Serie:                                                                        PUEBLO CHICO, INFIERNO GRANDE

Infierno inspirador:                                                  Aranzazu

Provincia, Estado, Región o Departamento:     Caldas (Colombia)

 

Aranzazu es uno de esos pueblos que en Colombia llamamos “perdidos en medio de la nada y de la baba”, pues además de su abandono estatal y de su ubicación geográfica, caen presas de la baba mentirosa de los políticos de turno que siempre les prometen que van a pavimentar la carretera, hacer el acueducto o lograr que la electricidad llegue a cada vereda y a cada finca.

Pero cada año, en las dos temporadas de lluvias, el pueblo vuelve a quedar incomunicado y a merced de la misericordia de Dios, como dicen sus católicos y camanduleros habitantes. Tienen que acudir entonces a su ingenio y a los trasbordos de un yipao a otro, desafiando todas las leyes de la física y de la inercia.

Y es que los yipaos solamente existen en la zona cafetera de Colombia. Son vehículos de la marca JEEP, tipo campero, que llenan completamente con bultos de café, plátano o frutas que cultivan en tan fértil tierra desde que empezó la crisis del café y Colombia dejó de ser un país cafetero para convertirse en un país petrolero y minero.

Los cafeteros son campesinos extraordinarios que parecen hechos de hierro y oro. Dan la impresión de ser indestructibles, como creados por un dios de la mitología griega. Algunos son muy corpulentos, otros flacuchentos pero de músculos notables que ponen a prueba todos los días. Lo que todos tienen en común es el ingenio.

Cuando creíamos que iban a derrumbarse por la caída de los precios del café y la competencia desleal de Brasil y Vietnam, nos demostraron que eran inquebrantables y empezaron a diversificar sus cultivos y a convertir sus fincas en finca-hoteles donde ahora alojan a capitalinos snob que se hacen miles de selfies para aparentar que tienen finca cafetera y a extranjeros aventureros que quieren vivir la cultura cafetera o rememorar los escenarios donde vivía la chapolera protagonista de la telenovela “Café con aroma de mujer”, que se emitió hasta en los países balcánicos.

Y es que cuando llegás a esas fincas, llegás a paraísos escondidos y llenos de tanto verde y tanta tierra fértil que a menudo te frotás los ojos para comprobar que no estás soñando y que tanta belleza junta sí existe. Cada finca, cada plantación, cada arroyo y cada pajarito que te encontrás, te regocijan el alma.

Camino a una de esas fincas conocí a Nicolás, un Tarzán de Vereda que manejaba un yipao y cuando se atascaba entre el  lodo de la carretera que siempre van a pavimentar después de las próximas elecciones, se bajaba y levantaba el carro él solito luego de desocupar parte de la carga con meticulosa precisión. Lo desatascaba como si nada, con una fuerza de macho vulgar y unos gritos de camionero emputado. Le gritaba instrucciones a su ayudante que era medio lerdo y medio vivo, con unos ojos verdes chiquiticos que lo semejaban a un lémur.

Los hombres nos quedábamos viéndolo con una mezcla de admiración y envidia, como preguntándonos porque no teníamos nosotros esos genes de superman y esa fuerza descomunal. Las mujeres en cambio, lo miraban con lascivia y entusiasmo. Se mordían los labios y cruzaban angustiosamente las piernas como tratando de frenar el caudal que mojaba sus otros labios.

Cuando logró sacar el carro del lodazal y a fuerza de empujones lo encarriló nuevamente en la trocha que llaman carretera, nos animó a volver a subir en él luego de acomodar eficientemente la carga en los mismos lugares. Se limpió las manos con un trapo rojo de franela y empezó a manejar como soldado de película gringa. En pocos minutos llegamos a La Paila, la vereda a la que todos nos dirigíamos. Esperé a que volviera a respirar normalmente para preguntarle un poco más sobre el lugar donde íbamos y sobre las condiciones de la carretera, temiendo otro derrumbe al regreso.

Cuando llegamos a la vereda, me dio su número de celular para que le avisara una hora antes de regresar y así garantizar mi regreso sano y salvo a Aranzazu. Estaba a punto de agradecer su amabilidad, cuando uno de los conductores lo interpeló bruscamente diciéndole:

-Eh! Vos si ni colás ni dejás colar, no Nicolás?

Con su juego de palabras hacía alusión a su intento de acaparar los pasajeros para él solo y dejar a los demás conductores mirando pa’l páramo. No quise quedarme a presenciar una discusión de montañeros, por lo que me limité a agradecerle por habernos salvado el viaje.

La Paila era una vereda no muy grande pero llena de gente amable que me colaboró mucho en mi profundización de la cultura cafetera para escribir una historia. Pero la señora que buscaba, había sido desplazada por la violencia y nunca más volvieron a saber de ella.

Sintiendo que en parte había perdido el viaje a semejante lugar tan inaccesible, regresé a la tienda donde llegaban los transportadores un par de horas después. Llamé a Nicolás y me sorprendió saber que venía ya con otro viaje de vuelta. Esperé a que llegara y lo invité a tomar un café en la tienda que era a la vez fonda, cantina y bar de despechados. Debíamos esperar a que se llenara el carro y a que llegara un dueño de finca que le había pedido que luego de Aranzazu lo llevara hasta Manizales, la capital del departamento.

