Florencio era pescador, como antes lo había sido su padre y el padre de su padre. Entrado en años, ya no tenía  esa fuerza vital que lo empujaba a ese río marrón todos los días. Sin embargo, no podía dejar de hacerlo, era su sustento y el de su familia.

Su mujer, Amanda, lavaba y planchaba la ropa de la Señora Mercedes, la dueña de la finca en que ellos tenían su casucha. Siempre le rogaba a su marido, que tal vez, algún día se fueran  a probar suerte a otro lugar, pero Florencio nunca se había decidido.

--Aquí nacieron lo míos, Amanda, no puedo alejarme de esta orilla. El río me tira. Tenés que comprender.

Después de un tiempo Amanda dejó de pedirle a Florencio irse como le dejó de pedir a Dios por el hijo que nunca llegaba.

Esa mañana de otoño los dos amanecieron helados, no tanto por el frío que anunciaba el invierno cercano, sino por los sueños que ambos tuvieron esa madrugada.

--No salgás Florencio. Quedate.

--Qué decís mujer. Levantate y preparame unos amargos. Dale que quiero mariscar temprano hoy.

--Pero Florencio…no escuchaste. No quiero que salgas con la canoa. Hoy no por favor…Por favor. Es que soñé… --Su marido no le dejó terminar la frase. El también había soñado. Fue confuso el sueño, agua marrón, oscuridades, una extraña mujer,  vacío. Se estremeció pero era hombre de río, canoero viejo.

--Mirá, como decía mi vieja: Lo que deba ser será, Amanda. Vamos, poné la pava y servite unos amargos mientras me cambio.

Amanda obedeció a su marido como lo hacía siempre y rezó. Rezó por Florencio y por ella.

Después de cebarle unos mates Florencio partió perdiéndose en la niebla que se levantaba sobre la tierra húmeda de mayo.

El río estaba calmo, lo fue tragando entre remada y remada. Florencio no supo si era él el que elegía la ruta o eran las aguas marrones que lo llevaban.

La orilla estaba lejos. Amanda estaba lejos, lo único cercano eran los camalotes y la red.

No acostumbraba a rezar, sin embargo tuvo una extraña necesidad que le venía del estómago, fuerte, visceral. Murmuró unas palabras que para él fueron un ruego

--Dios, tené misericordia de este viejo pescador.

Tiró la red y esperó. Florencio siempre esperaba los frutos del río.

Con el correr de los minutos pudo sentir  que algo estaba cambiando a su alrededor, una extraña presencia se le anunciaba desde el otro punto de la canoa.

Giró su cabeza para encontrarse con una  mujer a sus espaldas, sus ropas eran oscuras, tal vez negras, pensó Florencio. Se dio cuenta que era la misma mujer que había visto en el sueño,  pudo oírla  silbando por lo bajo, una extraña melodía vacía que se perdía en las profundidades del río. Pudo ver su sombra, pudo verla de reojo. Sintió miedo y comenzó a rezar a su manera. No era un  hombre religioso, sin embargo confiaba en Dios y en el río. Volvió su cabeza hacia el norte, fijó sus ojos en la red y remó. Remó con toda la fuerza que hacía años se había escapado de su cuerpo. No miró hacia atrás, otros pescadores le habían advertido  sobre esa misteriosa mujer y lo que podría suceder si quedaba a merced de su mirada.

 Muchos conocidos habían muerto, sus canoas habían sido encontradas boca abajo, Florencio ahora conocía el motivo.  Sabía que debía mirar hacia adelante y confiar en Dios y en el río.

Minutos más tarde estaba solo nuevamente en su canoa. Dio  gracias y no dudó en remar hacia la costa, abandonando por primera vez la red en su vida de canoero.

La foto que acompaña el relato, que es la adaptación de una leyenda del río Paraná, refleja las aguas que besan mi ciudad: Rosario.

 

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Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

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