MEMORIAS DE UN TRADUCTOR INSÓLITO
Por Malcolm Peñaranda, traductor en constante aprendizaje

CAPÍTULO 5 – LOS TRADUCTORES NO TENEMOS DERECHO A SENTIR

 

Al volver a la ciudad, el abogado me dijo que me contactaría en un par de semanas para entrevistar nuevamente a su cliente. Nunca lo hizo, afortunadamente. Asumí que el mercenario o se había volado o me había vetado como intérprete porque sabía que no podía intimidarme. Con el material que había grabado, tenía suficiente como para publicar una entrevista y hasta me habría ganado un premio. Empero, no lo hice. El remedo de periodista no podía traicionar al traductor en mí. Éramos la misma persona, y aún así no lo éramos en función de aquel encuentro aterrador. Era preciso disociar en mí un oficio del otro. Me limité a hacer una crónica breve en la que sutilmente evité involucrar una sola fuente y preferí sugerir varios informantes al interior del presidio.  Los periodistas de verdad se preguntaban cómo había hecho yo para tener acceso a semejante información. No se tragaban el cuento de los informantes porque sabían que en el patio quinto no abundaban los soplones.

Tenía que contárselo a alguien para liberar toda esa tensión y elegí a Lina porque ella más que nadie, sabía de mis dos oficios y se había convertido en una amiga incondicional. Un par de semanas después Tatiana me dijo que un grupo de gerentes en salud nos estaba citando a una reunión a los traductores e intérpretes que quisiéramos trabajar con ellos. Acepté ir porque pensé que era una forma de escapar un poco de toda esa cantidad de clientes raros y quizás llegar a ser un traductor de verdad. La reunión fue en una clínica donde los gerentes de las más prestigiosas instituciones de salud de la ciudad nos querían presentar su tímido proyecto de “turismo blanco”. Se trataba de traer pacientes de otros países para tratamientos médicos, odontológicos y procedimientos quirúrgicos a Medellín, ciudad que se había convertido en epicentro de la oferta de servicios médicos de calidad en la región. Nos contaron que al principio traían nicaragüenses y uno que otro colombiano residente en Estados Unidos, porque les salía mucho más barato cualquier tratamiento aquí debido al cambio peso/dólar. Con los nicas no les había ido nada bien y hasta el problema limítrofe que hemos tenido con ellos por una isla que nos regalaron, entraba en juego. Ahora apuntaban a las islas del Caribe y ya tenían unos cuantos pacientes. Nos explicaron entonces que los médicos colombianos que antes se especializaban en Argentina y México, ahora lo hacían en Brasil, Estados Unidos y Europa. Y según ellos, Medellín había acabado desplazando a otras ciudades latinoamericanas como destino para el turismo blanco. Nos dieron un mamotreto de información que tuvimos que devorarnos en un fin de semana. La cosa sonaba prometedora, así que todos dijimos que sí.  Sólo hasta ese día conocí a los otros cuatro traductores a los que Tatiana les conseguía trabajitos con los huéspedes del hotel. Hasta entonces había imaginado que todos ellos eran traductores profesionales, pero no había tal cosa. Sólo uno de ellos era profesional en idiomas, y los demás hechos por la experiencia, como yo. Por aquellos días todavía no teníamos el programa de traducción en las universidades locales. Cada uno de esos traductores era todo un personaje y se conocían entre sí más por apodos, que por sus nombres verdaderos. En Colombia a todos los hombres nos han puesto por lo menos un apodo en la vida, desde el kínder hasta el postgrado, pasando por políticos, miembros de la iglesia y hasta gerentes de empresas. Quizás el único que se ha salvado de ello ha sido el maestro Fernando Botero, por ser un artista reconocido mundialmente y que inspira solemnidad.

El primero con el que entablé conversación fue Gonzalo, a quien ellos llamaban “Guevonzalo”, por ser el más guevón del grupo en cuanto que tenía una mocita (lover) que le exprimía hasta el último peso que se ganaba como traductor. El otro era alguien que ellos apodaban “Mister Cartoon”, el único hablante nativo entre nosotros, un gringo divertido que de niño había aprendido español viendo cartoons (caricaturas, muñequitos, comiquitas, dibujos animados) y en su vocabulario abundaban palabras como “pamplinas”, “recórcholis”, “caracoles” y otra cantidad de expresiones que se habían inventado quizás quienes doblaron esos cartoons, pero que uno no le oía a ningún hispanohablante de la vida real. El tercero era “pelao cuca” (drop dead gorgeous), un tipo muy alto y bien parecido que tenía más contactos que nosotros, pues se valía de su pinta para tramar a secretarias de grandes compañías. El otro era un traductor en la sombra, aquel a quien los clientes rara vez veían y que apodaban “buenavida”, porque según ellos, se la ganaba sentado. Pasaba que el tipo era un traductor escrito y nunca hacía trabajos de traducción oral. Tenía un dominio sorprendente tanto de inglés como de español, pero no hablaba inglés. Nunca había imaginado que existieran traductores exclusivamente escritos y que no hablaran el idioma que dominaban! El tipo tenía un impresionante dominio de terminología y redactaba con pulcritud, pero no sostenía una conversación más allá de los saludos. Más tarde me enteré que a mí también me habían chantado un apodo: el “siete lenguas”, por ser políglota, pero las mujeres del hotel no lo sabían y se me quedaban mirando con malicia esperando quizás que yo dejara ver una lengua como la de Gene Simmons, el cantante del grupo KISS.  Qué cosas se habrán imaginado!