Aproveché para entrevistarlo sin que él se percatara y me contó de sus hazañas automovilísticas y de su lucha cotidiana con la naturaleza salvaje del lugar. Y no sé si exageró, pero me contó que hasta había matado culebras en el monte y escapado de un enfrentamiento entre la guerrilla y el ejército.

Su lenguaje era ameno y cautivante. Cada frase la acompañaba de los movimientos acompasados de sus fuertes manos, como italiano emocionado. De vez en cuando se acomodaba el sombrero o se lo quitaba y se rascaba la cabeza como tratando de forzar sus recuerdos. Se lo volvía a poner porque estábamos en una de las mesas exteriores donde el sol pegaba de soslayo. Tenía mucho pelo. Era crespo, negro y abundante. Se lo acomodaba a lo no me jodás y seguía hablando como si le hubieran dado cuerda.

De vez en cuando pasaba una que otra montañera linda que él piropeaba con gracia. No dejaba pasar una sola. La sonrisa tímida o coqueta de ellas le confirmaba que les había gustado el piropo. Luego las invitaba a conocer al gringo bronceado, pero ninguna aceptaba. Me invadió la curiosidad y le pregunté a quién se refería.

-A vos, hom’e! A quién más?

Me dio mucha risa su apodo y le pregunté por qué me lo había chantado. Me dijo entre una sonrisa afable y una risa medio contenida que porque yo tenía pinta de gringo pero que mi color de piel y mi acento delataban mi origen paisa.  Su tono de voz cambió un poco y ya me hablaba como a un amigote.

Me contó que era feliz en aquella vereda porque tenía todo lo que un hombre de la tierra podía tener: aire puro, alimentación sana, un trabajo decente, un pasacintas para escuchar música montañera y un cura que iba a confesarlos y a darles misa una vez por semana. Nicolás aprovechaba cada misa para conquistar alguna montañerita porque el que peca y reza empata, y el que es paciente, machaca. 

Al regreso no hubo derrumbes, pero su pericia de conductor le ayudaba para esquivar los conductores atravesados y las mulas cargadas de todo tipo de cosas que de pronto surgían como de la nada mientras el arreador lo hijueputeaba. Él respondía con todo su repertorio de boquisucio experimentado. Insultos iban y venían, pero se portaban como perros de rico que se ladraban y no se mordían. Todos esperábamos una pelea, pero ni se daban en la jeta ni se apartaban de su meta.

Los enfrentamientos verbales eran parte de la sinfonía de sonidos salvajes de la región. Los ecos de esas voces recias de machos que querían aparentar ser el más fuerte de la manada se perdían entre la montaña tupida de cultivos y casitas de tapia. No había lugar para los débiles. Tenían que bravearse para mostrar que podían vencer al otro si había trompadas. Y si las había, el que se sentía perdido sacaba el machete y a punta de planazos ahuyentaba a su contrincante o le mochaba un brazo si resultaba muy gallito.

Pocas veces pasaba, pero cuando pasaba, la vereda entera terminaba enfrentada, porque el orgullo del macho herido lo remendaban su padre, sus hijos o sus hermanos. Lo importante era no dejar la imagen de cobarde o de vencido. Porque macho cagado, macho montado, me decía Nicolás mientras nos acercábamos a Aranzazu.

El viaje terminó con un fuerte de apretón de manos, de esos que te dejan la mano medio encalambrada y las ganas de gritar: ¡Soltá, güevón!, pero te aguantás porque no querés que piensen que sos nene de ciudad, de los que no toman aguardiente y se ponen bloqueador solar. Y bueno, no todos los días te estrecha la mano un Tarzán de Vereda.

© 2019, Malcolm Peñaranda.

 

Glosario de Paisismos y Colombianismos

Vereda = territorio rural de un pueblo, donde se localizan fincas y haciendas.

Chantar = poner

Hom’e = deformación o abreviatura de hombre.

Pasacintas = radio con casetera que pasa cintas o casetes de los que se usaban en el siglo XX.

Montañera = habitante de la montaña, campesina.

Arreador = campesino que arrea o hace andar las mulas.

Chapolera = mujer que recoge café en la época de cosecha.

Machacar = tener sexo.

Trompadas = golpes en la trompa, que es como vulgarmente le dicen a la boca.

Planazo = golpe seco que se da con un machete para amedrentar al adversario.

 

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Comentario

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PLUMA MARFIL
Comentario de MALCOLM PEÑARANDA el mayo 15, 2019 a las 10:56am

Exactamente, Jesús! Conozco Cuba y concuerdo con vos. Gracias por leerme!


PLUMA MARFIL
Comentario de MALCOLM PEÑARANDA el mayo 15, 2019 a las 10:54am

Wow! Qué lindo análisis filosófico el que hacés de mi obra, Cuauhtémoc! Me honra que me leás!

Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

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