T ó t e m

TOTEM

        Los veintiocho hijos de José Carmen sabían que con su muerte comenzaba un mito que iba a traspasarlos. Todos giraban en torno de la vieja casona, para un lado y para el otro como un manojo de enloquecidos péndulos de un reloj que era como un sabino que era como el lago de la presa Brookffmann que era como los álbumes fotográficos familiares cerrados siempre con candados afrancesados cada vez más difíciles de operar por la herrumbre del tiempo.

 

        José Carmen vivió como pudo. Pero supo vivir sus 114 años a plenitud. La pasión fue su divisa, dominó todos sus actos. Pero era, si vale decirlo de tal modo, una pasión cerebral, intensa: como un caudal que se mantiene con gran fuerza pero siempre al borde sin derramarse de sus límites.

 

        "Sólo con pasión se puede haber tenido cinco mujeres de tiempo completo y este fajo de hijos que tanto amo", decía en sus últimos años, arriscándose el tupido bigote rubio y haciendo retumbar el eco de su voz en aquella barriga que pujaba contra sus chalecos campiranos.

        Desde las primeras horas de aquel uno de noviembre, a unos cuantos minutos del deceso de José Carmen, la movilización en el rancho La Rosa había ido en aumento hasta convertir una fecha tan significativa, previa al Día de Muertos, justo para preparar el velorio casero, en lo más parecido a una romería.

 

        En la cocina de la casa familiar se juntaban las mujeres. Había por ahí uno que otro chamaco. Ellas se trompicaban ordenando que mataran otras gallinas. "Con esas no será suficiente", -imprecaba Cristina. Mientras Leonor, más reposada por los años, personalmente supervisaba que tostaran el café y que: ... "Sea precisamente del de Ixtapan; no lo vayan a revolver con el otro, porque sería una porquería...". Concluía diciéndole a la vieja Imelda que lloraba por la muerte del señor, de Don Carmen, acaso con más fruición y sentimiento que los hijos.

        Los varones no estaban en la casa. Aunque ya ninguno, desde hace varios años, vivía con José Carmen, todos se habían congregado desde el mediodía en La Rosa, provenientes de tres lugares, principalmente: El Oro, Toluca y la capital del país, excepto Serafín, que siendo el último que dejara la casa paterna, tenía una herrería de altos vuelos en Ixtlahuaca. Ahora ninguno estaba porque se habían repartido comisiones: unos, a avisar a caballo, a los parientes más cercanos de las poblaciones aledañas que no contaban con teléfono; otros, a comprar unos bidoques de aguardiente para el velorio; los demás, a ultimar detalles en el papeleo de la iglesia y del panteón; para que todo quedara listo al día siguiente.

 

        Los parientes, en tanto, seguían llegando. Años después, a la muerte de José Concepción, el mayor de todos los hijos, la escena se iba a repetir, decantada por los años que irían convirtiendo en fantasmal el brillo familiar que, sin saberlo, enterrarían casi del todo ese dos de noviembre, en el Panteón de la Virgen del Carmen, con el vetusto jefe familiar.

        La familia Marín era como únicamente dos o tres familias de la región. De cepa aristocrática, hacendados de descendencia, con buenos niveles generales de cultura y buen gusto; distinta en cambio por sus acendradas actitudes tribales que les reconocían todos los pueblos de la zona y les llevaba a manejarse, cuando era necesario, como una maquinaria en pos de un objetivo prefijado, obsesivamente.

 

        José Carmen, nacido en San José del Rincón en 1838, había culminado sus días, a tan elevada edad, viudo por quinta vez. Pese a que antes de sus tres últimos matrimonios, tal vez avergonzado porque solía casarse con mujeres muy jóvenes, demasiado jóvenes para la convención, explicaba a todo mundo que "reincido, únicamente para poder guardar mi vejez con decoro, sin soledades irremediables, que más llamen a la lástima y al tedio, que a la vida; la vejez, aunque rescoldo, aún es fuego, es vida y merece respeto y compañía...".