Los cinco hicimos fuerza común porque dada la bonanza traductoril de aquellos días, ninguno representaba competencia para el otro, y por el contrario, nos complementábamos. De hecho, ellos podían tomar clientes que yo tenía que perderme por estar estudiando o viajando. Mi angustia por no tener título de traductor bajó un poco, pero no así mis ganas de prepararme más en el área.  Al hablar con ellos me di cuenta que estaba cobrando muy barato, porque no tenía idea de tarifas y para mí lo que importaba era tener clientes y experiencia. Mis nuevos compañeros me enseñaron cómo evitar tener contacto con las redes del narcotráfico que en aquellos años dominaban la ciudad: no montarme en taxis con radioteléfono porque eran los informantes de Don Pablo, no acercarme mucho a carros particulares ostentosos o de color rojo y jamás hablar otro idioma en presencia de individuos boletosos (con muchas cadenas de oro en el cuello, pintas mexicanas ó zapatos blancos y de colores inusuales). También el lenguaje que utilizaran y el que escucharan rancheras o corridos era un buen indicio para sospechar.

El primero en conseguir un par de clientes de turismo blanco fui yo, porque necesitaban alguien que hablara varios idiomas. Me mandaron a esperar en el aeropuerto a una pareja de arubianos que venía a Medellín a un tratamiento y operación para la señora, una dulce adulta mayor que sufría de algo en el cerebro. Me lo habían descrito como un trabajo tipo “ángel de la guarda”, es decir que no podía desampararlos y estar con ellos el mayor tiempo posible. El trabajo era extenuante. Yo los acompañaba a citas, laboratorios, clínica y todo lo demás. En mi mano cargaba un libro de neurología que había prestado en la biblioteca de la facultad de medicina, pero no entendía NPM. Ellos no hablaban inglés fluido, pues no hacían parte de la industria turística de Aruba, así que me resultaba mucho más difícil traducirles las explicaciones médicas a los otros idiomas. Le volvía a preguntar al médico y éste nos hacía dibujos en la parte posterior de su recetario y entonces ellos entendían, pero yo no. “Plastilina, por favor!”, quería gritar. Quién me mandaba a mí a meterme en semejante embrollo?

A la señora la tuvieron que operar y en la sala de espera, yo lloraba a moco tendido con el esposo y el señor muy discreto, no preguntaba nada, pero tal vez imaginaba que mi trabajo era llorar con él si tocaba. La señora se recuperó satisfactoriamente y regresaron a la isla. Ya les había tomado afecto. Volví al hotel para recibir información de otro cliente y todo el mundo me preguntaba si se me había muerto alguien de mi familia. Me desahogué un poco con mis compañeros traductores y entonces ellos me dieron la lección número cinco: el traductor no tiene derecho a sentir, su misión es comunicar, sin involucrar sentimientos que puedan afectar su concentración. El dolor estaba allí presente, pero tenía que aprender a filtrarlo, porque no me podía cargar de problemas ajenos. Si tan sólo los traductores profesionales supieran de esas vivencias, tal vez no nos odiarían tanto. Tal vez entenderían que en el fondo no éramos tan empíricos.

 

Continuará…

 

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Comentario

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PLUMA MARFIL
Comentario de MALCOLM PEÑARANDA el julio 10, 2019 a las 2:35am

Gracias, querido  Hugo Mario Bertoldi Illesca !  Mirá vos! Te inventaste un nuevo adjetivo! :)


PLUMA MARFIL
Comentario de MALCOLM PEÑARANDA el julio 10, 2019 a las 2:34am

Gracias, Maria Mamihega !


POETA DE PLUMA
Comentario de Hugo Mario Bertoldi Illesca el julio 9, 2019 a las 1:37am

Sigo firme en la tarea de lectura de tus memorias "traductorinsólitas" que imagino traducidas a varios idiomas y en venta quincenal en quioscos de revistas y periódicos de Medellín, Miami, Ciudad de México, Buenos Aires, Roma, París, Venecia... y aquí hago pausa pues, no fuese que la editorial e imprenta no estén preparadas para la demanda masiva de los fascículos quincenales. Abrazonrisas y mis FELICITACIONES. Sigo atento a la saga, Malcolm. 


DIRECTORA ADMINIST.
Comentario de Maria Mamihega el julio 8, 2019 a las 4:47pm

Malcolm, haces algo que es muy difícil, que la simpleza o cosas comunes en situaciones diarias se vuelvan hermosas al leer y creas historias geniales, te felicito por ello, un abrazo

Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

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