La luz vaga... opaco el día,
la llovizna cae y moja
con sus hilos penetrantes la ciudad desierta y fría.
Por el aire tenebroso ignorada mano arroja
un oscuro velo opaco de letal melancolía,
y no hay nadie que, en lo íntimo, no se aquiete y se recoja
al mirar las nieblas grises de la atmósfera sombría,
y al oír en las alturas
melancólicas y oscuras
los acentos dejativos
y tristísimos e inciertos
con que suenan las campanas,
¡las campanas plañideras que les hablan a los vivos
de los muertos!
¡Y hay algo angustioso e incierto
que mezcla a ese sonido su sonido,
e inarmónico vibra en el concierto
que alzan los bronces al tocar a muerto
por todos los que han sido!
Es la voz de una campana
que va marcando la hora,
hoy lo mismo que mañana,
rítmica, igual y sonora;
una campana se queja,
y la otra campana llora,
esa tiene voz de vieja,
esta de niña que ora.
Las campanas más grandes, que dan un doble recio
suenan con un acento de místico desprecio,
mas la campana que da la hora,
ríe, no llora.
Llorar a nuestros muertos
es un claro ejercicio
de dolor;
pero, a veces,
yo pienso que
las lágrimas no son
por los que se fueron
sino por los que
nos quedamos
sumidos
en este pantano
de deshonra y vanidades.
Fatuo ejercicio
la lágrima
por un ser querido;
pero mayo dolor
es el silencio despreciable
y despreciador.
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