 

         Cinco habían sido sus esposas. Tres de ellas hermanas, las Garduño: Áurea, Ensoñación y Refugio. De modo que 19 de sus hijos, fruto de esas uniones, llevaban los mismos apellidos y eran, en realidad, de una consanguineidad -como medios hermanos y primos hermanos- que alimentaba con atingencia la tribal fama del clan, decorada por el tremendo parecido que se daba entre todos ellos, incluidos los restantes 9 hijos, que José Carmen procreara con Isabel Corona y con Santa Gómez, en una fecunda tercera edad que dejaba materia de sobra para los decires en el fogón en la tertulia de las viejas, o para la incidencia ponzoñosa de sus congéneres en el Bar Tolo, la cantina del pueblo, que era, en el colmo de la chatura imaginativa de don Bartolo Íñiguez. Lugar de enorme importancia en San José del Rincón, porque no había fortuna o desgracia que no fuera decantada por ese ambiente, el más democrático del lugar, puesto que a él acudían lo mismo ricos que pobres, analfabetos que hombres de letras, ateos o el mismo cura del pueblo, Adelfo Zamarripa, que no dejaba escapar por lo menos un mes sin echarse un tequila con sangrita y jugar con los parroquianos una mano de dominó.

 

         -Somos líderes del mismo pueblo, Don Bartolo, -decía sonriente el chapeteado cura cuando llegaba a la cantina del pueblo.

        -Eso sí, -decían las mojigatas del pueblo-, nunca va con sotana; para ir allá se viste de civil.

         A lo que replicaban los liberales, encabezados por Matías: No irá con sotana, pero un día nos va a llegar con una fulana, y entonces sí no van a saber si ir al infierno a rezar, ¡viejas mochas!

         Pero tanto Matías como Jeremías, Abel ó Caín, los únicos liberales de cepa de San José del Rincón, tanto que conformaban la logia masónica del pueblo, llegaban a jugar con Don Adelfo sin conflicto de por medio. Acaso, de cuando en vez, se soltaban una que otra pulla ideológica o histórica, pero los involucrados la tomaban con tan olímpico espíritu que se decía entre los integrantes de las numerosas agrupaciones religiosas de la comunidad que la cantina era como la Torre de Babel.

         Incluso hubo una ocasión, entre ahorcamiento de la mula de seises al padre Zamarripa de parte de Matías y Caín y advocaciones bíblicas del afectado que hacía pareja con Ponchito -un comerciante en textiles, cuasienano y charlista irredento- en que la masonería y la iglesia, que era lo mismo que decir casi todos los ahí reunidos, armaron un comité para rescatar de un prostíbulo de Zitácuaro a Catalina, la hija de Ponchito. El comerciante se había abierto de capa y había contado cómo, en ocasión de la feria del poblado, en julio pasado, los empresarios del palenque, un matrimonio de regordetes, se habían llevado consigo a Catalina, aparentemente para hacerla parte del equipo de trabajo que recorría extensa zona del país con gallos y cantantes, de fiesta en fiesta. Pero no había sido de tal modo. Era un engañifa de los Gómez, que así se apellidaban quienes en realidad resultarían a la postre brillantes, viles, tratantes de blancas. Unas vulgares fichas.

 

 

          Ahora, en su velorio, poco a poco se desgranaba, como una mazorca grande de lechosos dientes, grano a grano, la presencia de esos y los demás hijos que hacían suya la concepción tribal del hombre recostado boca arriba, con un sonroso en la piel que desdecía de su edad y de su muerte.

          José Carmen había muerto, según dijeron los médicos que llegaron sólo a dar constancia del hecho, a consecuencia de un enfisema pulmonar y una complicación cardíaca. No obstante, en los corrillos de las mujeres del pueblo, se decía con insistencia que falleció a causa del excesivo uso del sexo. La voracidad lujúrica del personaje había llegado a extremos míticos. Comentaban que, aún viudo -o mejor dicho, por eso mismo- se daba sus mañas el centenario sujeto para arropar, todas las noches, entre sus brazos, a algunas jovencitas que le hacían llegar sus fieles sirvientas de toda la vida, Imelda a la cabeza, para que no pasara fríos y seniles insomnios.

           El mismo José Carmen ayudó a inflar el mito cuando, dicharachero, hacía constantes referencias copulares para hablar de cualquier tema. Además, difícil era, encontrar a alguien en la región que no lo hubiera visto dando una palmadita o una franca nalgada a las adolescentes del poblado. Nunca, pese a ello, tuvo reclamos por parte de novios, hermanos o padres de las protagonistas. Sabían muy bien que el hijo de José Trinidad había heredado la costumbre paterna de traer la pistola consigo las veinticuatro horas del día. Por las noches, uno y otro lo hicieron toda la vida: colocaban el arma bajo la almohada.

         -Las armas son pendejas en manos de peligrosos, decía José Trinidad.

