VICTORIA

 

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uve que esperar centurias interminables por decepcionantes, amada, para que el prodigio de la victoria, que creí no merecer ya, se hiciera presente, ¡al fin¡, en mi angustiada y envejecida existencia.

         Fueron mil derrotas caracterizadas todas por el estigma de la humillación, que no pude borrar de mi rostro, a pesar de todas las hierbas, raíces, aguas y ungüentos que empleé en un vano intento por ocultarlo.

         Ignoraba, ingenuamente, que el prodigio para deshacerme de esa mancha ignominiosa que hizo vulnerable mi vida no lo produciría ningún régimen medicinal, por más avanzado que fuera, sino yo mismo, con paciencia, tenacidad, capacidad para aprender la lección inmersa en cada derrota y de fe en el triunfo que inevitablemente llegaría en cualquier inesperado momento.

         Para triunfar, amada, después de mil vergonzosas derrotas, leí ávidamente textos y pergaminos rugosos y viejos sobre el arte de la guerra; me aprendí de memoria las biografías de los grandes guerreros y apliqué sus tácticas y estrategia en los campos de batalla; luché contra el demonio del pesimismo que se había aposentado en mí y logré destreza en el uso de las más increíbles y eficaces armas.

         A este triunfo, siguieron millares y el estigma de la derrota apenas es un nefasto recuerdo en mi accidentada vida.

 

 

 

 

 

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