CAPÍTULO 6 – TRADUCTOR DE SILENCIOS

 

La mañana siguiente Nachito recibió un mensaje aterrador en su beeper: su madre había sufrido un pre-infarto y estaba hospitalizada en una clínica.  Fuimos todos a acompañarlo y la pobre señora, enferma como estaba, nos miraba con resentimiento.  Probablemente nos culpaba de la desgracia de su hijo. Tratando de limar asperezas, Pacho le explicó que lo que Nachito había dicho en la iglesia no era del todo cierto. Él no tenía Sida ni enfermedad alguna, lo que  tenía era un riesgo más alto que los demás por ser VIH-positivo.  Igual ella lloraba y se agitaba. Tal vez por lo tremendistas que son las madres. Quizás porque la situación había sido tan humillante que ella simplemente no había aguantado el voltaje. Tuvimos que abandonar la habitación para evitar agitarla más. Nacho nos miró quedamente, comunicándonos lo mortificado que se sentía. Le dieron de alta en un par de días y ella volvió a la costa con el corazón aliviado pero con el alma destrozada.

En los días que siguieron, él no se apareció por el aeropuerto y la gente imaginó que estaba de luna de miel, pues afortunadamente sólo nos había invitado a nosotros a la boda. Cuando volvió escasamente nos hablaba y no piloteaba más que su propio avión. Dejó de hacer vuelos para otros como lo hacía antes. Entró en una onda mística que no sabría decir si fue por su condición o por la proximidad de la semana santa. Se hizo amigo de una dueña de hangar cantaletosa y camandulera a quien todos apodaban “Jodelina”. Parecían un par de comadres intercambiando reliquias religiosas, camándulas, escapularios y  rezando  el rosario todos los días.  No había cuadro más insólito que ver a un costeño que toda la vida había sido promiscuo y parrandero, convertido ahora en rezandero. Los demás seguían asistiendo a la misa de María Auxiliadora todos los martes, pero nada más. La amistad con Jodelina le empezó a generar resultados económicos, pues ella lo recomendó con unas monjas misioneras que viajaban mucho al Chocó, un departamento vecino de éste, con costas en el Atlántico y en el Pacífico y lleno de espesa selva húmeda tropical, donde se asentaron los negros libertos en la época de la  colonia, recién abolida la esclavitud.

Como cualquier monja que se respete, estas no andaban en Renault 4 ni viajaban con los demás mortales en vuelo comercial. Es bien sabido que, por lo menos aquí, los votos de pobreza son para los fieles, nunca para ellas. Nacho tenía total sintonía con ellas por su fervorosidad. Tanta  que durante el vuelo se iban rezando los mil jesuses y él les contestaba como solterona queriendo ganar indulgencias.  Una vez que Fernando y yo tuvimos que viajar a Bahía Solano, una playa chocoana sobre el Pacífico, nos los encontramos y no pudimos parar de reírnos. Las monjas tenían puestos sus hábitos más gruesos en semejante calorón y él les cargaba un canasto gigantesco lleno de libritos de Ediciones Paulinas y asentía cada vez que las monjitas decían algo, como queriendo pasar por testimonio viviente de un pecador convertido al bien.

De regreso a la ciudad, en clase, lo molestábamos por ello y él se emputaba y siempre terminaba diciéndonos “perdónalos señor porque no saben lo que hacen!”. A lo que Pacho le respondió una vez: “ve, güevón, vos Jesucristo no sos y para ser hermanita de la caridad te falta afeitarte las piernas y conseguirte un buen vibrador!”.

Las clases siguieron como si nada y solo se suspendieron por la semana santa, cuando Nachito se los llevó a todos en su avión a rendirle culto al señor de los milagros en la ciudad de Buga, cercana a Cali. Yo me salvé porque me había ido a Caracas a pasar allí la semana y descansar de tanto trabajo y tanto drama humano. Pasar un tiempo con mis familiares y amigos me sirvió para relajarme y volver recargado de ánimos y energía. Vaya que los necesité para todo lo que siguió!