         Y José Carmen repetía en voz alta, para que lo escucharán todos, sin excepción:

         -Nunca hay que desenfundar la pistola si no se tiene la certeza de usarla, y de hacerlo, no se debe fallar, ¡no!, es más caro pagarle a la justicia un herido que un muerto.

          Paradójicamente, nunca se supo que hubiera sido precisado a lanzar un balazo en contra de alguien. Las balas que padre e hijo quemaron, que fueron muchas, se gastaron en el tiro al blanco, en la huerta de Clotilde, prima de José Trinidad. Ese escenario fue lugar de pendencias deportivas por más de un siglo. Para Clotilde resultaba un agasajo recibir a los parientes que afinaban puntería. Para tales efectos mandaba matar un borrego, o un puerquito, o cuando menos, una media docena de guajolotes. Su vastedad en la comida y su prodigalidad para ofrecer buenas bebidas eran pendón que paseaba con orgullo al interior de las consejas familiares.

          Clotilde tenía un niño. Era madre soltera. Pero había llevado con una dignidad impresionante lo que, a ojos del vecindario, era pecado. Llegó un momento, dedicada toda su vida a Manuel -el bastardo, hijo de un aventurero español que llegó a San José del Rincón a poner un tendajón, la enamoró, le hizo el hijo a Clotilde y se fue huyendo de la responsabilidad, a quién sabe dónde-, que propositivamente no hablaba a los demás de otra cosa que no fuera su orgullo -como decía ella- de ser padre y madre al mismo tiempo, sin fallar en ambos papeles. La prueba inefable -subrayaba- es la inteligencia y salud física y mental de Manuel que, por otra parte, años después se haría torero, en contra de la voluntad de la madre que conoció, sin jamás haberlo comentado a Manuel, que Nicandro, el tendero gachupas, fue torero en Andalucía por más de una década.

         -Es la sangre que llama con tanta fuerza, capaz de vencer distancias y épocas, como para traspasar voluntades y marcar destinos -decía Rita, la comadrona del pueblo, al platicar del asunto con Clotilde.

         Rita, partera que trajo al mundo a cuando menos dos generaciones de rinconenses, también era madre soltera. Ese elemento en común las había hecho muy amigas. Además, como si fuera poco, eran vecinas. Rita tenía gemelas. Rosa y Ana, enanas, hijas de un trapecista que tuvo suficiente con dos semanas de estadía del circo en el poblado para enamorarla, preñarla y seguir su indefinido periplo infinito. Por eso con Clotilde hubo una suerte de asociación para crear un halo defensivo en torno de ambas y cada una. La mutua comprensión de sus destinos de mujeres abandonadas, y del indefectible llamado de la sangre a que se refería La Cigueña -como le decían los jóvenes de la comunidad-, se hizo indisoluble lazo cuando, al inicio de la década de los sesenta, las mellizas huyeron con el circo que pasaba por San José. Ellas, al igual que Manuel, no habían sido informadas de la actividad de su padre, ni de su nombre siquiera. Pero estaba escrito que culminaran su vocación ancestral trabajando en una carpa, así no fuera en el mismo circo del padre que, por otra parte, nunca supo ni siquiera que Rita hubiera incubado en su vientre fruto alguno del único encuentro carnal, en el coro del templo, mientras se sucedía la misa dominical de las doce del día que solía congregar a prácticamente todo el pueblo.

 

         Dos versiones corrieron en las bocas de las chismosas de la población para explicar el defecto de las gemelas. La una, que se trataba de un castigo divino por haber utilizado el templo de Dios como camastro de pecado. La otra, que dado que el padre de ellas provenía del circo, no era difícil que él, a su vez, tuviera antecedentes genéticos con ese mal. Hasta hubo alguna mujer, de las beatas del Carmen, que inventó que la madre del trapecista era enana y que había sido su marido un domador de fieras conocido por sus antecedentes demoníacos.

 

        -Rita tuvo tratos con el mismísimo Satanás -decía la mujer.

 

         Por eso él llegó a tentarla y se la llevó a la iglesia para profanar, intencionalmente, un lugar sagrado y dejarnos a ese par que no son otra cosa que engendros, representantes de Lucifer, -acotaba-, para explicar los rezos, persignaciones y conjuros con agua bendita que realizaba ofensivamente cuando cruzaba por incidente en la calle con Rosa y Ana.

