CAPÍTULO 5 – VOLANDO BAJO SE PUEDEN VER LAS ALMAS EN PERMANENTE DECOLAJE

 

Desde aquel día Maracaibo se me volvió un recuerdo amargo. Atrás quedaron el lago, los barrios con sus casas de colores vivos, las mecedoras en la calle con gente que se entretenía en tertulias interminables, el larguísimo puente sobre el lago, los recuerdos de infancia.  Los reemplazaron el punto de quiebre, un aeropuerto hostil con nombre de virgen milagrosa y aquellas lágrimas que impregnaron la ciudad y la tornaron más salada que el agua del mar y del lago. Pasar por allí, aunque fuera en una simple escala, se me convirtió en una tortura.

Cuando regresamos a Medellín, Federico nos invitó a comer para celebrar lo que consideraba el gran negocio del año. No hizo más que despotricar de los venezolanos y de la actitud arrogante que siempre mostraban hacia los pilotos colombianos. Juan Esteban y yo lo oíamos pero no lo escuchábamos. Con los tragos se hizo más reiterativo y ya alicorado como estaba, empezó a hacer generalizaciones incómodas y tuve que pararlo recordándole que yo tenía parientes venezolanos. Cambió un poco de tono, pero borracho es borracho y cuando están ofendidos no paran de dar lora.

Ese fin de semana me vi tres veces con los muchachos, que me llamaban con alguna excusa tonta para reunirnos. Pasamos de una burda comedia de café-concert a un bar de mala muerte donde solo iban viejitos alcohólicos, para terminar en casa de Fernando viendo toda su colección de videos de Duran Duran. La semana siguiente tuvimos que volar a Cali, su ciudad natal, y un comentario que hizo antes de despegar me dejó preocupado: “Adiós mi Cali pachanguero, perdoname las cagadas y las metidas de pata!”. Sus ojos estaban llorosos y sus palabras sonaban a despedida definitiva.

La semana siguiente llegó el día esperado y los seis nos reunimos en el hangar de mi primo para esperar a La Tato. Terminé mi clase matutina  antes de tiempo y atravesé el espacio entre las dos áreas del aeropuerto, la comercial y la privada, corriendo como escolar al que lo iba a dejar el bus. Llegué con el aliento entrecortado y a los pocos minutos entró La Tato en su camioneta verde que dejó atravesada entre las dos avionetas. Se bajó de un brinco como siempre lo hacía y caminó rápidamente hacia nosotros, cariacontecida.

“Muchachos, no me quisieron entregar los resultados!”, nos dijo en un tono de voz grave. Luego nos explicó que no había valido el poder porque el médico tenía que hablar con nosotros personalmente. Se nos paró el corazón y hasta el pelo. Nos miramos aterrados y quisimos pegar un grito que se ahogó en nuestra angustia. Nos trepamos al carro de Mario, un Ford Mustang rojo, que era el más rápido de todos. Partimos raudos y en par minutos estábamos en la vía paralela al río, la única que no tiene intersecciones. Con Mario haciendo gala de sus habilidades automovilísticas, recorrimos la distancia entre el aeropuerto y el seguro social en tan solo siete minutos, cuando normalmente habríamos demorado veinte. La Tato iba detrás de nosotros en su camioneta y luchaba por esquivar los demás carros para no rezagarse. Entramos de manera atropellada en el laboratorio y de ahí nos enviaron a una sala de conferencias donde estaban el médico jefe de epidemiología, una sicóloga y una enfermera con cara de brava. Fue ella la que nos dio los sobres sellados luego de comprobar nuestras identidades de manera rigurosa. Abrirlos era un reto más grande que sobrevolar territorios guerrilleros o ser perseguidos por aviones de la fuerza aérea venezolana. Al hacerlo, los rostros de mis amigos cambiaron de colores. Mi resultado fue negativo, pero el de todos ellos fue positivo. La reacción de cada uno de ellos fue dramática. Mario empezó a maldecir y golpeó su cabeza contra la pared. A Juan Esteban lo invadió un temblor nervioso y un discurso incoherente que terminó en tartamudeo. Fernando lloró en silencio y esquivó nuestras miradas. Pacho se aferró de los brazos de la enfermera y empezó a preguntarle que cuánto tiempo le quedaba de vida. Nachito enmudeció y se limitó a caminar de un lado a otro de la sala. Nos hizo una seña para acercarnos a él y los siete nos unimos en un abrazo de oso que queríamos que fuera interminable. Lloramos y gritamos como condenados que se iban a morir mañana. La Tato en medio de todos nosotros, tan incondicional como siempre, trataba de consolarlos de todas las maneras posibles El equipo médico esperó a que nos desahogáramos y luego la sicóloga nos entregó unos folletos al tiempo que el médico empezó a explicarnos la diferencia entre ser VIH-positivo y enfermo de Sida. Pachito escuchaba con total atención  y de vez en cuando interrumpía para preguntar algo, se paraba de su silla y manoteaba y volvía a sentarse con los brazos cruzados. Los demás hacían pocas preguntas y no se movían un milímetro. Cuando la enfermera remató la charla hablando de las infecciones oportunistas, todos entraron en crisis y empezaron a dar muestras de angustia. La sicóloga pidió hablar con cada uno de ellos en privado y aunque nunca me contaron qué carajos les dijo, todos salieron de su consultorio con una actitud más calmada. Al despedirnos nos dieron una cantidad impresionante de preservativos y el médico me recomendó que me hiciera la prueba nuevamente seis meses después para confirmar que estaba libre de riesgo. Mis amigos se comprometieron a entrar en un programa de control para prepararse para la eventual aparición de la enfermedad.       

