Serie:                         ESCENAS DE CIUDAD

Ciudad Escenario: Puerto Ordaz, Venezuela

 

Carlos es uno de esos personajes de ciudad que abundan en muchas ciudades pero que sólo en Venezuela atinaron a darles un nombre en el lenguaje local que los hace identificables para el resto del mundo.

Cuando lo conocí en una fiesta en Caracas, parecía un ejecutivo convencional, con todo y el corre-corre que siempre los caracteriza.

De gran altura, con varios kilos de sobrepeso y los rasgos típicos de tantos italo-descendientes que hay en el país, saludaba a todo el mundo con una gran sonrisa y unas palmaditas en la espalda que rompían el hielo o le rompían alguna costilla a uno que otro flaco desbaratado.

Bebía ron y comía más que el promedio, al tiempo que invitaba a quien tuviera al lado a probar todas las delicias que la anfitriona había dispuesto para nosotros.

Hablaba tantas maravillas de  Puerto Ordaz y sus alrededores que me tentó a conocer su ciudad. Me dio sus teléfonos y me recalcó que cuando fuera a Puerto Ordaz lo contactara para mostrarme las maravillas de su tierra.

Así lo hice cuando en mi siguiente viaje a Venezuela coincidencialmente me invitaron a una boda de una prima en Ciudad Guayana, a pocos kilómetros de Puerto Ordaz.

Pasó al día siguiente a recogerme en su carro y me llevó a su casa, donde solamente estuvimos unos minutos en los que me presentó a su esposa y a sus chamos.

Escasamente tuve oportunidad de hablar con la amable señora que me ofreció una deliciosa hayaca, pues Carlos, como cualquier tipo de personalidad A, vive a las carreras y no se queda quieto en un lugar por mucho tiempo.

Dimos algunas vueltas por su bella ciudad en la que yo apenas había estado de paso, y entre su incesante discurso acelerado, pude apreciar la belleza natural que rodea esta urbe pequeña y acogedora, con arquitectura un tanto agringada, venezolanos querendones y uno que otro ejecutivo que anda de traje y corbata en semejante calorón, quienes al bajar de sus autos/neveras con aires acondicionados muy fuertes, te dejan la impresión de que se van a derretir una vez pisan el caliente asfalto y sus trajes van a caer al piso como en las caricaturas de antaño.

Mientras bordeábamos el impactante río Caroní y el parque La Llovizna, me habló de su trabajo, de su familia, de su esposa, de sus amantes y hasta de política.

Todo lo estresaba. Todo era un drama. La bomba atómica explotaba varias veces en su cabeza y a medida que narraba y elaboraba sus puntos de vista, empezaba a sudar copiosamente y te dabas cuenta que no sudaba por el calor sino por la angustia.

Empezaba a quedarse calvo y daba la impresión de que se tomaba la cabeza entre sus manos a cada tanto y se golpeaba contra el panel del carro cada vez que se desesperaba. Sus ojos claros cambiaban ligeramente de tono y sus manos no sostenían el volante, se aferraban a él mientras su pie aceleraba y su cuerpo trataba de calmarse al ritmo de un Calypso suave que sonaba en la radio.

Me habló de su angustia de morir antes de que sus hijitos completaran siquiera la primaria. Me contó cómo tenía que viajar tantas veces a Caracas y aguantarse a los pesados de sus compañeros de trabajo que solamente esperaban el momento oportuno para clavarle el puñal en la espalda. Habló de su esposa refiriéndose a ella como a la madre de sus hijos a la que amaba pero no deseaba.

Vagamente sonrió cuando mencionó a sus amantes y lo difícil que era complacerlas a todas, hacerles regalos y embutirles el trillado cuento de “el año que viene sí me divorcio!”. De pronto estalló en carcajadas para confesarme que a todas las llamaba “catirita sabrosa” cuando estaba alicorado para no confundir sus nombres.

“Y es que todas son catiras?”, le pregunté intrigado.

“Claro, mi pana! Y las cortinas combinan con el tapete!”, respondió en tono gozón.

Alcanzamos a salir de la ciudad y encaminarnos hacia Maturín y no paraba de describir sus hazañas sexuales con lujo de detalles. Pensé que eso lo relajaba un poco, pero la remataba con comentarios medio angustiantes como “y solamente llegamos hasta el tercero, no juegues!”

Nos detuvimos en un parador de carretera y mientras yo bebía una deliciosa cerveza, él calmaba su sed con una chicha de arroz por el pánico que sentía de que le quitaran el carro por manejar embriagado. Empezó a hablar de política y su tono de voz subía y bajaba como tren de montaña rusa. De vez en cuando casi susurraba el nombre de algún político local que le había prometido algo. Me sorprendía cómo un ejecutivo exitoso que trabajaba en una supercompañía como él, podía necesitar favores de un político.

 

 

 

© 2010, Malcolm Peñaranda.

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Comentario

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PLUMA ÁUREA
Comentario de Benjamín Adolfo Araujo Mondragón el junio 7, 2019 a las 12:44pm

¡Muchas tiras se desprenden de tu relato, Malcom; una delicia tu redacción!

Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

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