para cumplir con sus deberes de “buenas” mujeres, hacendosas y prediseñadas  en las mentes machistas de sus maridos, de sus padres y de sus hermanos.

Inara me contó que no las dejaban salir solas a la calle. Siempre tenían que estar acompañadas de un familiar. Tampoco podían escoger sus ropas. Siempre debían llevar vestidos largos de tonos oscuros y aburridos. Mucho menos podían consumir licor o asistir a fiestas si no las acompañaba un hombre. Sus historias me recordaron a las mujeres musulmanas que conocí en los países árabes.

La diferencia era que estas dos mujeres no eran musulmanas y tampoco pertenecían a las tribus de aymaras o mapuches que poblaban lugares cercanos. Eran mujeres mestizas que vivían en un país democrático, pero atrapadas en un pueblo olvidado donde los hombres monopolizaban sus vidas.  

También me contó que solamente se entretenían escuchando radio,  viendo la televisión chilena o hablando con los pocos turistas hispanohablantes que llegaban al pueblo a tomarles fotos para luego mostrarlas como criaturas insólitas.

No sabía qué era internet ni televisión por cable. Tampoco había salido nunca de la región y menos cruzado la frontera. Hacerlo les significaba ser juzgadas como traidoras porque a los bolivianos los veían como enemigos, no como vecinos. Escasamente conocía Arica porque allí la había llevado su hermano mayor una vez por encargo de su padre.

Sentí rabia e indignación por semejante esclavitud solapada. Tanta que se me pasó el soroche y el tiempo que nos habían dado para conocer el pueblo. Cuando instintivamente miré mi reloj, me percaté que solamente me quedaban quince minutos y no había conocido nada ni me había tomado más de dos fotos. Yo que le tomo fotos a todo lo que se mueve y a lo que no se mueve.

Insistí en invitarles a tomar algo, pero ellas volvieron a rehusarse. Y tampoco entró nadie más en el bar donde dormían los sueños y las ilusiones se esfumaban como los turistas. Y es que los demás turistas eran europeos que no hablaban español y que trataban de retratar el tercer mundo con sus lentes de largo alcance y sus mentes de corto entendimiento. Parecían querer contarle al mundo que habían estado en un lugar inhóspito en el que habían logrado sobrevivir como héroes que no lucharon ninguna batalla pero ganaron su medalla.

Inara cambiaba su tono de voz y su ritmo narrativo sonaba angustioso, como queriendo decirme ¡Sacame de aquí!, como queriendo arañar corazones pasajeros que por allí rotaban entre sístole y  diástole, entre traeme y llevame.

No había nada que yo pudiera hacer más que escucharla. No podía yo llevármela a ninguna parte. Tampoco podía luchar contra esos hombres que la oprimían y la reprimían.

Se despidieron de mí de mano voleada, agitándola como quien despide a alguien que se va en un tren que nunca va a volver. Quizás porque no se les permitía el contacto físico con ningún hombre forastero o porque era la forma que encontraban de decirle adiós al salmón que se les escapa en el río.

A medida que marchaba de vuelta al bus que me llevaría sierra abajo a Arica, volteé un par de veces para grabarlas en mi mente con un simple parpadeo. María se concentraba en un punto perdido en aquel bar medio fantasmal. Inara me miraba marcharme con sus cabellos al viento y su sonrisa auténtica. Mujer atrapada en su género, en sus sueños irrealizables quizá. Mujer en puntos suspensivos, esperando un continuará que no continuaba.

© 2019, Malcolm Peñaranda.

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Comentario

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PLUMA MARFIL
Comentario de MALCOLM PEÑARANDA el mayo 24, 2019 a las 10:43pm

Ja, ja. Sospecho que te enamoraste de Inara, querido Hugo Mario. Gracias por leerme y no aburrirte!


POETA DE PLUMA
Comentario de Hugo Mario Bertoldi Illesca el mayo 24, 2019 a las 6:55pm

¡Muy, pero muy, bueno, estimado Malcolm! Si hasta me parece ver a Inara, de soslayo, cuando voy al baño, y me hago esa pregunta que uno suele hacerse (cuando se halla en la incertidumbre): ¿a quién estará mirando esa lugareña?

P.S.: siga Usted como va con sus relatos, mi amigo Malcolm, que yo continuaré leyéndolos hasta que me aburran, ¡lo cual no parece estar cronológicamente cerca, po! Abrazo y mis FELICITACIONES.

Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

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