La Tato le sugirió a Mario que se devolviera con ella al aeropuerto y me entregara a mí las llaves de su carro. Le recordé mi torpeza para manejar carros de cambios, pero ella me recordó que nuestros amigos no estaban en condiciones de manejar. Devolver el carro de Mario al aeropuerto fue toda una odisea para mí. Frenaba como aprendiz y a menudo me ronroneaba el carro porque se me olvidaba hacer los cambios. Ellos ni cuenta se daban y yo me angustiaba pensando que si no los mataba el Sida, los iba a matar yo  con mi forma de conducir. La Tato se me adelantaba como tratando de protegerme de un choque. Cuando llegamos al aeropuerto mi primo nos estaba esperando porque Fernando iba a ser su copiloto en un vuelo a Bogotá ese día. Ellos disimularon un poco su desgracia y pidieron la llave para acceder al segundo piso del hangar. No querían que nadie en el aeropuerto se enterara de lo que pasaba. Una vez arriba, La Tato me entregó el sobre con los 600.000 pesos. Empecé a devolverles los 100.000 pesos a cada uno  pero ninguno me quiso recibir la plata. Si había algo que ellos respetaban era una apuesta y pensaban que la palabra empeñada era sagrada. Volvieron a llorar y yo me sentí tan culpable que quería quemar esos billetes o arrojarlos por la ventana. En ese momento entró mi primo y al verlos llorando tuvimos que contarle de la apuesta. Me regañó fuertemente y estuvo a punto de darme un golpe, pero Mario lo contuvo. El resto del día fue todo un melodrama de insultos y recriminaciones entre ellos que finalmente se vio interrumpido por una llamada de  la novia de Nachito. Faltaban tan solo dos semanas para su boda y él no se atrevió a contarle lo que pasaba. Tampoco canceló la boda y siguió con los preparativos como si nada. Lo increpamos en todos los tonos posibles para que la cancelara, pero él no paraba bolas y decía que su matrimonio sería la salvación de una vida de pecado. Hablaba como un evangélico místico.  Aseguraba que el laboratorio se había equivocado y que Dios no lo podía castigar de una manera tan cruel. Se hundió en una faceta de negación total y seguía volando con la misma intensidad. Los otros en cambio, apenas si hacían un vuelo al día.

Finalmente llegó el día de la boda y todos asistimos respetando su elección y su derecho a mantener el secreto de su condición de salud.  La novia no nos caía nada bien, pero tampoco le deseábamos un mal semejante. El matrimonio tendría lugar en una iglesia suntuosa de un barrio de ricos donde las mujeres llegaron elegantísimas y emperifolladas mientras los hombres vestíamos con sobriedad  pero tratando de no desentonar. La ceremonia fue larga y para nosotros angustiosa. Nachito parecía imperturbable. Empero, en el momento de dar el sí le arrebató el micrófono al cura y con lágrimas en los ojos volteó para hablarles a todos los asistentes. La novia no entendía nada y lo miraba aterrada. El silencio era solemne hasta que Nacho finalmente habló para pronunciar una sola frase que causó histeria entre los invitados, ricachones con cara de no tener sentimientos.

“Lo siento. No me puedo casar con esta mujer a la que adoro porque… tengo… tengo Sida!”. La novia se desmayó y sus padres entraron en cólera. Las mujeres gritaban, los hombres murmuraban. La iglesia entera se convirtió en un despelote y tuvimos que sacar a Nachito a la fuerza para evitar que lo lincharan los invitados. Él cayó presa de una risa nerviosa y luego de un llanto que era mezcla de congoja y humillación. Lo montamos a uno de los carros y salimos los seis en caravana hacia el apartamento de Juan Esteban. Casi tuvimos que subirlo cargado por las escalas, porque Nachito no coordinaba ya sus movimientos. Nos pusimos a beber licor y terminamos borrachos e insomnes, develando sueños frustrados y preguntándonos si la felicidad yacía en el matrimonio o en el simple hecho de estar vivos y sanos. Volábamos bajo y por instrumentos, asomándonos al abismo donde las almas despegan con alas de Ícaro que el sol ya no derrite.

 Continuará...

 

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Comentario

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PLUMA MARFIL
Comentario de MALCOLM PEÑARANDA el junio 14, 2019 a las 1:08am

Así es, José García Álvarez.  Pasa que algunos se empeñan en vivir la vida de otros.


PLUMA MARFIL
Comentario de MALCOLM PEÑARANDA el junio 14, 2019 a las 1:07am

C'est la vie, rien a faire  Mercedes Dembo Barcessat!


PLUMA MARFIL
Comentario de MALCOLM PEÑARANDA el junio 14, 2019 a las 1:06am

Exactamente!  Volviste a acertar en tu análisis, querido cuauhtémoc molina monroy!  


PLUMA MARFIL
Comentario de José García Álvarez el junio 13, 2019 a las 3:58pm

Adelante, amigo.

Vas por el camino interesante.

Con vivir ya se es feliz.

Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

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