 

         Rita, por su profesión, se explicó siempre la deformidad de sus hijas debido a que, no teniendo cómo justificar el traspiés, durante los primeros seis meses del embarazo usó una faja ceñida hasta el extremo, hasta que resultó imposible de ocultar el doble fruto de sus entrañas.

 

         Ana y Rosa se habían ido con el circo porque encontraban esa posibilidad como la única puerta para escapar del infierno que era para ellas el pueblo.

 

          Por otro lado, cuando visitaron por vez primera las instalaciones, lograron sentir inmediato el trato humano y natural de las gentes acostumbradas a convivir con personas como ellas. Actitud que les estuvo vedadas toda su vida en San José. Pero lo que las convenció, de plano, de huir con la compañía, fue la aparición de una media docena de enanos, sus similares, los payasos, festivos en el trato cotidiano. Máxime que las mellizas fueron cortejadas, descubriéndose, por vez primera, mujeres.

          Sin embargo, apenas una semana después de que las enanitas decidieron irse a buscar un horizonte propio, libre de la asfixia provinciana, el pueblo se conmovió. Un hallazgo escandalizó a la población, que conectó el escalofriante asunto con la huida de las hijas de Rita. La conexión encontrada por los corrillos pueblerinos tuvo, inmediato, nexos metafísicos; se decía que era una muestra de la procedencia diabólica de Rosa y Ana: se trataba de que en la milpa de Emiliano -un hombre que tenía, o decía tener, en su poder unos misteriosos códices-, agricultor de toda la vida y por generaciones, se localizó una caja de cartón con restos humanos, piernas y brazos, de un cadáver que, más tarde se supo, era el de Rómulo, el sacristán, borrachín y rezandero que -decían- siempre cortejó a las gemelas de Rita con malsanas intenciones de pervertido. La policía, no obstante, en apariencia desmintió los decires callejeros: un día después del primer hallazgo, localizó enterrado bajo el nogal del propio Emiliano, la cabeza y el tronco faltantes. Con auxilio de los investigadores del gobierno michoacano, localizaron el circo "Unidos", con el cual habían huido las enanitas, las que fueron aprehendidas, pero resultaron inocentes. El criminal, no tardó en saberse, fue Atanasio, el hombre fuerte del circo, levantador de pesas y retorcedor de hierros en la función acostumbrada, que resultó homosexual como Rómulo, a quien ultimó por pasiones en las que ambos estuvieron involucrados, para sorpresa de todos, desde hacía varios años, en que el circo llegaba indefectiblemente, verano a verano. Rosa y Ana, al fin inocentes, resultaron liberadas. Pero jamás volvieron a San José del Rincón.

 

        -Menos lo iban a hacer después del desmadre en que habían estado metidas, aunque no tuvieran culpa en el crimen, -dijo Matías Mondragón, en aquella ocasión.

 

           Ahora, Rita y Clotilde se presentaban juntas al velorio de José Carmen. Le tenían afecto al viejo -como le llamaban cuando charlaban entrambas-, porque él fue de las pocas personas de San José que nunca profiró señalamiento alguna en contra de estas mujeres; todavía más: fue el único de la comunidad que, en secreto, cuando pudo les allegó recursos a las dos, a cada una por su cuenta, para que mantuvieran a sus respectivos críos-domingos-siete, les llamaba el populacho. José Carmen, en contra de su fama donjuanesca nunca pidió a las abandonadas mujeres, nada a cambio de su auxilio pecuniario. Por eso ellas, ahora llegaron con sendos ramos de no-me-olvides y, en un rincón de la extensa sala funeraria de la casa de los Marín, se arrodillaron e iniciaron las preces de un rosario por el alma del difunto.

 

         A esa hora, más o menos las diez de la noche, de aquel uno de noviembre, todos los hijos de José Carmen estaban congregados en torno del catafalco. Se trataba de uno elegante, de cedro, con incrustaciones de caoba en los bordes; barnizado en tonos oscuros que dejaba al descubierto las vetas de la madera, era el estuche metafórico para depositar en el Panteón del Carmen, la leyenda personal de un hombre que supo estar parado sobre su tierra nativa con un par de pies que destilaban amor a borbotones por la vida. Pero no sabían, los veintiocho hijos del difunto José Carmen, que con él enterraban al otro día también un capítulo no menos legendario de la dinastía. A partir de las últimas paladas de tierra que dejarían en depósito inevitable los despojos de aquel tronco familiar, tótem de los Marín, se abrirían los desbordados recuerdos, las obsesiones memoriosas y los destinos de muchas generaciones predestinadas a recuperar los mitos del clan sanguíneo, mitificarlos y padecer, sin convertirse en estatuas de sal, el sino: sólo vivir para redescubrir por siempre los secretos, las anécdotas, las tradiciones, las frases sabias, las frases célebres, las parrandas, los pecados, las muertes, los nacimientos, las enfermedades, las sucesiones hereditarias de una familia, los Marín, y de su viejo irrepetible gran jefe: José Carmen.

