La pluma del autor
Santiago tenía la disciplina de escribir. No mucho pero sí siempre.
Santiago escribía con colores de cera, el amor por sus cercanos, el gusto que le daba colgarse de la falda de su madre para columpiarse sin preocuparse por nada más. Escribía en distintos tonos verdes la manera en que el sol acariciaba los árboles y el pasto en el cerro.
Escribía sobre el amanecer mientras nombraba los colores, la calidez del asomo del sol, la humedad de la tierra al subir al cielo, el abrir de las flores después del letargo de la noche. La sensación de calma que le producía el pasto en sus pies descalzos, la sanidad que le proveía abrazar un árbol. La caricia que le producía al oído escuchar a los pájaros.
Santiago escribía sobre el anochecer. Describía el gorjeo de las aves al guardarse en las copas de los árboles. Se quitaba la camisa después de la lluvia para sentir el frío que le hacia temblar, sus poros reaccionaban con la sensibilidad que solo alguien como Santiago podía experimentar, disfrutando lo que para otros podía ser incómodo. Embelesado seguía luciérnagas para averiguar dónde pasaban la noche, envidiaba su habilidad. Cantaba como los grillos y los sapos que regalaban su música al bosque, solo porque sí.
Santiago veía las nubes avanzar con el viento, imaginaba el pincel que las arrastraba y poco a poco se iba quedando sin líquido, veía las garras que resultaban en el fondo azul, parecían buscarlo, él corría y las garras con él hasta que otra nube más grande llovía y las desaparecía.
Santiago escribía sobre el amor, tocaba su pecho para saber cuántos latidos se producían cada vez que pensaba en ella, cuántos pensamientos tenían como remitente a la musa de cabello oscuro. Temía que un día dejaran de gustarle sus palabras, que dejaran de producirse esas miradas largas con las que se habla nada y se dice todo. Porque el tacto de sus dedos ya no le transmitiera la fuerza de su amor hasta sus nervios más íntimos. Porque olvidara su nombre. Porque él cantaba el suyo cada vez que lo pronunciaba.
Santiago escribía sobre el amor de sus hijos. Sintió por un momento que se había vuelto frágil. Al recuerdo de su osadía de juventud, sintió temor por sus descendientes, quienes como él abrazaban con arrojo la idea de un mundo mejor. Pensó entonces en lo imprudente que fue cuando se mostró irrespetuoso y valiente. Ellos eran su tesoro y pensó por un momento en moderar sus palabras para que ellos no buscaran ser valientes sin las armas adecuadas, escribió lo que hubiera querido que otros le dijeran cuando estuvo a punto de lanzar los puños por causas que consideró justas.
Santiago escribía sobre la pobreza, de esa que casi no se menciona, la que hace miserables a los demás, la que envilece el corazón, la que se produce en los canallas y victimiza a sus cercanos; la que ostentan los poderosos, los ciegos, oportunistas y egoístas. Escribía de ella porque era muy difícil verla, los que la padecen suelen ser elegantes y sonríen para ocultarla.
Santiago escribía sobre la guerra, las que enfrentan inocentes y salvan a los jefes. La que elimina fronteras solo para demostrar odios, para hacer patente que son las cosas las que dominan a las personas. Que para ostentar una propiedad se está dispuesto a acabar con ideales, con cantos de niños, con toda una generación. Hace evidente que aunque seamos de la misma especie, somos extraños y cada vez menos humanos.
Santiago escribía del amor leal, el que permanece, el que no sujeta más que para ayudar a levantarse, el que acompaña y aminora cargas en la espalda y en la concienca. Escribía sobre ese sentir que acompaña pero también engrandece con orgullo, con cariño, y a la larga, con paciencia y memoria agradecida.
Santiago escribía cuando la energía y sus recuerdos se lo permitían, el viento avanzaba más veloz que él. Respetaba su andar porque lo conocía, acariciaba su figura porque era un hombre que amaba la vida y la compilaba en su cuaderno, desde que usaba crayolas.
En su cúmulo de experiencias y años, Santiago escribía agradecido por haber conocido la risa y el llanto, por disfrutar, por padecer, por aprender. Porque frecuentó los lugares más comunes y sencillos, en su casa, en su quehacer diario, en la naturaleza, ¡en sus cuadernos! Lo hizo con toda la fuerza de su ser y de la tinta de su pluma. Creyó que las fuerzas habían llegado a su límite cuando recordó su vida leyendo su cuaderno.
Entonces Santiago, el autor, buscó una pluma y comenzó a escribir otra vez.
Yanzey Morales Marín
México
AUTORIZO SU PUBLICACIÓN Y DIFUSIÓN EN LA ANTOLOGÍA MENCIONADA. MUCHAS GRACIAS POR LA OPORTUNIDAD
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Muchas gracias querida María. Un honor pertenecer a este grupo literario a tu mando
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