Desde Boberio Epístola elegíaca al maestro Arístides Bastidas   Admirado y glorioso maestro: Cuatro años ha, maestro, de su partida a la eternidad, donde seguramente ¿quien se atreve a dudarlo? libra…

Desde Boberio

Epístola elegíaca al maestro

Arístides Bastidas

 

Admirado y glorioso maestro: Cuatro años ha, maestro, de su partida a la eternidad, donde seguramente ¿quien se atreve a dudarlo? librado ya de la pesadez de la materia, y vuelto todo espíritu estará cautivando con su franciscana sencillez, su paciencia jobiana y la belleza y encanto de su prosa pletórica de magia, a los ángeles, arcángeles y querubines de los celestes prados, tal como lo hiciera durante su estancia temporal en la tierra con quienes éramos sus leales lectores.

No le hablo de muerte, maestro, porque la muerte mata solamente a quienes en el mundo, aunque tengan grandes riquezas materiales, se ocupan sencillamente a vegetar, a disfrutar de la vida terrena a costa de la miseria de sus semejantes y cuando mueren, aunque los medios impresos y audiovisuales nos atosiguen de noticias destacando el deceso, su presencia en la memoria colectiva es tan efímera, por inocua, que pronto desaparece de ella. Estas personas, maestro, si mueren realmente. En cambio, personas como usted, ‘como Salvador Allende, Aquiles Nazoa, como Alí Primera y muchas otras de Venezuela y el resto del mundo no mueren porque su obra terrena, aunque sin buscar alabanzas o premios, cual usted y ellos, es capaz de trascender, de fructificar, de perpetuarse por siglos y milenios dado su carácter imperecedero.

Morir, maestro, no es el simple hecho biológico de dejar de respirar y consiguientemente tras ser declarado muerto, ocupar una fosa, lujosa o suntuaria, en un cementerio tradicional o norteamericanizado. No, la cuestión es mucho más compleja y da como resultado que muchas personas consideradas biológicamente vivas, porque todos sus signos vitales funcionan cabalmente, históricamente están muertas. Por ejemplo, quienes mataron nuestro signo monetario, justamente cuando el país recibió sus mayores ingresos, éstas son personas muertas, aunque hagan vida política. También están muertas quienes se empeñan en seguir devaluando nuestra moneda, a pesar del chorro de dólares que está ingresando en las arcas públicas debido a la coyuntura política del Medio Oriente y quienes sin remordimiento de conciencia, porque no la tienen, están subastando a Venezuela al mejor postor y llenando de miseria a más del 80% de la población para pagar una deuda externa asumida por la corrupción.

Maestro: Sé perfectamente que no tengo merecimiento alguno para sentirme discípulo suyo, puesto que no tengo el talento ni la brillantez que  usted tuvo para expresar sus sentimientos por medio de la palabra escrita y crear así una escuela que todavía subsiste, porque como le señalé antes la muerte no mata nada, excepto la materia, y por ello su presencia espiritual está allí permanentemente en esas aulas creadas sin proponérselo. Tampoco tengo, maestro, esa voluntad suya para someter exitosamente a todas las dificultades que se le presentaron en su camino, no precisamente lleno de rosas, sino de zarzas que usted inteligentemente evadió para no pincharse, puesto que proclamó que “No hay caminos sin calamidades” y dijo también: “Si la luz rompe la oscuridad, ¿qué esperas entonces, para usar el gratuito resplandor de los luceros?”.

Su sabiduría, maestro, IP llevó al convencimiento de que “lo bueno de sus noches tormentosas era que lucían mejor sus relámpagos azules”, y cuando quiso desposarse con la brisa habló con su padre, el ventarrón. “Usted, maestro, con la dulzura de su palabra escrita, fletó “nubes y alfombras mágicas pan hacer turismo en las estrellas más azules”, entendió que “la renuncia es el viaje de regreso del sueño”, que “...lo bueno de las lágrimas es que despejan de la sociedad el futuro y por lo tanto debe ser objeto de un tratamiento excepcional, desde el punto de vista social, económico y jurídico”; que “en los tableros de la vida cada ganancia se debe a una pérdida”, que “tenemos que renunciar a la noche para ganar el alba que “...las caídas enseñan y no hay éxito mayor que el de levantarse después de ellas”, que había que “mirar de frente a los relámpagos”, que no había que hundirse en “un mar de agonías”, ni ver “abismos inexistentes y que era agradable cabalgar sobre los mansos lomos de arco iris imposibles”.

Yo, maestro, al contrario de usted, me amilano ante cualquier calamidad, especialmente ante esa horrible depresión que me consume y que me hace muchas veces invocar la muerte como salida rápida para mis sufrimientos, infinitamente menores que los que usted padeció.

Precisamente sobre ese horrible padecimiento usted dijo: “La depresión es un estado de ánimo que nos aleja de la vida y nos acerca a la muerte. Es a fuerza del verdadero valor, como podemos vencerla y continuar en este mundo”.

Dame, maestro, ese valor del cual carezco para vencer ese mal que está minando mi vida y volver a sentirme un ser normal.

 

(Rodulfo González. Diario Caribazo, 7-12-96).

 

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