 

           Ahí estaban, lo mismo los hijos del difunto con Áurea, su primera mujer, -José Concepción, Elodia, Leonor, Camerina, Ángela, José Trinidad del Sagrado Corazón de Jesús, Cándida y José Francisco-, que los hijos que concibió con Ensoñación -José Camilo, Jesusa, Amada, José Austreberto, Leopoldina y José Elías-, ó los que parió Refugio -José Agustín, Martina, Graciela, Eduwiges y José Serafín. Todos, como ha quedado dicho, de apellidos Marín Garduño. Estaban asimismo ante el postrado cuerpo de su padre: José Waldo, Esther, Lourdes, Silvia y José Jorge, hijos que habían sido de Isabel Corona, la cuarta mujer del difunto; y los menores, los hijos de Santa Gómez: José Soledad, María Saudade, José Fermín, Teresita de Jesús y Artemisa.

 

          Por cierto que los últimos cinco hijos de José Carmen, a diferencia de los anteriores veintitrés eran sombríos, introvertidos, huraños en su trato. Diríase que estaban siempre con la mirada puesta en el infinito, molestos en apariencia por la presencia delante de ellos de cualquiera; poco sociables, casi nada amigables, desconfiados, malhumorados, arrebatados en sus temperamentales reacciones. Esa coraza de carácter sólo era rota por los demás hermanos que, en aquellas esporádicas ocasiones en que se congregaban en la casa paterna, desbarataban con bromas y muchos apapachos, el malestar temperamental característico de los Marín Gómez que, lo reconocían, sentían la misma pasión tribal que sus sanguíneos por el tronco familiar y la figura del líder paternal.

         En las familias se decía que esta descomposición del carácter y de las maneras y el temperamento, les venía a estos cinco menores del difunto, por herencia de los Gómez. Sucedía que esa familia, oriunda de Zitácuaro, Michoacán, tenía una extraña dilección por la esoteria, la muerte y las sombras. Sus rostros, morenos de por sí, guardaban desde la adolescencia unas enormes ojeras moriscas que, con el ceño enjuto, creaban la imagen ofensiva a los ojos de sus interlocutores o de sus lejanos observadores. Casi siempre vestían en tonos oscuros, con modelos de evidente atraso. Pero lo más importante: la tradición familiar, por el lado Gómez, dictaba que eran muy pocas las opciones profesionales para sus descendientes que indefectiblemente se dedicaban a embalsamar cadáveres, a administrar funerarias o panteones o -como médicos- a ocupar las plazas de legistas ante las autoridades judiciales. Ellos veían con naturalidad ocuparse de tales menesteres, pero a la gente común no dejaba de parecerle mórbido lo que hacían. Ya es de imaginarse: en torno de ellos se tejía y respiraba un halo de misterio y cierta repulsión.

         En la época en que José Carmen estuvo casado con Santa, aquél decía que ésta se dedicaba a la brujería. Pero lo contaba con tal desenfado que muchos no se lo creyeron, porque, pensaban, que se trataba de una más de las historias que urdía José Carmen para divertirse a costillas de los demás. Pero era cierto: Santa sabía un buen trecho de artes ocultas, maleficios, remedios caseros y amuletos. En un momento dado obligó a José Carmen a llevar consigo, dentro de la funda de la pistola, un pedazo de lienzo rojo al que ella le cosiera una bolsa pequeña, negra, que guardaba unas piedrecitas, arena, un alfiler sin punta y unas hojas de laurel secas y casi pulverizadas.

 

         -Es para que ni te maten, ni jamás te manches las manos con la sangre del prójimo. Con eso ni necesidad tendrás de usar la pistola, -le decía.

         Llegó una época en que José Carmen, incrédulo desde toda la vida, creyó en algunos de los malabares de su mujer que, además, era una beata redomada, pues pasaba horas y horas, todos los días, en el templo, cumpliendo con las obligaciones del culto y en las comisiones de una buena cantidad de nombramientos acumulados en asociaciones, agrupaciones y uniones diversas, prácticamente todas las existentes en el templo del Carmen de San José.

