Malcolm Peñaranda
Cuando se dedica uno al oficio de escribir, ya sea por inspiración, por devoción, por dinero, por ansiedad, por despecho, por desahogo o por simples ganas de comunicar algo que tenés muy adentro y querés compartir, cae uno de bruces en esa delgada línea que separa al escritor del escribidor.
El escritor es recursivo, original, almado y a la vez desalmado, tortuosamente solitario pero increíblemente social, manipulador de palabras y emociones, escultor de ilusiones y hay quienes dicen que poseído. Poseído por sus demonios, por sus musas, por sus alucinaciones y por sus más intimos miedos. Miedos con los que convive y a los que enfrenta en el papel, en el teclado, en el asesino ruido mercantil de una impresora. Molinos de un Quijote cuya armadura está oxidada por las lágrimas y cuyo escudero es un duende juguetón que secuestra constantemente a su damisela llamada Inspiración.
El escribidor en cambio, es un prisionero de las palabras. Un asesino a sueldo que les dispara cada día para comprobar con horror que las muy astutas eluden sus balas con más rapidez que el protagonista de The Matrix. El escribidor no tiene corazón ni alma. Se los vendió a un diablo llamado editor que lo atormenta todos los días recordándole que los plazos se cumplen o los cheques dejan de llegar. Es un pelele que ya no tiene relación sentimental estable, le quedan pocos amigos y no alcanza a dilucidar si la última vez que tuvo sexo fue con alguien de carne y hueso o con uno de sus personajes. Escribe por encargo y pasa las noches de largo. No puede comer sopa de letras porque se siente amenazado de muerte. El café es su droga favorita y poesía ya no recita. Sonríe cuando mata a sus personajes cual dueño de funeraria de pueblo cuando se entera de un deceso.
En medio de los dos y por culpa de los dos, encontramos al profesor de literatura que lucha por enseñar análisis literario y se empelicula con unas historias que le resultan embriagadoras, sin importar que sus alumnos las encuentren adormecedoras. No intenta enseñarles a escribir porque sabe que nadie puede hacerlo, ni siquiera un compañero de celda con ínfulas de mandamás de la prisión. Ha leído tanto que cuando escribe, no sabe ya si son sus palabras o las de Shakespeare, Baudelaire, Leavitt, Steinbeck, Borges, Faulkner ó incluso las de su vecina que escribe con pésima ortografía y adjetiva con desfachatez.
Ahora que lo pienso, he estado en los zapatos de los tres y todavía me pregunto si soy escritor, escribidor o un simple profesor que tiene la osadía de escribir para ensayar aquello de acostarse en la cama del otro a ver si todavía está calientica, Lo peor es que está tan putamente fría que acabo de olvidar si me acosté en la cama de un muerto, si clasifico para escritor o soy simplemente un escribidor que soñó con ser un escitor que desdeñaba aquel escribidor. Y vos, qué sos?
Comentario
Interesantísima dilucidación.
BUEN RELATO Y SUGERENTE PREGUNTA:
Y VOS ¿QUÉ SOS?
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