DE MIS RECUERDOS EN PARIS/ UNA VIDA PERFECTA
Llegué a Paris asustada, lo recuerdo muy bien, asustadísima. A pesar de que por alguna razón misteriosa mi madre Carmiña contrató a una maestra particular de francés, Madame Tilgette, para que aprendiera ese idioma, y tomé dos años de lecciones particulares con tan delicada maestra residente en Mayagüez, mi francés era muy, pero muy básico, ¨comment ça va vous, J'adore Paris, Je viens étudier à la Sorbonne¨etc.
No podía despreciar la oportunidad que la vida me presentara de estudiar un post doctorado en tan prestigiosa universidad del Mundo, La Sorbonne. Y allí llegué invitada por el profesor Jean Claude Hallé para realizar en su laboratorio de Química Física unos experimentos en Termodinámica con mezclas de solventes. Su intensión era poder usar mezclas especiales de solventes para colocar las donaciones de órganos vitales para trasplantes humanos.
Trabajé muy, pero que muy fuerte en aquel abigarrado espacio del Instituto de La Sorbona en la Calle Pier e Madame Curie. Era literalmente de muerte el olor a Metóxido de desulfuro, solvente con el que muy pocos quería trabajar por el olor a huevo descompuesto que emanaba de ese líquido horrendo e infernal.
Pero la experiencia resultó maravillosa, porque de todo se aprende. Me hospedaron en el Mesón de las provincias de Francia en La Ciudad Universitaria. Las autoridades administrativas de la Universidad no sabían dónde colocarme, pues a pesar de mi pasaporte de USA, por mi cara y mi acento sabían que no era norteamericana, sino latina, y allí fui a parar al mesón donde hospedaban a todos los estudiantes de las provincias y colonias africanas de la Nación: La Reunión, Mozambique, etc,
Eso fue una sagrada bendición, porque me sentí muy bien acogida por los jóvenes africanos en el hospedaje. Me hice amiga de ellos, y los viernes en la noche al salir de la universidad nos íbamos en grupo a chinchorrear al barrio africano de Paris, donde los tambores, sabores, olores y colores eran un alivio a mi soledad en esa gran ciudad de Luz.
En los cuatro meses que estuve haciendo mis experimentos allí, también terminé aprendiendo a cantar, bailar y comer de todo lo africano que puedan imaginar. Con los ritmos de tambores africanos, las caderas de mis amigas africanas se movían con gestos muy sensuales que a cualquiera le sacaba rubor, pero con los días yo también los aprendí, y les confieso que enarbolan el alma mucho más que el pa´de vals de una danza de salón.
Mi tiempo en Paris transcurrió en total ensoñación y alegrías entre tambores africanos, olores a huevo descompuesto y misas con cantos sublimes los domingos en la Catedral de La Notre Dame. Poco a poco entendí que la vida me colocó en un lugar perfecto donde utilicé esos meses para adornar mi alma con las maravillas de la humanidad en ese ciudad de Luz y misterios.
A la distancia del tiempo me pregunto qué habría pasado por la mente de mi madre Carmiña para ponerme a aprender francés cuando solo tenía 16 años de edad, y ahora estoy convencida de que todo en el universo está fríamente calculado.
Carmen Amaralis Vega Olivencia
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