(Jacobo Borges / Venezuela)
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DE LA ELEGANCIA EN TODO
Nace del sosiego -que no es sólo serenidad, y sabemos que admite también las tensiones de la pasión. Se tiende a confundirla con el refinamiento mundano o cultural; basta ver, en uno u otro sentido, los modales de los seres refinados para no caer en tan flagrante confusión.
La elegancia tiene que ver con el alma, y con el alma más que con la inteligencia. Aun brillante, ingeniosa, o astuta, hasta la ronda siempre el peligro al que finalmente parece rendirse: la fascina el “virtuosismo”. Sólo que el “virtuosismo” resulta reñido con la elegancia: no pierde ni desperdicia la ocasión de exhibirse e imponerse; con frecuencia, es la virtud desvirtuada o degradada (Jorge Guillén). Cuánta vulgaridad, en efecto, cuánto mezquino cálculo, cuánta mediocridad de sentimientos llega a esconderse en esas inteligencias virtuosas. En nuestro tiempo ya hay “virtuosos” de todo y para todo: No practican o predican el bien sino para ser recompensados, o no lo hacen bien sino para ser reconocidos. El alma, en cambio, puede ser torpe pero tiene el don de convertir su propia torpeza en una relación -¡y en una revelación!- diáfana o entrañable con el mundo. “Soy esa torpe intensidad que es un alma”, escribía Borges.
No desdeña el brillo, tampoco lo propicia ni se ampara en él; es muy raro que la mueva el prestigio o la figuración: el alma no busca deslumbrar a nadie, aun prefiere pasar bajo la mesa mientras se luce la inteligencia. Que los demás devoren y se entre devoren por ganar su sitio bajo el sol o en la pantalla: nada de eso cuenta para el alma, que se rige, aúnen su torpeza, por una sabiduría secreta y, aun oscuramente, conoce la primordial justicia del mundo. No hay alma sin inteligencia; no siempre es posible decir lo contrario. El odio del alma puede llegar a ser terrible y hasta devastador, pero ya ese exceso mismo nos habla de una fuerza trágica que quizá lo redime. Demasiado deplorable por minucioso, el odio intelectual es como una lenta gangrena: se va nutriendo de vanidades heridas, de ambiciones desviadas, y termina en la obcecación.
“Cuanto más estúpidos son, más duros tienen los dientes”, decía de sus encarnizados críticos Goethe en una de las ficciones de Thomas Mann (Carlota en Weimar). Son de esos seres -seguía explicando- que pasan por el mundo sólo buscando a otros que sean peores que ellos. Y se preguntaba: ¿qué sería del verdadero trabajo humano, de la acción de la poesía, si no viniera en su ayuda cierto entusiasmo creador, ese impulso que no se cuida de la pacatería o de los fáciles y acomodaticios preceptos?
También Albert Camus hablará de esas inteligencias pirañas: “tienen toda la cabeza, valga la expresión, en los dientes”. Para seres así es difícil aceptar lo que proponía el mismo Goethe: “lo que importa no es destruir sino edificar algo que sea un goce puro para los hombres”. El goce puro del alma, no el goce puritano de las inteligencias desalmadas.
¿Y cómo no recordar -ahora y siempre- uno de los gestos más memorables del ser humano? Juan Sebastián Bach regresa a su casa después de una larga ausencia y se encuentra con que su mujer y dos de sus hijos habían muerto; entonces escribe en su diario: “Dios mío, no dejes que pierda mi alegría”.
Los dominios del alma -como decir su casa y su suelo, su memoria y sus muertos- son así: se asientan en la lealtad a la vez consigo misma y con diversidad a las leyes del mundo. Y si se asienta en esa lealtad es porque sabe que no hay pasión sin compasión. Ya en su época, Montaigne se alarmaba que se admirara el saber, aun la fútil erudición, más que la pura bondad humana. Sabía que el alma no sólo es sino que debe ser la generosa: no se aviene a cambiar la naturaleza humana por la veleidad de los llamados principios, ni se somete a la temeridad del lenguaje insolente. ¿No es el que emplea hoy cierta prensa justamente cuando pretende ser ecuánime y objetiva? ¿Se nace o no con elegancia, esa amplitud que hizo posible a un Montaigne?
¿Cómo saberlo? Lo que intuimos es que supone, sobre todo, un aprendizaje interior. Se aprende de la dicha o de la desdicha, de la aventura o de la desventura, aun de la posesión o de la desposesión. Pero el verdadero aprendizaje sólo empieza después de un ejercicio del alma: la lucidez, la transparencia, la purga de los rencores. Aprendemos depurándonos. No sólo no saber más sino más profunda o humanamente; saber también que no se es dueño de la verdad o que ésta no es más que la vida misma. Es lo que quizá hace de la elegancia un sosiego, esté marcado por la felicidad o por el sufrimiento.
No hay verdadera felicidad que no sea elegante, pues rehúye la prepotencia; no hay verdadero dolor que igualmente no lo sea, pues rehúye el patetismo.
¿No son los prepotentes los que luego, en la adversidad, pierden la entereza y se vuelven quejumbrosos?
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Alejo Urdaneta
Comentario
El filósofo y ensayista José Ortega y Gasset, que reflexionó en diferentes textos acerca este tema, decía que la elegancia era también una cualidad del alma: “Es una sutil calidad, gracia, virtud o valor que puede residir en cosas de la más variada condición”, escribió. “En la matemática hay soluciones elegantes, y en la literatura elegantes expresiones. Pueden ser elegantes ciertos utensilios y manufacturas humanas, la forma de un jarrón, la línea de un automóvil, la fachada de un edificio, el gálibo de un yate, el corte de un vestido. Pero también son elegantes ciertas cosas de la naturaleza, el perfil de una serranía, el álamo en forma de huso, la planta de un caballo o de un toro. El hombre puede poseer la elegancia en la figura de su cuerpo, pero también en su alma o modo de ser; y hay gestos elegantes y hay acciones que lo son, puesto que existe una elegancia moral que no es igual a la simple bondad u honestidad. En fin, hasta hay sentimientos elegantes, porque es curioso recordar que dos seres tan distantes en todo como Aristóteles y la reina gótica doña Blanca de Navarra, coinciden casi en las palabras de esta misma frase: «La melancolía, propia de toda alma bien nacida, la melancolía es un sentimiento elegante; no lo es la tristeza»”.
"...Pero el verdadero aprendizaje sólo empieza después de un ejercicio del alma: la lucidez, la transparencia, la purga de los rencores. Aprendemos depurándonos..."
Maravilloso pensar,
estupendo compartir
en elegante mensaje.
Muchas gracias distinguido poeta Alejo.
La elegancia es obra de libertad, o si se quiere, es un exigente y adecuado artificio. De hecho, deriva del latín eligere que significa escoger, elegir. Y como la elección es propiamente obra humana, a la figura del ser humano se atribuye originariamente la elegancia.
Éste, mi querido amigo Alejo, es un texto para disfrutar en elegancia
SIEMPRE ES UN GRAN PLACER LEERTE, UN ABRAZO ALEJO.
Agregado por Nilo 0 Comentarios 1 Me gusta
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