Juan Esteban empezó a desarrollar síntomas y su salud se deterioró en cuestión de semanas. De ser el hombre irresistible que todos conocimos, pasó a ser un flacuchento con marcas en la piel que daba lástima. Él se cubría con camisas de manga larga y rara vez se quitaba sus guantes de piloto.  Nunca más volvió a usar camisetas ni a mostrar su piel. Tampoco se quitaba sus gafas Ray-Ban y hablaba poco. Empezó a tomar el coctel de medicamentos y sus visitas al médico eran casi diarias. Llegó un momento en que tuvo que dejar de volar e internarse. En el aeropuerto la gente andaba tan ocupada  con el incremento del trabajo y el inicio de los vuelos hacia Martinica y Guadalupe, que pocos se dieron cuenta de su condición. La primera en hacerlo fue Katiuska, a quien le tuvo que confirmar sus sospechas. La superhembra reaccionó violentamente, lo cacheteó y le arrojó cualquier cantidad de cosas. La gente imaginaba que era una simple pelea de amantes. Él ya estaba hospitalizado cuando finalmente la convenció de hacerse la prueba. Salió positiva. La más astuta come-hombres había errado en lo más elemental: exigirle condón a sus amantes. El día que recibió el resultado, Mario y yo estábamos en la clínica visitando a Juan Esteban y ella llegó toda descompuesta y llorando, con el maquillaje corrido y le tiró el papel en la cama. Se echó a llorar sobre él.  Lo abrazó como si de verdad lo quisiera y ambos se prometieron que se iban a cuidar hasta el último de sus días. Mario no decía nada pero lloraba sin lágrimas.  Yo interpretaba su silencio como el terror que siente cualquier condenado a muerte que sabe que probablemente será el próximo. Lo que no interpreté fue su falta de ganas de luchar. Su negarse a entender que no todos los positivos desarrollan la enfermedad y que a veces pasan varios años completamente asintomáticos. Lo que veía en su amigo era la peor cara de “La Peluda” (como le dicen aquí a la muerte) gritándole “sos el próximo”.

Empezamos a turnarnos para visitarlo.  Yo lo hacía los miércoles y los sábados y casi siempre me tocaba solo. Su familia rara vez lo visitaba porque les parecía vergonzosa su enfermedad. Con todo lo ricos, educados y estirados que eran, todavía creían que el Sida se contagiaba por tocarlo o secarle el sudor de la frente. Le llevaba revistas de aviación o el dulce de uchuva que tanto le gustaba. A veces conversaba y me contaba de lo mucho que extrañaba volar, de cómo se sentía como un pájaro enjaulado. Pero la mayor parte de las visitas transcurrían en medio de largos silencios en los que yo intentaba traducir su lenguaje corporal, su mirada profunda,  sus quejidos estremecedores. Me decía tantas cosas en sus silencios. Que quería vivir, que tenía miedo del dolor, que no soportaba enfrentarse a ese espejo que le devolvía la imagen de un hombre demacrado que él desconocía. También me contaba de la esperanza que tenía de que la ciencia avanzara un poco para darle una esperanza de vida. A veces sonreía. Yo adivinaba que recordaba momentos felices. Lo cruel era que ya solo sonreía con los labios, no con los ojos. Me desgarraba verlo así. Pero no lloraba ni lo demostraba frente a él para no bajonearlo más.

Por esas casualidades que a veces nos da el destino, una de mis alumnas en la aerolínea me habló del famoso doctor Carvajal y de cómo había logrado curar a su padre de una enfermedad renal.  El doctor Carvajal es un médico bioenergético que combina lo mejor de la medicina occidental con la oriental. Fue uno de los pioneros en Latinoamérica y ha curado gente que no tenía ya esperanza con los tratamientos convencionales. A los pacientes de cáncer y Sida no los cura, pero por lo menos les alivia el dolor y les da mejor calidad de vida.  Es un médico graduado de la mejor facultad de medicina que tenemos y respeta siempre lo que han hecho otros médicos, sin descalificar a ninguno. Tan pronto terminé la clase, me fui para su centro médico y reservé varias citas, porque era difícil conseguir una con un médico tan famoso. Las pagué  por adelantado con el dinero de la apuesta.

Sacamos a Juan Esteban de la clínica con un permiso especial del médico tratante y desde la primera vez que el doctor Carvajal lo vio, el cambio fue casi milagroso. Salió caminando sin ayuda, el color volvió a su cara y sus ojos volvieron a brillar. En las siguientes dos citas la diarrea desapareció y las marcas de su piel empezaron a desvanecerse poco a poco. El médico de la clínica le dio de alta pensando que era su tratamiento el que lo estaba ayudando. Nosotros le asegurábamos que no, pero el tipo no aceptaba en su infinito orgullo que afuera existieran tratamientos alternativos más eficientes. El sistema inmune de Juan mejoró cantidades y ya no teníamos que salir corriendo con él cada vez que alguien estornudaba. Un día el doctor Carvajal nos dijo que lo más conveniente era que volviera a trabajar y que los fines de semana lo sacáramos a lugares al aire libre donde hiciera polo a tierra y se imantara de la energía curativa de la pacha mama. Decidimos organizarle paseos a parques ecológicos, ríos y fincas. Yo que nunca he sido ecológico, ni atrapa-bichos ni muchos menos contemplativo, me volví experto en sitios paradisíacos y picnics de amantes de la naturaleza. Nuestro lugar favorito era Río Claro, un paraíso escondido en medio de las montañas y la selva amistosa. Había que viajar en carro durante tres horas y llegábamos culitabliados, pero el paisaje era tan fabuloso que se nos olvidaba al instante lo aburrido del viaje. Lo primero que Juan Esteban hacía era quitarse sus zapatos y calcetines y pararse en el pasto verde con los brazos extendidos durante diez minutos,  siguiendo un ritual efectivísimo que el doctor Carvajal le había recomendado. Luego le hacíamos tomar los remedios homeopáticos que el bioenergético le mandaba y acto seguido nos trepábamos a los árboles frutales a bajar frutas como muchachos de colegio. Nos cambiábamos y nos tirábamos al río de piso de mármol que a todos los visitantes maravillaba. Jugábamos de todo y reíamos sin parar. Eran días felices. Días que la gente no entendía dado nuestro comportamiento infantil. No entendían que estábamos resucitando un muerto en vida y devolviéndolo a las aguas de la vida. Una vez una rola maluca (bogotana) se atrevió a criticarnos en voz alta.  La insultamos y para rematar Juan Esteban salió del agua, se bajó su pantaloneta de baño y le mostró su tercera pata. La vieja huyó aterrada mientras se persignaba y nos gritaba “pervertidos!”.