          Ahora estaban ahí los Marín Gómez: serios, más que de costumbre; sombríos, mucho más que cotidianamente; pero como todos los demás hijos del difunto, portando en el interior el orgullo del clan, la pertenencia tribal, con altivez. José Soledad y María Saudade, los mayores, que eran cuates -la sapiencia popular distinguía a éstos de los gemelos como dos categorías específicas de mellizos, diferencia que la ciencia médica confirmó con el paso del tiempo-, sin mayor parecido físico pero con una impronta espiritual que podría llegarse a pensar, si eso fuera posible, que se trataba de una entidad con dos cuerpos, se encargaron de organizar, entre todos los hermanos -sin discriminación de madre-, las guardias ante el féretro del tronco aquel que les inventó esta vida.

 

         Cuando vivió, ya en sus postreros años, la infancia de sus hijos los Marín Gómez, entre libaciones de Sagargnac -un coñaquito que me llega en barco desde Veracruz, decía, sacando un peine de oro con el que alisaba sus gruesos bigotes- o generosos tragos de Prodigiosa -una bebida de yerbas que preparaba la tía Cota-, y apapachos muy sentidos a sus retoños, José Carmen lloraba a moco tendido durante horas. Cuando Santa lo inquiría sobre ese comportamiento, contestaba invariablemente, palabras más, palabras menos:

 

            -Me gusta estar con estos chamacos porque nos demuestran lo que hemos perdido, mujer; además, mi abuela siempre dijo que para tener el corazón bien aceitado hay que dejarle escurrir, de vez en cuando, unas buenas gotas de llanto. Con mayor razón cuando uno ha llegado a viejo, mujer: no me estés descomponiendo el lloro y ¡cállate la boca!

          Santa, como es de suponerse, también con muy pocas variantes, se encogía de hombros y se refugiaba en la vetusta máquina de coser para zurcirle a su marido una camisa, una camiseta o aquellos largos calzones de franela que el viejo usaba para guarecerse del crudo invierno.

 

                 También hubo ocasiones en que, como un niño, José Carmen se encerraba en la biblioteca, con antiguos libros que habían correspondido a las lecturas de su padre o de su abuelo, para llorar en recuerdo de ellos. En esos momentos, Santa y los niños sabían que era imposible interrumpir y de ser posible, poco recomendable, hacer ruido. Sólo se oían los monólogos del anciano patriarca, entre sollozos, que recordaba, comentaba, reclamaba, criticaba y preguntaba todas las cosas pendientes a sus ancestros.

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PLUMA ÁUREA
Comentario de Benjamín Adolfo Araujo Mondragón el abril 16, 2022 a las 11:17am

¡Muchas gracias por tu grato destacado querida Mamihega; muy Felices Pascuas; excelente sábado en familia!

Ingres.


DIRECTORA ADMINIST.
Comentario de Maria Mamihega el abril 15, 2022 a las 5:21pm

MUY LINDO.


PLUMA ÁUREA
Comentario de Benjamín Adolfo Araujo Mondragón el abril 15, 2022 a las 10:21am

¡Muchas gracias querida Teodora; Felices Pascuas!

Capilla Sixtina.


PLUMA MARFIL
Comentario de Teodora E. Leon Salmon el abril 15, 2022 a las 5:46am
Ha sido un gusto leer tj compartir, poeta.
Saludos cordiales
Teodora

PLUMA ÁUREA
Comentario de Benjamín Adolfo Araujo Mondragón el abril 14, 2022 a las 5:02pm

¡Igualmente, Donato, Felices Pascuas de Resurrección; muchas gracias y buenaventura para ti y los tuyos!

Petrarca.


PLUMA MARFIL
Comentario de donato perrone el abril 14, 2022 a las 1:10pm

Felicitaciones me agrado leerte, FELICES PASUAS ..


PLUMA ÁUREA
Comentario de Benjamín Adolfo Araujo Mondragón el abril 14, 2022 a las 11:36am

¡Gracias, querida Delia Pilar por tus lectura, comentarios y destacado; felices Jueves y Viernes Santo, así como la Pascua de Resurrección!

El Rapto de Ganímedes, Julien de Parma.


ADMINISTRADOR
Comentario de Delia Pilar el abril 13, 2022 a las 7:24pm

Hermoso e interesantísimo relato, Benja. 

A pesar de su extensión mantiene la atención del lector

lo que constituye un gran mérito.

¡Felicitaciones!

Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

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