La lluvia caía inclemente sobre aquella solitaria avenida del barrio El Poblado en una tarde de sábado cualquiera. Dicen que el sol marchita las rosas, más no la lluvia. Por el contrario, las fortalece. Tal parecía ser el caso de Natalia, una niña hermosa y refinada que parecía hacer parte del paisaje imponente de los modernos edificios de la milla de oro. En uno de ellos entró Natalia cerrando su sombrilla fucsia con flores, tan femenina como ella misma. Blusa corta, jeans descaderados y una chaqueta de tela índigo la hacían parecer una más de la gran cantidad de mujeres bonitas que cada sábado llegan en flamantes carros al centro comercial. Natalia sin embargo, tenía esa clase y ese glamour que ni las mejores escuelas de modelaje logran darle a las patéticas candidatas de los reinados de belleza. Sus labios perfectamente delineados y cubiertos de labial rosado y un discreto brillo. Daban ganas de morderlos. Quizás para saber si eran reales o solo parte de un comercial. Un pecho en realce que le daba un perfil de diva citadina. 36B, sin silicona. Un trasero firme y redondo que provocó una cierta humectación peneal en el humilde portero del edificio. Su sonrisa virginal contrastaba un poco con su caminado de vampiresa. Una mezcla deliciosa entre tímida y gomela. Tan lejana de las dos, empero.

Natalia no era el tipo de mujer que encajaba en los estereotipos. Tampoco en las frases hechas. Era simplemente, el tótem de las contradicciones. Fría y cálida. Inocente y experimentada. Tan pura y tan sucia. Entre semana, estudiaba en un colegio católico y ultra conservador que promulgaba entre sus alumnas las políticas arcaicas de Chastity International, una organización gringa que le lava el cerebro  a miles de jovencitas para que, en la era del Sida, lleguen vírgenes al altar. Los fines de semana en cambio, se prostituía con hombres de la alta sociedad medellinense, ejecutivos de las grandes empresas. Los mismos que daban discursos a sus hijos sobre moral y buenas costumbres. Los mismos que compartían con sus padres las misas solemnes de las tradicionales iglesias de la ciudad.

No había lugar para los discursos sobre moral en una oficina lujosa que en tardes de sábado era escenario de las más bajas pasiones. Mucho menos para utilizar nombres reales o apellidos que pudieran comprometerlos. En aquel espacio gerencial tan solo eran Natalia y Juan. Un pervertido y una diosa. Una hija rebelde y un padre ejemplar. Un verdugo y su víctima.  Un teléfono celular apagado para evitar cualquier interrupción. Una tarjeta roja con un código que indicaba que ya Juan había cumplido con su pago. Un portarretratos cubierto casual o intencionalmente con su corbata. Unos modales finos y estudiados, característicos de una chica pre-pago.

La conversación fue breve. Las típicas preguntas de información con respuestas que oían pero no escuchaban. La dulce sonrisa de ella obliteraba sus palabras. Juan era un hombre apuesto y sensual. Su conversación era interesante, sin embargo ahora ella parecía más interesada en sus dientes que en su verbo. Sus manos ansiosas abrieron uno a uno los botones de la camisa de él para descubrir un torso velludo y musculoso. Él hizo lo propio. Los senos de ella justificaban quedarse en la ruina por el simple placer de tocarlos. Su vientre plano retaba la más traviesa de las lenguas.

Juan la besó, acarició y mordió como si se tratase de esa cereza que hay que tragarse antes de llegar hasta el fondo de la copa. Se apartó por un momento y la invitó a acercarse hasta su escritorio. De un cajón sacó un látigo y una serie de elementos sadomasoquistas. Ella se asustó un poco. No obstante, fingió serenidad y dominio de sí misma. Era un cliente especial. Natalia sabía que la suma que él había pagado incluía “jugueticos”, palabra con la cual denominaban en el medio este tipo de prácticas. Juan cambió su traje formal por un atuendo negro de cuero que marcaba las formas de su cuerpo y dejaba sus glúteos especialmente descubiertos. Un par de esposas metálicas lo dejaron presa de una ventana con barras metálicas. Natalia tomó el látigo y empezó a golpearlo con suavidad. Luego con más fuerza. Él la instaba a aumentar la intensidad de sus golpes. Ella parecía empezar a disfrutarlo. Las huellas que empezaron a notarse en los muslos de él la hicieron contenerse un poco. Juan le pidió que lo insultara y le propinara sonoras cachetadas. Ella lo hizo como en una especie de trance que la apartaba de sí misma. Más tarde lo liberó de sus esposas. La erección de su miembro hacía notar su disfrute. Ella lo succionó con fuerza, como queriendo despedazarlo con sus labios. Juan la tomó con ímpetu del cabello y la empujó hacia su pelvis.

Natalia se entregó sin restricciones, conservando solo una regla de oro: nada de besos en la boca. Él la hizo suya con el desespero de aquel hombre cuya esposa sólo le deja poseerla una vez por semana. Ella fingió un par de orgasmos que generaron en él gestos de cliente satisfecho.

Papeles esparcidos por toda la alfombra, prendas íntimas enredadas en cualquier parte del mobiliario y un par de fluídos generosos quedaron como testigos de aquella pasión animal. Ella se despidió con un beso en la mejilla. Él la vio salir contoneándose y luego se quedó mirando una tarjeta con el nombre y teléfono de ella. 

Ese fin de semana, Natalia pasó por la “agencia” para reclamar sus pagos. Un cheque al portador, un par de tarjetas con datos de los siguientes contactos y un paquete envuelto en papel globo la recibieron. Al abrirlo, una sonrisa de picardía se dibujó en su rostro.  En una discreta caja encontró un látigo y una rosa roja con una escueta nota que decía: “una rosa para tu lado bello, un látigo para tu lado salvaje. Juan”.

La sonrisa no se borró de sus labios durante toda esa tarde. Aún cuando se reunió en el Parque Lleras con su novio y unas compañeras del colegio, todos le preguntaron intrigados por el motivo de su felicidad. Ella lo disimuló con una mentira piadosa. Su novio trató de contagiarse de esa sonrisa besándola con ternura. Ante sus ojos ella sólo era una niña hermosa, estudiosa y recatada con la que ni siquiera había intimado. Lejos estaba de imaginar el volcán que se ocultaba bajo su piel. Para los demás hombres, ella era el látigo que ataba y desataba sus más oscuras pasiones. Para él, la rosa que no se atrevía a tocar más allá de sus pétalos.

© 2017, Malcolm Peñaranda

 

 

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Respuestas a esta discusión

Un interesante relato  de atrevido erotismo.

Gracias por participar.

Un cuento muy interesante.  Me encantó

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Gracias a ustedes por leerme!

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Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

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