EL CERRO , LOS ERIZOS Y EL MAR.

 

Hace algunos años, viajábamos en nuestro auto mi esposa, mi hija y yo, con destino a Manzanillo, puerto del estado de Colima, al occidente de México. Transitamos por Guadalajara y salimos hasta llegar a Ciudad Guzmán, poblado en donde nació Juan José  Arreola, famoso Poeta y declamador. De ahí proseguimos por un camino lleno de curvas pronunciadas, bordeadas por grandes pinos, con bellotas en sus ramas y tiradas en el suelo. Percibimos el fresco y agradable aroma del pinar. Poco después apareció un poblado llamado Atenquique en donde se procesa el papel. Lo dejamos y unos kilómetros adelante llegamos a Colima, capital del estado, con sus edificios coloniales y su jardín central lleno de arboles de naranjas y limones. Nos alejamos y más adelante, nos encontramos con grandes plantaciones de palmeras cocoteras, en donde al pie de la carretera existían casas y chozas en donde se vendían dulces y productos variados con base en el coco. Por supuesto había agua de coco, incluso embotellada. Continuamos nuestro viaje saboreando unos dulces de coco que habíamos comprado. Pronto divisamos el poblado de Manzanillo y su mar, como una sabana azul verdosa sacudida suavemente por el viento, con una ondulación constante. Nos dirigimos al hotel previamente contratado. Al llegar nos dimos cuenta que estaba al pie de un alto cerro, cubierto de arboles en la cima y con las raíces visibles, de manera tal, que al salir de los cuartos a un metro de la puerta empezaba el cerro. Esto provoca una extraña sensación, al pensar que se puede desgajar dicho cerro o en caso de un temblor que podría pasar. Salimos del hotel rumbo a la playa que estaba a unos metros, y vimos como en unas peñas bañadas por el mar, vivían los erizos negros con sus afiladas púas, adheridos y formando una franja oscura. Llegamos a una palapa en donde nos sentamos, y ordenamos pescado y mariscos para comer. Un amable mesero nos atendió. Me llamaba la atención que siempre traía una toalla en el brazo izquierdo. Al terminar decidimos caminar por la arena de la playa y meter los pies en el agua. La vista era hermosa y como a cien metros de la orilla había una isleta, en donde se paraban los pelicanos y las gaviotas. Pero también esa isla era motivo de visita de los bañistas, que nadaban desde la orilla hasta ella y se regresaban igual. Al admirar el mar vino a mi mente el pasaje del libro -El viejo y el mar- del gran autor Ernest Hemingway, en donde dice el protagonista que saldría -a la mar- y no-al mar-.porque lo amaba como a una mujer y por eso no le decía el mar, cuando salía a pescar.

 

 

De pronto sentí el impulso de nadar hasta la isleta y regresar, buscando probarme a mí mismo y tratar de impresionar a mi esposa. En eso estaba cuando se acerco el mesero que nos había atendido en la palapa, y que siempre traía cubierto el brazo con una toalla, nos ofreció bebidas frías para el calor, esto hizo que me distrajera y desistí de nadar hasta la isleta. Nos regresamos a la palapa y nos sentamos a ver el mar, desde ahí y note entre la isla y la orilla algo que parecía la aleta de un tiburón. El mesero, al pasar por una mesa se le atoro la toalla y pude ver, que le faltaba el brazo, quien sabe como lo perdió. La gente da consejos de no meterse al mar después de tomar alimentos, sobre todo pescados y mariscos, porque perciben los tiburones el olor. Regresamos al hotel, y por la noche escuchamos el mar más bravo, golpeando las rocas como latigazos, como si tratara de deshacerse de los erizos negros, que lo espinaban y lo picaban constantemente. Al día siguiente volvimos a salir, y a ver la pared vertical, enorme del cerro y regresamos otra vez a la playa, pensando en no comer pescado y marisco, si nos íbamos a meter al mar.

 

J. Jesús Ibarra Rodríguez. 

 

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