LA VIEJECITA

Cuando Doña Merceditas dormía más profundamente, en su mullida cama, en aquella casa del pintoresco pueblo, la despertaron sus recuerdos. A lo lejos en el horizonte aparecía la amarillenta luz del amanecer. Vivía sola y aun podía hacer sus quehaceres sin ninguna ayuda. Su difunto esposo le había dejado una pequeña pensión, suficiente para su sostenimiento. Todas las mañanas alimentaba su canario y regaba sus flores. Ese día se levantó y se puso su bata y sus sandalias, caminó hacia el ropero y se miró en el espejo. Estaba despeinada y con los ojos levemente hinchados, le dolía un brazo  y le molestaba una pierna, en donde había tenido un calambre. En realidad su estado de salud era bueno, solo que por la edad se le presentaban algunas molestias. Volvió a mirarse en el espejo y se acordó, que una vez fue joven, guapa y simpática, que tenía unos tremendos ojos soñadores de un intenso color castaño. Decían entonces que ella era el mejor fruto veraniego del poblado. Los hombres la seguían. El aldabón de su belleza golpeaba los mascarones de los amores, qué le ofrecían abrirle la puerta de sus corazones. Dejó manos extendidas en las fiestas, de galanes que querían bailar con ella. Sus negativas decía,  eran porque tenía temor, y porque querían bailar con estrechez. En realidad tenia valores bien cimentados.

Una primavera llegó a su vida Gildardo, que además de ser buen hombre, era buen bailarín y le llevaba serenatas. Su guapura y galanura la cautivaron. La inocencia fue antes que la prudencia, dejó su metódica conducta. La dulzura y el mirar de Gildardo le hicieron un nido lleno de cariño.

Un día claro y despejado se unió a ese joven que el destino le asignó. En su nueva vida sufrió cambios. Combatió fuertes vientos, pero también desaparecieron sus miedos y oscuros pensamientos. Cumplió su sagrada misión de formar una Familia, trajo al mundo hijos que crio con ternura y paciencia.

Enfrentó desaires, penas y temores, cruzo médanos, rompió anatemas, tomo atajos, evito testaferros y testarudeces. No creyó en ditirambos. Pero también disfruto de alegrías, satisfacciones y plenilunios. Era fina y delicada pero de espíritu templado.

El tiempo inexorable transcurrió, los hijos crecieron, se casaron y formaron otras familias. Su compañero partió .Ahora Merceditas es una tierna viejecita, que vive su propia existencia. Si bien platica arcaísmos, no discute con la gente, su sonrisa tarda pero no desaparece. Su blanca cabecita es acariciada por el cálido viento, que mueve esos hilos de seda plateados. Ya no tiene la fuerza para ayudar a sus hijos, solo ofrece su presencia y su humilde opinión. La poca fuerza física la suple con la espiritual. Sus hijos la comprenden y se lo dicen cuando la visitan, y tiernamente la abrazan y la acarician. Es su tesoro en una isla escondida, pero muy bien protegido, espiritualmente acompañada y encomendada a Dios.

Sus ojos de paloma serena, miran tiernamente los rayos tibios del sol al atardecer. Son ventanas por donde se observan lagunas calmadas, acariciadas por la briza  que en ellas se quiere refrescar. También Soles, Lunas y Estrellas, tierra mojada, arboles desperdigados. Además una acompasada marea de un mar verde y de blancas arenas marinas, y qué decir de los caminos hermosos del corazón de la Montaña. Toda esta riqueza conserva  la tierna Viejecita.

En su cuarto mira los retratos de su familia y platica con cada uno de ellos. Les da consejos, los regaña, les aplaude sus bromas y ocurrencias. Y cuando los besa parece que le contestan y le sonríen divertidos. Después acepta que son fotografías y sigue con sus tareas.

Ahora, esta dulce Viejecita se sienta en la puerta de su hogar, mirando la vida pasar, con su vestido rosita, regalando a todos una sonrisa. Los recuerdos la mantienen viva y alegre. Aun navega en un lago de comprensión, y de bellos deseos. El buzón de su alma recibe cartas benditas. Todos la quieren y esto la hace recuperar algo de lozanía. Con su ropa holgada, zapato bajito y las arracadas que su marido le regaló, camina un poco encorvada, moviendo sus manos desgastadas y llenas de lunares por la edad. Seguido toca la medallita con una Virgencita que le cuelga en el cuello.

Si algún día pasas por aquella calle llena de plantas, con muchas flores, y de suave pasto, veras a una Viejecita sentada en su banca. A ese ser bondadoso que todo lo dio por sus hijos y su esposo, a ese ser maravilloso, que mira de frente, con su pelo arreglado, su carita lavada, y que nunca niega un saludo. Ella es la afable Viejecita, Doña Merceditas.

Quien sabe de su vida pasada, la mira y llora, esperando que la linda Viejecita nunca se despida. Que siempre esté ahí, Doña Merceditas, la Viejecita.

J.JESUS IBARRA RODRIGUEZ.

Derechos Reservados. México.2012.

 

 

 

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