Juan Esteban volvió a volar todos los días y hasta retomó sus clases en la universidad. Todo parecía marchar bien hasta aquella fatídica mañana de viernes en la que esperábamos que  Mario volviera de un vuelo a Cali para la clase de inglés. Había viajado sin copiloto por ser un vuelo corto y llevar solo tres pasajeros. Piloteaba un monomotor Piper que estrelló contra un camión de gaseosas. Volaba solo porque había dejado sus pasajeros en Cali.  El clima estaba perfecto y nadie entendía cómo el mejor piloto del aeropuerto se había accidentado de esa manera. Gritamos de dolor cuando nos dieron la noticia. Nos miramos acongojados y confundidos buscando una respuesta que solo Fernando se atrevió a confirmarnos: suicidio. Mario buscó morir en su ley, con el honor intacto de un piloto que prefirió morir en el aire que víctima de una enfermedad dolorosa y vergonzosa. El informe preliminar de Aerocivil confirmó nuestras conclusiones, pero nos quedamos callados porque preferíamos que la gente lo recordara como lo que era: un piloto excepcional. El cuerpo quedó casi irreconocible y el avión con pérdida total. El cadáver solo lo entregaron el sábado por la tarde cuando Medicina Legal finalmente concluyó sus informes. El domingo por la mañana lo enterramos en el cementerio Campos de Paz, contiguo al aeropuerto. Habíamos hecho tantas bromas sobre aquel lugar y sobre su paradójica cercanía al aeropuerto, cuando lo sobrevolábamos viniendo de cualquier ciudad situada al sur o al oriente de Medellín. Ahora estábamos allí, en uno de los días más tristes de nuestras vidas, despidiendo a nuestro héroe del aire.  El funeral de un piloto es más dramático que el de cualquier profesional, porque todos sus compañeros sobrevuelan el cementerio y le arrojan flores desde el aire. Es un ritual hermoso, pero dolorosamente hermoso. Nos llevamos una grabadora gigante y en el momento en que bajaron el ataúd a la fosa, tocamos su canción favorita: “Es tan fácil romper un corazón”. Él siempre había expresado ese deseo para el día de su funeral. Nos encantaba la canción, pero esa mañana la voz ronca de Miguel Mateos nos lastimó profundamente.  Ya no era una canción de amor o de despecho, era una balada desoladora que nos hizó temblar las piernas, nos sacudió el alma y nos hizo querer tirarnos a esa fosa para acompañarlo en su vuelo sin regreso. Nuestro lobo del aire había quedado reducido a un cachorro indefenso y asustadizo que no pudo aguantar la tormenta que aminora a los hombres más fuertes.  Hoy todavía me hace daño escuchar la canción. La voz perfectamente rockera y casi reparadora de Mateos no logra exorcizar mi dolor ante la pérdida de un amigo que fue un manantial de bondad y experiencias.

Continuará...

 

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Comentario

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PLUMA MARFIL
Comentario de MALCOLM PEÑARANDA el junio 15, 2019 a las 1:00am

Gracias por leerme, amigo José García Álvarez  ! 


PLUMA MARFIL
Comentario de MALCOLM PEÑARANDA el junio 15, 2019 a las 12:59am

Vraiment d'accord,  de Mercedes Dembo Barcessat !


PLUMA MARFIL
Comentario de MALCOLM PEÑARANDA el junio 15, 2019 a las 12:58am

Exactamente! Pasa que en aquellos días vivíamos tan peligrosamente,  cuauhtémoc molina monroy !


PLUMA MARFIL
Comentario de José García Álvarez el junio 14, 2019 a las 4:41pm

El relato sigue apasionante, amigo.

Siempre espero lo que vendrá a continuación.

Un abrazo en prosa circular.

Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

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