Cuando la dama invisible, amada, venga hasta mí a cobrar la deuda que todos contraemos con ella al nacer y me conduzca al ignoto mundo del que no se regresa, no quiero que de tus vivaces ojos, brillantes cual miríadas de luces solares, brote ni siquiera una lágrima delatora de la pena, que supongo, te embargará y transmutará la alegría que permanentemente ilumina tu rostro en tristeza doliente.
Yo sé, amada, que mi viaje a la eternidad será dentro de uno o dos milenios poéticos, que como ya te lo he dicho antes no guardan relación alguna con la temporalidad real. Y si para entonces me sigues amando, dueña mía, te ruego, con todas las fuerzas de mi alma ya envejecida por los años, que cada día, en mi modesta tumba, que sólo tú conocerás, porque carecerá de lápida y tendrá nada más una rústica cruz de madera que tallaron tus manos, coloques una flor del camino, amarilla, blanca o roja, de esas que en abundancia produce la naturaleza para colorear y perfumar los paisajes, pero cuya vida es efímera cual la luz de los relámpagos.
Nadie más que tú, amada, deberá saber de mi viaje sin retorno hacia ese largo túnel, de penumbras en pos de la brillante luz que hay al final para entrar, vuelto espíritu, porque mi cuerpo regresó a la tierra, al maravilloso mundo celestial en el que las penas y sufrimientos terrenos son inexistentes, dado que allí sólo tienen lugar la paz, la musicalidad, lo angelical y la alegría sin límites.
¿Lo harás, amada?
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