A lo lejos La Gran Pirámide
No es locura llegar, desde una isla en el Caribe, a Egipto, lo que sí es enajenación de la más pura y ridícula es que, a mi edad, se me ocurra pagarle a un nómada para que me diera un paseo en camello, bordeando la Gran Pirámide. Pues heme ahí, montada con la más absoluta incomodidad sobre el lomo de aquella bestia llena de adornos, moscas y toda la baba del mundo; apestando a orines viejos. A paso de camello llegamos a la mitad del trayecto. Atrás quedaron mis amigos, incrédulos de mi osadía, burlándose de mi temeridad.
Pensando que si lo contaba no me lo creerían, para que quedaran evidencias del acontecimiento, le pasé la cámara fotográfica, que llevaba colgada del hombro, al guía para que me tomara fotos mientras me acercaba a la Gran Pirámide. Desde ese lugar no lucía tan grande como yo me la había imaginado siempre. No se qué sintió mi camello que tan pronto me incline para entregar la cámara, más rápido que una flecha, como si tuviera alas, salió disparado a todo pulmón conmigo a lomo. Perdí el control. No sé cuántos minutos corrió desaforado el camello, cabalgando sin tregua. No sé quién estaba más espantado con mis gritos de auxilio: yo o el pobre animal. Atrás, cada vez más lejos, según podía voltearme a mirar, quedaba el guía con mi cámara en mano sin saber qué hacer, si tomar fotos o alcanzarme para evitar que me estrellara contra la pirámide.
Cabalgamos desbocados unos minutos que me parecieron una eternidad. Sol, camello, pirámides, arena, viento, desierto, todo dando brincos en mi cabeza igual a una película surrealista. Finalmente, como tocado por un milagro inaudito, el camello se detuvo justo ante un hermoso espectáculo de Sueño egipcio. Casi sin aliento, por justificadas razones, comencé a llorar. No recuerdo bien si lloraba de emoción por la escena tan soñada, o por el susto descomunal que acababa de vivir. No sabía cómo bajarme del cernícalo. ¿Quién se apiadará de mí?, me preguntaba mentalmente, casi con los ojos cerrados. Cuando los abrí, ahí enfrente apareció, sonriendo, el guía con mi cámara en una mano.
Nunca sabré si el guía llegó en una alfombra mágica, o en otro camello. Nunca sabré si regresó por los veinte dólares del paseo, que se apresuró a pedir, pues la cámara costaba mucho más. Yo la hacía perdida en el desierto para siempre. Nunca sabré si todo el espectáculo estaba fríamente calculado por el guía para hacer la ocasión inolvidable. Lo cierto es que jamás le he mostrado a nadie las fotos de una Caribeña errante, con los ojos desorbitados y las caderas casi sobre el rabo de la inmensa rabadilla del camello. Y, a lo lejos, bien a lo lejos, la Gran Pirámide, fuera de foco, por supuesto.
Carmen Amaralis Vega Olivencia
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